ROMEL FROMETA: EL BAILE ESTA LIGADO A MI EXISTENCIA
El primer bailarín cubano confiesa a JR que nunca será suficiente el agradecimiento a sus maestros.
Por José Luis Estrada Betancourt (Juventud Rebelde)
Bastó con que Alicia Alonso, Margot Fonteyn y Maya Plisetskaya, las tres más grandes bailarinas del momento, se «retaran» a un duelo fraternal en tierra nipona, para que desde su arrancada, en 1976, el World Festival Ballet de Japón se convirtiera, quizá, en el festival más renombrado del planeta al convidar, como regla, solo a leyendas, estrellas de la danza y jóvenes talentos de las más renombradas compañías del mundo.
Treinta años después los primeros bailarines Viengsay Valdés y Romel Frómeta eran convidados por los organizadores de este certamen no competitivo a participar en las celebraciones por el aniversario cerrado de la principal de todas las galas de su tipo, a sabiendas de que, más temprano que tarde, el asombro que causarían a los balletómanos japoneses por la impecable interpretación que regalaran de los pas de deux de Don Quijote y Diana y Acteón, así como del tercer acto de El lago de los cisnes, los «obligarían a traerlos de vuelta a los escenarios de Tokio». Tan es así que del 2 al 13 de agosto venidero, la reconocida pareja del Ballet Nacional de Cuba encabezará el selecto cartel, donde también aparecen, por ejemplo, el ruso Daniil Simkin —la revelación de estos tiempos—, Dorothée Gilbert, Alessio Carbone y Yuko Tanaka.
Solo que entonces, cuando Frómeta, con sus 23 años, comenzó a ver los nombres de los «monstruos» con los cuales compartiría el escenario: José Manuel Carreño, Sylvie Guillem, Vladimir Malakhov, Aurélie Dupont, Manuel Legris, Tamara Rojo, Iñaki Urlezaga, Alina Cojocaru, Alessandra Ferri, Agnès Letestu, Irina Dvorovenko, Johan Kobborg, José Martínez, Leticia Oliveira..., solo atinó a preguntarse: «y yo, ¿qué pinto aquí. Las piernas me temblaban», dice con naturalidad, sin temor de parecer un cobarde, mientras hace un alto en sus ensayos para conversar gustoso con Juventud Rebelde.
«La primera vez que nos invitaron fue resultado de una exitosa presentación que hicimos en Portugal, donde nos descubrió el director artístico del World Festival Ballet, a quien le impresionó nuestra labor. Ahora repetimos casi el mismo programa pues haremos dos funciones donde bailaremos otra vez Don Quijote y Diana y Acteón. La experiencia fue indescriptible, porque aprendí muchísimo de los bailarines que estaban allí.
«Pocas veces uno tiene la oportunidad de disfrutar en vivo del arte de tantos grandes que, a pesar de ello, no dudan en ayudarte. Carreño, por ejemplo, fue genial conmigo: me hacía correcciones, me decía lo que me quedaba mejor, y, sobre todo, me hizo sentir uno más del grupo, al tiempo que me alentaba asegurándome que yo podía llegar a ser como ellos».
Tenía toda la razón el primer bailarín del American Ballet Theater, tan visionario como Romelio Frómeta, padre de Romel. Él es el responsable de que hoy los cubanos nos envanezcamos y aseguremos que nuestro Romel es un primer bailarín de escala mundial. Y es que este hombre, ex miembro del BNC, aprovechó que su esposa, Victoria Castellón, andaba de gira con la compañía, para presentar a su hijo a las pruebas de captación de la Escuela Elemental de Ballet Alejo Carpentier.
«No es que mi mamá no quisiera que yo fuera bailarín, se apresura a aclarar Romel, es que ella sabía que era una carrera muy sacrificada; una carrera que impide que aproveches la infancia, la adolescencia, la juventud. Mi madre presentía que para mí iba a ser terrible dejar de jugar pelota, de compartir con mis amigos, de ir a la playa... Eso sin descontar que me tenía que someter a la dieta, al rigor de trabajo... Vivir a “plenitud” no iba a ser del todo posible si me consagraba a una profesión tan abnegada».
Pero su padre, que lo veía corretear por los pasillos y salones del BNC, estaba consciente de que el pequeño Romel tenía verdaderas posibilidades, y lo presentó a la convocatoria. «Aprobé, pero con un problemita: era un niño gordito —de hecho así me llamaban en el barrio. En verdad tuve que trabajar muy fuerte, porque no poseía condiciones extraordinarias. Recuerdo que en las clases de ballet sufría porque era incapaz de elevar las piernas como me exigían mis profesores: “sube las piernas, estira, pon el empeine”. Y yo me sentía angustiado porque lo intentaba pero no lo lograba».
—¿Pero a ti te gustaba?
—Al principio no mucho, aunque me encantaba bailar. Date cuenta de que mi niñez transcurrió dentro del BNC. Allí he crecido como persona y como artista. Era muy evidente que me encantaba bailar —mis padres me ponían cualquier música en la casa y yo no paraba de mover los pies y la cintura—, pero no soportaba la férrea disciplina y la alta exigencia de las clases. Eso para mí era muy aburrido, pues lo que quería era bailar, sin entrenamiento y sin clases.
«Hubo una etapa en que le hice rechazo y me fugaba de las clases, o mejor dicho, no entraba porque después no me dejaban salir, hasta que me sorprendió mi padre y me puso la precisa: “no vas a bailar más, no hay más música en la casa, olvídate del ballet”. Al ver que el baile se ponía en peligro, reaccioné y me dediqué en serio a salir adelante».
—Pero evidentemente la etapa de gordito no duró mucho, porque empezaron los concursos internacionales...
—El exceso de libras permaneció en los tres primeros años —en tercero engordé notablemente. Todo lo que comía se repartía en forma de grasa por todas las partes de mi cuerpo, pero en cuarto, cuando llegó el desarrollo, todo volvió a la normalidad. A partir de ese momento aparecieron esos concursos a los que haces referencia: en 1997 obtuve medallas de bronce en el Concurso Internacional de Ballet Alicia Alonso y en el Encuentro-Concurso Internacional de Academias de Ballet de La Habana; al año siguiente fui Medalla de Oro y Premio a la Revelación Artística, lo que condujo a que me invitaran al Concurso Vignale-Danza para Jóvenes Talentos de Italia, donde en 1999 me otorgaron la Medalla de Oro —ese mismo año había ganado plata en La Habana.
«En ese propio evento recibí el Grand Prix, Medalla de Oro y Medalla de la Ciudad, en el 2000. Jamás olvidaré que durante la gala de premiación —bailaba por cierto Diana y Acteón—, en la primera entrada, acabé con las manos en el piso, y me dio por reírme. Nunca había tenido una experiencia como esa ante el público, y evidentemente estaba muy nervioso.
«Otro momento terrible tuvo lugar en el prestigioso Concurso Internacional de Ballet de Varna, Bulgaria, del 2000. En la ronda inicial estaba bailando El Corsario y al hacer un grand ron de jambe después de los pirouettes de la primera variación, casi me fui de boca, faltó poco para que gateara en aquel escenario donde competían 145 bailarines de 29 países, entre los cuales yo era el más joven. Esa fue una noche amarga, porque después no quería seguir bailando. Tampoco deseaba ver el listado de los clasificados. Estaba convencido de que había sido eliminado, pero no fue así. Supongo que tuve una suerte envidiable porque me dieron el tercer lugar del certamen».
—Te convertiste en todo un experto de los concursos...
—(Ríe). Se lo agradezco en el alma a mis profesoras. Todavía no me explico muy bien lo que vieron en mí. Lo cierto es que me dieron la oportunidad y yo no la podía perder, porque independientemente de si ganas o no —lo cual también es muy estimulante—, recibes una preparación muy especial, personalizada, en la que los maestros intentan sacarte el máximo, convertirte en un bailarín brillante, dueño de una técnica virtuosa y limpia. Ellos se esmeran en hacer de ti un artista en todo el sentido de la palabra, y en verdad lo logran.
«Las primeras que me prepararon para esos concursos fueron Alina Díaz y Marta Bosch; después, en la etapa de la ENA, Mirta Hermida fue siempre mi mentora. Ellas fueron esenciales en mi vida de estudiante, al igual que Ivis Díaz, mi maestra de tercero y cuarto años, quien con sus más que razonables exigencias me hacía llorar. Por eso hoy le agradezco tanto, al igual que a Margarita de Sáa.
«¿Sabes una cosa que me place? Enseñar. He tenido la oportunidad de hacerlo y de tomar ensayos a mis compañeros, y me siento muy bien, porque puedo entregar mis escasos conocimientos —todavía me queda mucho por aprender. Enseñar te lleva a autosuperarte constantemente. De repente te encuentras exigiendo a tus alumnos cosas en las que ni tú mismo has reparado. Entonces recapacitas y te lo impones. Al final es muy gratificante ver el resultado de tu labor en otras personas. En la escuela impartí Dúo clásico, y al año de graduado (2001) preparé algunos alumnos para concursos: dos de ellos fueron premiados con medalla de plata y medalla de bronce.
«Por todo ello, nunca será suficiente mi agradecimiento para con mis maestros, entre los cuales tengo también que mencionar a Svetlana Ballester, ensayadora y profesora; a la primera bailarina Bárbara García, con quien interpreté mis roles principales y ha sido de una ayuda inestimable. Tener una figura de su calibre a mi lado, y yo tan joven e inexperto, fue vital en mi carrera. Por supuesto, en esa nómina no pueden faltar Alicia Alonso, Josefina Méndez, a quien llevamos todos en nuestras memorias; Aurora Bosch, Loipa Araújo...».
Dos años después de entrar en la compañía, Romel Frómeta, quien asegura que de estudiante admiraba a José Manuel Carreño y a Carlos Acosta —«eran mis ídolos, yo los veía y me decía: quiero ser como ellos, afirma»—, pero también «a José Zamorano, a Víctor Gilí, Osmay Molina...», se convertía en bailarín principal. Y un año después, en el 2004, encabezaba el elenco del BNC como primer bailarín.
—En estas páginas te entrevisté cuando salió la noticia de tu ascenso como bailarín principal pero, a pesar de lo mucho que habías conseguido, no estabas muy feliz...
—Claro que estaba muy contento, pero mi estado físico entonces no me permitía, literalmente, dar saltos de alegría. Antes de mi debut como el Albrecht de Giselle tuve una sinovitis en el tobillo izquierdo, la cual me mantuvo un mes de reposo, y como no quería hacer una recuperación apresurada decidí atrasar mi estreno en un papel tan importante.
«Recuerdo que fui a conversar con Alicia y le dije: Maestra, no me siento listo ni física ni histriónicamente para asumir ese personaje, y ella me dijo: “Cuando pierdas el miedo, me avisas” (ríe). Maestra, no es miedo, le aseguré, estoy loco por bailar, pero prefiero que mi Giselle esté a la altura de esta compañía. Por supuesto, que me entendió y después hicimos un trabajo de mesa muy profundo con el personaje de Albrecht, que aportó muchísimo.
«Esa fue una pequeña lesión; no fue nada comparada con la segunda en el tendón de Aquiles, que ocurrió en el 2006, por estrés de trabajo, y me obligó a estar seis meses alejado de los escenarios. Fueron cuatro de reposo, sin moverme de la cama, poniéndome hielo y dándome fisioterapia, y luego dos meses de preparación intensa para ponerme en forma nuevamente, y encarar primero, precisamente, una función de Giselle, y luego hacer las presentaciones de Japón. Tendría que decir que en este período la maestra Consuelo Díaz jugó un papel fundamental.
«Esa es la etapa más negra que puede tener un bailarín: las lesiones. Algo así no se lo deseo ni a mi peor enemigo; te deprimes y llegas a pensar que llegó el fin. Me asusta ver lo que sería de mí sin el baile, tan ligado a mi propia existencia».
—En un abrir y cerrar de ojos alcanzaste el lugar cimero de la compañía. ¿Crees que esa categoría llegó en el momento justo para ti?
—Para ser sincero, no me sentía preparado psicológicamente para contraer la gran responsabilidad que conlleva ser primer bailarín de una compañía como la nuestra. Me costó trabajo asimilarlo. No obstante, a pesar de que quizá me ayudaron las circunstancias, también había mucho trabajo detrás. Fue una categoría que me gané con esfuerzo y entrega. Y claro, el nombramiento me puso eufórico, pero eso no quita que tuviera mucho miedo de defraudar a quienes depositaron su confianza en mí.
—Imagino que tus padres estarán muy orgullosos de ti...
—Mucho. Mi madre formó parte del cuerpo de baile; y mi papá fue primer solista, y están muy complacidos con que yo haya podido llegar un poco más lejos. ¿Sabes? Mi madre ha sido mi mejor maestra. Cuando todos me dicen: qué bien bailaste, ella se acerca y rectifica: fallaste aquí y esto te salió mal allí. Cuando trato de protestar me recuerda: «tú siempre tienes que tratar de ser el mejor, aunque no lo seas. Se lo debes a tu público, a tus compañeros, a tu compañía», pero inmediatamente acota: «Eso solo puede ser en el escenario. En la vida, fuera de las tablas, no puedes dejar de ser sencillo, atento, educado, cortés, respetuoso, ni creerte que eres una estrella». Ella ha sido muy crítica conmigo, pero ese ha sido uno de sus mejores regalos.
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