ALICIA ALONSO: ESPONTANEA, BELLA Y NATURAL COMO LA DANZA
La Diva de la danza confiesa que solo abandonará su magisterio el día que ya no esté sobre la tierra, aunque piensa vivir 200 años.
Por Mario Cremata Ferrán, estudiante de Periodismo (Juventud Rebelde)
Foto: Alessio di Paola
Apareció impecablemente vestida de azul. Parece un ángel, una ilusión, una persona de alguno de esos otros «mundos», que tanto la apasionan, si bien habita estupendamente en este. Mi corazón late de una manera inusual, pese a no ser la primera vez que la tengo cerca y que mis manos estrechan las suyas, tan peculiarmente grandes, llamativas.
Gracias a una extraña sensación, casi al instante «olvidé» que aquella mujer bella era ni más ni menos que Alicia Alonso, la indiscutible Diva de la danza. Era como si este mito hubiera descendido del escenario solo para mí.
Aunque su esposo, Pedro Simón, me previno que ella se sentía más cómoda siempre que la entrevista transcurriese en un tono informal, sin protocolo alguno, casi como una conversación no me conformé con la idea, y temí que cualquier imprudencia echase a perder esa oportunidad, tal vez irrepetible.
Sucedió todo lo contrario, si bien Alicia tiene un no sé qué instinto especial para percatarse de las frases disfrazadas, de los juicios entre líneas; y la mayoría de las veces llega incluso a adelantarse a los pensamientos de sus interlocutores.
Quizá por excepción, prefirió recibirme en su propia casa. En un pequeño salón contiguo a la terraza, donde todos los adornos lucen equilibradamente dispuestos, nos acomodamos en el sofá mientras sus mascotas, las perritas Robin y Sissi, lo permitieron.
—Dicen que usted tiene un método infalible para montar las coreografías, y que cuando supervisa los ensayos permanece atenta al compás de la música, al movimiento de los bailarines... ¿Pudiera compartir esos secretos?
—Bueno, no sé si ese método es infalible. Cuando tengo listo el ballet, para hacerlo, me siento aquí (se refiere al saloncito de su casa) y entonces, con la música puesta, le voy indicando al maître que me ayuda a montarlo. Unas veces con uno solo me basta, otras necesito dos; uno con una cámara y el otro nada más para seguir la música y anotar los pasos.
«Con el equipo formado, primero les cuento el argumento, como quien narra una película, y les voy dando los detalles. Acto seguido les pongo los pasos: aquí entra fulano, aquí mengano, a los tantos compases viene zutano... Dividimos la música de acuerdo a la cantidad de personajes. Es como un rompecabezas cuyas piezas se van armando.
«También les doy los movimientos, el giro de los brazos (en este punto ella misma ofrece la demostración). En el ballet, de acuerdo a las posiciones que se conocen, los brazos se enumeran: primera, segunda, tercera, cuarta, quinta posición. Igual sucede con las piernas.
«Cuando todo ya fue llevado al papel, me van explicando lo registrado en la grabación y lo chequeamos, vamos confrontando; o sea, que cuando se va a montar, a trabajar con los bailarines, no viene la inspiración. Casi todo está hecho. En ese momento, el bailarín solo tiene que aprendérselo.
«Por lo regular, casi todos los coreógrafos que he conocido, se inspiran en medio del ensayo, y entonces piden al bailarín: muévete más a la derecha, haz un grand changement de pied (saltar y cambiar de pie), vírate y da una vuelta... Como la creación tiene lugar in situ, se pierde mucho tiempo; en esa espera el bailarín se impacienta.
«Finalmente, en el salón empiezo a sentir el estilo. Hay momentos en que quiero lograr una posición específica, como por ejemplo, una suave expresión de la cabeza, una ligera inclinación del cuerpo, y entonces la cámara va tomando la película. En Shakespeare y sus máscaras, quería que Julieta hiciese un leve movimiento y se acostase en el balcón. Lo repetimos varias veces hasta que salió».
—¿Cómo imagina los ballets?
—(Se lleva la mano derecha a la frente y sus dedos firmes la presionan). Aquí en mi mente, bien adentro. Todo va dibujado en mi cabeza. Algunos se me ocurren cuando escucho una música determinada, que me inspira la historia. Otras veces Pedro, mi esposo, me dice: ¿no te gustaría esto? Y me pongo a pensar. En mi caso, la inspiración tiene diferentes formas.
«De cualquier manera, el baile entra por los ojos. ¿Cómo lo veo, con tanta falta de visión?, pues, en primer lugar, siento cuándo y cómo el bailarín está danzando. Es algo, tal vez un reflejo, que me permite inmediatamente darme cuenta de que no se está moviendo bien, si su cabeza está quieta cuando lo que va es un movimiento más grave, más exagerado, más amplio... En ese sentido nosotros vivimos marcándolos.
«También me percato de que no están siguiendo la música, porque además de atender a ella, escucho sus pisadas. Enseguida digo: están bailando fuera de música. De verdad que soy temible. No resisto esa falta de sincronización, y muy a menudo, en muchas compañías, los bailarines incurren en eso. Si para algo está la música es para bailar con ella. En este sentido hay que ser más riguroso.
«Cuando hace muchos años sufrí mi accidente de la vista y tuvieron que operarme, estuve un año acostada con los ojos vendados. Para que no se me olvidaran, repasaba en mi mente todos los ballets. No podía bailar físicamente, pero lo hacía en mi cabeza; se abría la cortina, organizaba el cuerpo de baile, veía la entrada y salida del príncipe, del duque, de los campesinos... Escogía cualquiera de los grandes clásicos, de los que yo misma bailaba. Ese ejercicio me dio un entrenamiento fantástico. Me acostumbré a ver y registrar al mismo tiempo en mi mente cualquier idea, para poderla proyectar más adelante. Cuando le hablo del ballet, es como si viese una película».
—¿Cree entonces que con esta suerte de guión, bien logrado, el ballet tiene garantizado un elevado por ciento de éxito?
—No sé si va a ser bueno o malo, pero sí que es sincero. Diría que artísticamente mis sentimientos son sinceros. También depende de la capacidad que se tenga ¿no?, porque el querer no siempre significa que se pueda realizar una obra maestra; eso sería maravilloso. Lo que sí está garantizado es una obra honesta.
—Llevar por muchos años las riendas de una compañía sólida, reconocida y posicionada internacionalmente como el BNC no resulta empresa fácil. ¿Cómo alcanzar un equilibrio en las decisiones, para que no se confunda lo sabio con lo autoritario?
—Como dice, no es nada fácil. Todo ser humano se equivoca, además, a mí pueden gustarme más ciertas cosas y no por eso otras dejan de ser buenas. Siempre escucho la opinión de los maître, que son bailarines que se quedan para ensayar y se convierten en maestros; por último añado mi decisión. Todo es consensuado según sus criterios y los míos. Creo que sé escuchar las demás posiciones. Necesito eso para que, como usted dice, no surjan «confusiones».
—Sé que usted, además de grandes satisfacciones, ha tenido momentos amargos, como por ejemplo, la sensación de pérdida cuando alguien que formó decide abandonar la compañía. ¿Cómo pudieran Alicia y el BNC evitar esas situaciones?
—No creo que podamos hacer algo. Hacemos todo lo posible, no para que no se vayan —esa es una decisión personal—, sino para que su carrera se desarrolle, para que adelanten. Nosotros les proporcionamos cuerpo, alma y conocimiento y, de la misma forma, a los profesores les exigimos que se entreguen.
«Considero que la nuestra es una de las pocas compañías del mundo donde se le enseña tanto a un bailarín. Porque este necesita no solo aprender la técnica, sino que se le ayude en su desarrollo, y mostrarle, además, la experiencia que uno ha tenido en escena, el estilo con que se bailan los diferentes clásicos. Eso no lo hacen en ningún lugar del mundo. Algunas veces enseñan la coreografía, para aprenderla de forma mecánica; el resto lo pone el bailarín. Si lo hace bien, bravo; si no, allá él.
«Cuando los bailarines salen del BNC tienen una preparación tremenda, incluso acerca de cómo montar coreografías y ser ensayadores. Eso ellos no lo saben, no están conscientes hasta que no se enfrentan con la realidad de otras academias y dicen: ¡Ay!, ¿pero esta gente no conoce las reglas de escena? Claro, ellos sí las saben porque nosotros se las mostramos. Pero muchos creen que eso es natural, que es normal en todas partes. Ese cocotazo se lo dan cuando se enfrentan con la vida.
«Nosotros ponemos un bailarín en escena y resaltamos sus cualidades y, como nadie es perfecto, cualquier defecto que tenga se lo “tapamos”, tratamos de que el público no se dé cuenta. Desde el personaje más sencillo hasta el más complejo, va de acuerdo con la primera figura, tanto en tamaño como en la forma de moverse, para que la obra tenga coherencia y alcance credibilidad. Es un trabajo grande, pero así lo hacemos. ¿Se imagina a la mamá de Giselle más pequeña que la hija?».
—Aunque se ha avanzado mucho, todavía existen prejuicios que inciden en la decisión de los hombres en convertirse en bailarines. ¿Cuál es su opinión al respecto?
—Perdóneme, pero no creo que eso exista. La prueba es la cantidad inmensa de muchachos que en este momento estudian ballet. Es cierto que estos artistas tienen determinadas cualidades físicas, pero me parece que con las charlas que durante años venimos ofreciendo sobre lo que es el ballet, su significado como carrera, la distinción entre los movimientos que corresponden al hombre y a la mujer, al fin hemos superado ese mito. Si quedara alguien con esos pensamientos, será porque no ha oído o estudiado lo suficiente, y no alcanza a comprender qué es el arte.
—Alicia, ¿cuál es su ideal de lo estético, de la belleza?
—Hay dos cosas, al menos para mí: una es la belleza física y la otra la espiritual. Si las dos están bien uniditas, entonces es perfecto.
—¿Está lo clásico irremediablemente divorciado de lo popular, de la experimentación?
—El ballet tiene una gran riqueza de movimientos, una técnica muy grande; es el dominio completo del cuerpo. El bailarín de ballet puede hacer cualquier baile que se le pida, porque para eso se le forma. Es el máximo entrenamiento, aunque eso no quiere decir que a este artista van a agradarle todos los estilos. Bailar un gran clásico es romper el récord, como los atletas. Es difícil, pero si esa pieza tras varios siglos ha llegado al nuestro es por su valor; ese es el mérito del arte.
«Hace algún tiempo monté un ballet inspirado en Fabio Di Celmo, el muchacho que murió como consecuencia de la explosión de una bomba en el hotel Copacabana. Lo titulé Elegía para un joven. En escena los muchachos juegan fútbol con pasos de ballet. ¿No le parece que eso es popular?
«Todo depende de lo que se entienda por popular, porque para mí el ballet lo es, y mucho. Ahora, cuando llegue el Festival, se verán llenos los teatros».
—¿Qué importancia le concede a la crítica?
—Creo que tiene mucho valor, porque queda para el después, se convierte en historia. Cuando voy a hacer un personaje, un gran clásico, trato de buscar la crítica que se hizo en aquella época, reviso los periódicos y eso me refresca, me aporta nuevas ideas.
«Es una profesión de mucho tacto, porque un crítico tiene que saber lo que escribe, y si es de ballet, conocer lo que es y lo que ha sido a través del tiempo. Más que nada, el crítico ayuda al artista, porque lo está viendo como público. Pero no puede ser el mero hecho de criticar para destruir, sino para construir; ni sobrepasarse para que sea tan destructivo que acabe con el artista, ni tampoco adularlo de una manera absurda. Es una carrera dura».
—¿Por qué en Cuba no se practica este ejercicio, al menos con sistematicidad, aplicado al ballet?
—No tengo la menor idea; es más, todos los bailarines extranjeros que invitamos anualmente, me dicen: No, no podemos bailar... Giselle, por ejemplo —tan conocido por el BNC y que es tan apreciado por mí—, cómo vamos a enfrentarnos a ese clásico en Cuba con los críticos que ustedes tienen, que no perdonan ningún error... Yo los miro fijo, me sonrío y les digo: no se preocupen, aquí no tienen por qué temer. Me gustaría que hubiese críticas en los periódicos, pero es una lástima que no tengamos espacio.
—La vida de una ballerina no solo implica entrega; es una vida de renuncia. ¿Cómo es su dieta, un día cualquiera, ahora que, aunque no retirada, ya no calza las zapatillas de punta?
Se me aproxima, todavía más, como quien busca complicidad. Se lleva la mano derecha al rostro, y me dice:
—¡Ay, mis zapatillas!, si usted supiera cómo las extraño (se detiene unos segundos, y prosigue): mi vida entera la he pasado bailando. Hace un rato, antes de comenzar la entrevista, usted me vio hablando por teléfono acerca del montaje de La bella durmiente del bosque, porque me parece que el más indicado para un papel es uno y no otro. Sigo bailando, haciendo muchos ejercicios, calentamientos, y algunas veces le digo a Pedro: hoy tengo ganas de pararme en punta. Quizá un día lo haga, aquí en casa, para asombro de todos.
«Cuando monto las coreografías es como si bailara. De hecho, cuando asisto a la función, bailo muchísimo, porque como conozco todos los papeles, en mi mente oigo la música y se me contraen las articulaciones. Todavía sé con exactitud los músculos que trabajan, y automáticamente el cuerpo se contrae y funciona. No lo puedo evitar. Termino cansadísima.
«Como toda la vida he debido ser estricta con mi dieta, la verdad es que ya estoy acostumbrada. No sufro con eso. Siempre he tenido excelente apetito pero, de cierta forma, aún sé lo que debo o no debo comer. Hay que saber llevar vida de bailarina, no trasnochar, cuidar la figura, las piernas...».
—Hace unas semanas, al frente de la compañía, participó en las giras por Egipto y España. ¿De dónde extrae tanta fuerza, vitalidad, optimismo...?
—Es que cuando uno va y escucha los agradecimientos del público, te encuentras lo mismo con asiduos a este tipo de espectáculo que con personas que asisten por primera vez a una función de ballet, y me dicen: esto es inolvidable. Para mí es un estímulo enorme, me da esa fuerza que usted refiere, porque me siento necesaria, que lo que hago es importante.
«Además, soy de las que piensan que se necesita vivir intensamente. Creo que hay tanto, pero tanto por qué vivir, que de verdad lo voy a hacer por 200 años. Solo espero que la ciencia me ayude, y que descubra cómo estimular toda la fibra del cerebro, los músculos, para resistir y seguir andando. Ese es mi gran anhelo. Espero que se dediquen a eso en vez de inventar tantas formas de cómo matar lo más bello que tenemos: la vida».
—Hábleme del recorrido por la tierra de las pirámides, y del agasajo que le dispensaron en El Escorial, la Universidad Rey Juan Carlos y otras instituciones españolas.
—Nos pasamos dos meses de gira. Estar en Egipto, hacer esa función en El Cairo, ver de nuevo las pirámides, la Efigie, las tarimas... y sentir la música, el alboroto de los espectadores, me pareció maravilloso. Déjeme decirle que estuvimos, incluso, con los faraones (risas). Fueron emociones verdaderamente gratas. Me encanta ese país, su historia, su gente, todo.
«Después, llegar a España, patria de mis ancestros, es como entrar en casa. Además, fue allí, durante un viaje que hice chiquita junto a mis padres, donde aprendí los primeros bailes: la sevillana, la malagueña, el fandanguillo, la jota... y a tocar las castañuelas.
«En Barcelona ofrecimos 13 funciones de El lago de los cisnes, con el teatro a punto de “reventar”, y el público de pie, pidiendo todavía más. Está comprobado que ese clásico bien bailado causa sensación. Lo he visto montado por otras compañías y me han entrado ganas de llorar; el escenario me ha parecido un lago, de tanto llanto.
«Lo que sucedió en El Escorial fue muy bonito. Se presentó la función —se pidió que fuese Giselle— y nuestra compañía bailó estupendamente. Las primeras figuras lo están haciendo muy bien. Era un teatro nuevo, magnífico, pero que ofrece contadas funciones. Casi siempre permanece cerrado. Aquello estaba repleto de amigos, personalidades, admiradores... Se hizo con gusto y con absoluto respeto. Fue emocionante. Agradezco mucho ese homenaje».
—Alicia, ¿le seduce la fama? ¿Cómo asume el ser una figura pública?
—Bueno, es algo muy agradable; si le digo lo contrario es mentira. Uno disfruta que reconozcan su trabajo, porque mi fama viene por eso, por mi trabajo. Ofrezco algo que otros admiran y valoran.
«En ciertos momentos, por ejemplo, me encantaría sentarme en el Malecón, que me seduce particularmente, a sentir el aire, el olor a salitre, escuchar el mar... Pero si lo hiciera, al poco rato tendría alrededor mío a varias personas que vienen a conversar, lo cual no me disgusta, pero entonces ya no podría gozar tranquilamente, allí, sentadita en el muro sin que me perturben. Algunas veces digo: quisiera ponerme algo en la cabeza para que no me reconozcan, mas temo que no serviría de mucho.
«Pero le repito, es muy hermoso, para cualquier ser humano, que alguien se acerque a decir algo agradable, que lo distingan. Porque ¿no se da cuenta de que me da el sentido de que soy parte de este mundo, de que no estoy sola?».
—¿Quisiera comentarnos cómo concibió su Serenata goyesca, recién estrenada en La Habana?
—Oyendo la música. Pedro me puso el Concierto serenata para arpa y orquesta, del compositor Joaquín Rodrigo, que es una preciosa melodía, y de pronto pensé: me complacería hacer este ballet. Como la música tiene derechos de autor, le escribimos a la hija de Rodrigo, y ella nos devolvió una carta muy cariñosa, autorizándonos a utilizar la composición de su padre. Empecé a imaginarme el escenario, y me vino el recuerdo de los cuadros de (Francisco de) Goya.
«Cuando veía bien, siempre visitaba los museos, para contemplar las pinturas, porque ellas me daban el balance escénico perfecto. Las miraba y me decía: ¿cómo alcanzar esa maestría en el equilibrio de las formas, en la intensidad de la luz, para que adondequiera que uno mire, de todas formas resalte la figura deseada? ¡Cada pintor tiene tanto que ofrecer!
«Veía a las pinturas como pequeños ballets estáticos. Así me sucedió con todos los cuadros que he visto. Para un coreógrafo, la pintura es maravillosa, da muchas ideas de cómo lograr la armonía en escena y cómo conseguir que el público preste mayor atención en un momento determinado de la obra.
«Entonces, como le decía, me basé en algunos cuadros de Goya que recordaba: La gallina ciega, Baile a orillas del Manzanares, Las mozas del cántaro, El cacharrero... Son pinceladas que pasan por la escena. Creé el ambiente, y por supuesto, le imprimí un aire español. Para estar completamente segura de que lo tenía, consulté a una joven especialista».
—¿Qué actividades prevé la compañía para festejar su aniversario 60?
—Durante el Festival Internacional de Ballet, vamos a estrenar la gran producción: La bella durmiente del bosque, que muchos no han visto en Cuba, porque hace años que no se presenta. Tendremos una fuerte representación de España (cinco compañías) y de otros países como Italia, Dinamarca, Francia; viene una pareja del ballet de Maurice Béjart, compañías de Brasil, Argentina, Estados Unidos... Será una gran fiesta.
—¿Qué recomendaría a aquellos que no han alcanzado la «sensibilidad» para admirar y valorar al ballet como arte?
—En primer lugar, les diría que se están perdiendo la mitad de sus vidas. En el ballet hay mucha imaginación; y verlo es un bálsamo, un descanso, un reposo mental de todas las preocupaciones, los dolores de cabeza. Y al mismo tiempo, una demostración muy grande de lo que se puede hacer con el cuerpo humano, que es bien complicado. Eso es un gran estimulante, así que no pierdan más tiempo; vayan a disfrutar de una función de ballet.
—¿Ha pensado alguna vez abandonar el magisterio, despedirse de sus alumnos?
—Como pienso vivir 200 años, supongo que cuando se agote ese tiempo, tendría que hacerlo. Para entonces, ya no estaré aquí, estaré en otro planeta.
—A propósito, ¿de dónde le viene esa pasión por conocer la vida extraterrestre, que la lleva a «cazar» cuanta noticia acerca de estos temas se publica?
—No sé quién se lo comentó, pero es así. Creo que la cosa es genética. Aprecio mucho la vida, lo que veo; pero también me fascina el espacio, todo lo que se relacione con los planetas. Ahora mismo, aquí donde usted me ve, estoy loca por saber qué está pasando en Marte, si por fin descubrieron nieve, si al taladrar profundamente la superficie aparecieron vestigios que indiquen que hubo vida...
—De todo su legado, de lo que su figura representa no solo en el universo de la danza, ¿qué le gustaría que fuese conservado con mayor celo?
—Lo que quisiera es que me recuerden como soy.
EL CRÍTICO NO DEBE MORDER
Mientras Alicia ofrecía sus apreciaciones sobre el valor de la crítica, su esposo, Pedro Simón, atendía una llamada telefónica. Al colgar, como si sintiera una necesidad imperiosa, comenzó a hacernos señas, y ella me aclara: «le va a hablar a usted un crítico».
Pedro: «Tiene que haber un espacio, sistemáticamente, para ejercer la crítica, porque en una sola entrega no se dice todo; en otras ediciones se puede analizar algo distinto. No se trata solo de expresar una opinión, de hecho cada uno de los espectadores tiene la suya. Se supone que es una opinión autorizada, más profunda, una posición de pensamiento para colaborar. Como decía Martí, el crítico no debe morder, sino educar.
«Si se tiene una sección fija, el crítico se planifica: hoy voy a hablar del aspecto dramatúrgico, mañana de la música, pasado del estilo o de la técnica. También es importante conocer qué grado de desarrollo tiene el artista que se juzga, lo mismo si es joven o es ya uno “hecho”, para no exagerar demasiado los elogios.
«El crítico no puede ser un balletómano que se concentre en exaltar, por separado, a sus figuras idolatradas. Tiene que asumir la responsabilidad social que le toca. Evidentemente, en este país no tenemos críticos de ballet. Hay algunos intentos, pero...».
Alicia, que había permanecido atenta, interviene: «no están a la altura del desarrollo del ballet en Cuba; increíble, pero cierto».
Pedro: «En cuanto a la opinión de que los artistas se incomodan, le aseguro que es más molesta la crítica cuando viene de alguien que no sabe lo que está diciendo, que no está bien preparado. Cuando el especialista está suficientemente familiarizado con el ballet, aunque moleste, se tolera mejor. Es imprescindible que el personaje que critica tenga autoridad, porque si es un incapacitado, su trabajo es una gran ofensa».
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