ADIÓS A TERESITA FERNÁNDEZ, LA VOZ QUE DIBUJÓ NUESTRA INFANCIA
Por Michel
Hernández (Granma)
Foto: Yánder Zamora |
Ha
muerto Teresita Fernández cuando más la necesitábamos, cuando a los que tuvimos
la fortuna de crecer con sus canciones nos embarga la enorme preocupación de
que las nuevas generaciones —sobre todos los adolescentes— no tienen una
auténtica Teresita que los ayude a levantar los cimientos de su educación
espiritual. Un vacío que se notará realmente cuando los más jóvenes de hoy
crezcan y miren hacia atrás (si lo hacen), y descubran que no tienen mucho que
les recuerde que un día también fueron niños.
A pesar
de que los medios no aportan demasiado a que se conozca su obra, compuesta por
más de 500 canciones para niños y adultos y 28 rondas musicalizadas de Gabriela
Mistral, hay cantautores que, por suerte, mantienen vivo su legado como Kiki
Corona y especialmente Liuba María Hevia, una destacada discípula de Teresita
que en cada concierto le habla a los niños de esa extraordinaria mujer de pelo
como la espuma y mirada sabia que convirtió la humildad en orgullo y vivió con
el regocijo de haber sostenido su creación sobre las buenas acciones; de haber
sido fiel a su filosofía de vida; de haber creado una obra que se hizo grande
gracias a la sinceridad y la coherencia con que fue esculpida, una obra que hoy
iluminará el andar de los gatos en los tejados, de los perros callejeros, de
las luciérnagas en las noches de luna, de los seres que se pierden por ahí en
silencio buscando la belleza de las pequeñas cosas.
Hay
pocos recuerdos que atesoro en mis lances por estos mundos del polémico y
difícil oficio periodístico como la ocasión en que conocí personalmente a
Teresita. Era una tarde de junio del 2010 cuando una tropa de la Asociación
Hermanos Saíz llegaba a su pequeño y humilde apartamento en el piso 12 del
edificio de Infanta y Manglar, para entregarle el premio Maestro de Juventudes.
Ahí
estaba ella dando vueltas, inquieta por la sala, adornada solamente con los
diplomas regalados por los niños de los barrios del Cerro y de la ciudad de
Santa Clara, los retratos de la poeta Ada Elba Pérez, las imágenes de Cristo,
del Che, la Madre Teresa y un pequeño busto de Martí niño. Rodeada de sus
queridos vecinos, y de tres o cuatro maravillas de gatos que iban de un lado a
otro como si no quisieran perderle ni pies ni pisada a su amorosa dueña.
Teresita
recibió a los que irrumpimos la soledad de su habitación con su inseparable
tabaco, con su sonrisa de mujer buena, con su mirada de quien lo ha visto todo
y tiene un alma tan grande que puede perdonar los agravios de cualquier ser
humano, con la experiencia de quien viene de regreso de muchas vidas y aún
tiene deseos de dar salida a lo que ha visto por esos caminos de Dios su enorme
corazón, lleno de canciones por hacer, por cantar y de ganas de conocer cómo
son los niños de hoy, a los que, según comentaba, no había podido cantarles por
los achaques de la edad.
Después
de que invitó a los jóvenes a sentirse como en su propia casa, Teresita comenzó
a resucitar las aventuras vividas en su paso por el controvertido mundo de los
seres humanos; a revelar cómo nació la canción de aquel otro gatico que le puso
Vinagrito, por estar feo y flaquito; a hablar de la necesidad de profundizar en
Martí; a explicar que para ella el amor también está en el aire, en la quietud
de las noches tranquillas y en el viento que mueve las hojas de los árboles.
Pero
sobre todo, su conversación dibujó un universo muy especial cuando aprovechó el
momento para dar algunos consejos a los invitados. Entre ellos hubo uno que me
caló hasta los huesos. "Sé siempre una persona buena", me dijo con
una seguridad pasmosa, mientras me agarraba la mano como si quisiera grabar la
frase hasta en los más indescifrables vericuetos del alma. Como si tuviera la
total certeza de que esta máxima debía trascender aquel encuentro para
convertirse en una lección de vida para todos los cubanos en estos azarosos y
complejos días.
Ella no
dejaba de pensar en la sociedad que palpitaba detrás de sus ventanas, aunque
apenas salía de su apartamento, porque había hecho de la soledad su pasión; y
quería que los niños de ayer la recordaran solamente con esa fuerza vital con
la que siempre interpretó sus canciones, ya fuese en la calidez de las peñas,
como en los parques más destartalados, o en los escenarios más majestuosos.
En
todos los lugares era la misma y no dejaba pasar ni un instante para, sin
cobrar un centavo, cantarle a los niños con su guitarra las historias de las
palanganas viejas, de lo feo, de la belleza de los campos, de la lluvia, de las
estrellas, y de las travesuras de los perros callejeros. Si bien, como se dijo,
la vida la llevó a alejarse de los escenarios desde hace algún tiempo, la
trovadora permanece para siempre en un lugar muy íntimo de la vida de los que
conocimos el mundo a través de sus canciones, esos que tenemos en Teresita una
de esas inseparables guías espirituales que junto a nuestros padres nos iluminó
el camino desde los primeros años de la infancia, y que desde hoy todos debemos
tratar de que su legado ocupe el lugar que merece en la educación sentimental
de todos los niños y jóvenes cubanos.
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