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lunes, septiembre 03, 2007

Sueltos

Por Ciro Bianchi Ross (Juventud Rebelde)

Dice Orestes Ferrara en sus memorias que los saqueos de las mansiones de los machadistas a la caída de la dictadura, el 12 de agosto de 1933, no los inició el pueblo, sino gente de la alta sociedad que hasta entonces departió con los personeros del régimen depuesto y que sabía muy bien lo que encontraría en estas.

Me escribe ahora una de las nietas de Carlos Miguel de Céspedes, ministro de Obras Públicas, primero, y luego de Educación en el gobierno de Machado. Nada más y nada menos que el hombre que estuvo detrás de la construcción de la Carretera Central y el Capitolio, la Escalinata universitaria, el trazado de la Avenida de las Misiones y la remodelación del Paseo del Prado, entre otras obras, y cuya iniciativa le valió el sobrenombre de El Dinámico. Carlos Miguel era el propietario de Villa Miramar, la fastuosa residencia situada a la vera de la desembocadura del río Almendares y donde, desde 1955, abre sus puertas el restaurante 1830.

Me dice su nieta que cuando ya el saqueo de Villa Miramar se hacía inminente, su madre y sus tías, niñas entonces, fueron sacadas de la casa por su institutriz inglesa, que las condujo a la embajada británica, y que vieron, desde lejos, las llamas que consumían lo que fue su hogar. Escribe por último, y aquí viene lo interesante, que cuando, ya de regreso en Cuba, su familia visitaba a las antiguas amistades encontraba que muchas de ellas eran los nuevos y felices propietarios de obras de arte, objetos y muebles sacados de Villa Miramar durante el saqueo.

Quinta de dependientes

El hospital 10 de Octubre — antigua Quinta de Dependientes del Comercio de La Habana — no siempre tuvo su entrada principal sobre la calzada del mismo nombre. A fines del siglo XIX y todavía entrado el XX, el acceso a la casa de salud se hacía por la calle Alejandro Ramírez.

Durante sus primeros años, ese centro, que ocupa ahora tan vasto espacio, se limitaba a dos casas que tenían su frente sobre esa última calle. Entonces el servicio facultativo estaba en manos de solo dos médicos, los doctores Moas, padre e hijo, en tanto que de las labores de enfermería se encargaban monjas de las Siervas de María.

Buena suerte

Pablo Álvarez de Cañas, me decía su esposa, la poetisa Dulce María Loynaz, era un hombre con suerte. No sabía una palabra de inglés y empresarios cubanos le encargaban sus campañas publicitarias en Estados Unidos; no fumaba y tenía la representación internacional de los puros habanos; no era capaz de escribir una línea y su columna en El País era buscada y leída cada mañana por miles de personas. Pablo era el cronista social de ese periódico y confiaba a sus ayudantes la redacción de su espacio. Luego, eso sí, antes de enviarla a imprenta, asumía él mismo la revisión de la página a fin de fijar la precedencia de los invitados a un acto y calibrar los adjetivos. Era en eso un maestro a quien ningún colega aventajaba.

Veamos, contado por Dulce María, cómo fue la entrada de Álvarez de Cañas en el mundo de la alta sociedad habanera. En ese entonces Pablo era todavía solo el pretendiente rechazado de Dulce María Loynaz. Lo rechazó durante 26 años consecutivos y solo lo aceptó cuando ella tenía ya 44 años de edad y un divorcio en su haber. Por cierto, en 1999 se publicó en Canarias el álbum de bodas de Dulce y Pablo. Una verdadera joya bibliográfica que llegó a mis manos gracias a la amabilidad de mi amigo el escritor Rafael Horta.

Dice Dulce María que en 1924, María Luisa Gómez Mena, futura condesa de Revilla de Camargo, pues lo sería a partir de 1927, tuvo la ocurrencia de celebrar en su mansión del Vedado un baile de disfraces según la moda del Segundo Imperio. Pablo, que había llegado a Cuba desde Tenerife para laborar como pesador de caña en un central azucarero, pero que comenzaba a gozar ya de cierto arraigo social, no conocía a esa señora y no podía soñar con ser invitado a la fiesta, invitación que constituiría un espaldarazo en su carrera. No se trataba del baile en sí, sino de la posición social que de asistir a él le sería reconocida, posición que trascendería a muchos campos y que le franquearía otras muchas puertas.

Fue entonces que surgió la primera dificultad para los organizadores del sarao. Para realzar más el espectáculo, ya de por sí brillante, se quería que a mitad de la fiesta los bailadores ejecutaran un complicado baile de época. Pero, ¿cuál sería ese baile? Alguien sugirió el minué, y otra el rigodón, porque decía haberlo bailado en los días de la visita a Cuba de la infanta Eulalia de Borbón. Se rechazaron ambas propuestas porque el minué no se bailaba ya ni en tiempos de María Antonieta, y el rigodón solo se había puesto de moda tras la caída del Segundo Imperio.

Surgió una nueva idea: ese baile complicado sería una danza de Lanceros. Cundió el entusiasmo. Sí, los Lanceros, aclamaron todos, pero la aceptación dio paso a otra dificultad. Nadie en Cuba recordaba los pasos de esa danza.

Precisa Dulce María Loynaz: «Hablando del problema — cosas así podían constituir un problema en una era en que no había que hacer colas ni pensar en la carrera armamentista —, hablando pues del problema en casa de una de las viejas y aristocráticas amigas de Pablo, esta presentó enseguida la ansiada solución». Pablo sabía bailar los Lanceros. Lo hizo muchas veces en salones obsoletos y empolvados de su tierra natal y estaba dispuesto a iniciar en los misterios de esa danza a las jóvenes parejas del baile de la Revilla de Camargo.

Corrió la señora a comunicar la nueva a la condesa, que se alegró con la noticia, pero que quedó desconcertada cuando supo que aquel joven gentil y correcto no cobraría nada por sus lecciones. Recibir un servicio sin tener que pagarlo era algo que ella no entendía y no sabía cómo proceder ante el ofrecimiento. «Yo creo que quedas bien con invitarlo a tu fiesta», dijo la señora a la condesa, que prefería pagar que invitar. Preguntó: ¿Cómo es el joven, se conduce con corrección en los salones, qué sabes de su familia? Sobre la familia de Pablo, la señora no sabía nada, pero podía dar fe de su corrección. «Recíbelo, puesto que lo necesitas. No pierdes nada; lo valoras y si te disgusta, con no volver a darle entrada resuelves el asunto».

Recordaba Dulce María: «Eso pensaba ella, porque no sabía de la sutil habilidad de Pablo. Una vez que le abrían una puerta, no había manera de cerrársela. Quedaba instalado en su recinto por todo el tiempo que se le antojaba».

Pablo enseñó a los jóvenes bailadores los graciosos arabescos de los Lanceros, tomó el té con la condesa en las tardes de los ensayos, mandó a hacer su disfraz, que pagó a plazos, fue al baile y se convirtió en el rey de la fiesta. Se ganó a toda la concurrencia.

«Esa misma condesa, ante quien se había presentado como un desconocido, lo tenía constantemente invitado a su mesa cuando estaba en La Habana, y era ya tradicionalmente, hasta que nos casamos, su compañero fijo en los sonados Bailes Rojos, que una vez al año celebraba en el archielegante Country Club», concluía Dulce María Loynaz.

Primero restaurante

Mire usted las curiosidades de la vida. Villa Miramar se convirtió en un restaurante cuando a la muerte de Carlos Miguel de Céspedes sus hijas vendieron la fastuosa residencia. Lo interesante es que en el espacio que ocupó la casa hubo a fines del siglo XIX un restaurante. El Arana, que, dice mi sabio colega, el maestro Alberto Pozo, fue famoso por su arroz con pollo a la chorrera y su bacalao a la vizcaína, y sitio favorito de los oficiales españoles en sus salidas en familia.

Con la ocupación militar norteamericana y el auge del Vedado como barrio preferido por la burguesía, la edificación pasó a ser hotel, el Hotel La Mar, y lo fue hasta que los padres de Carlos Miguel construyeron Villa Miramar, que no sería habitada por el astuto político hasta después de la muerte de sus progenitores. A su regreso a Cuba, a fines de los años 30, Carlos Miguel reconstruyó la mansión y donó a la Iglesia Católica los terrenos de su célebre chalet suizo, en el Country Club, arrasado también y reducido cenizas a la caída de Machado, y donde después se edificó el bellísimo templo del Corpus Christi.

¿Por qué se escogió el de 1830 como nombre del restaurante? Sucede que el inmueble fue comprado por los propietarios del restaurante La Zaragozana, que abrió sus puertas en esa fecha, y de ese modo se quiso recordar el acontecimiento.

Brindis de salas

Ha viajado por medio mundo. La crítica lo halaga en todas partes y en todas partes sabe el artista llevar al público a un clima de delirio. Sorprende con sus grandes golpes de arco, sus facultades fenomenales, la fantasía brillante y un repertorio erizado de escollos que sabe siempre vencer. Le llaman el Paganini negro, y Alejo Carpentier no vacilaría en calificarlo como uno de los músicos más brillantes del siglo XIX cubano. Pero en 1901, fecha de su último viaje a Cuba, Brindis de Salas anda de capa caída. La música avanzaba por nuevos derroteros y su genio declinaba. Moriría en la Argentina, olvidado y en la mayor miseria, en 1911. Pero en aquella visita a Cuba quiere el violinista, si no recuperar el sitial perdido, ganar al menos algunos pesos.

Y es así que hace presentaciones no solo en La Habana, sino en localidades del interior. De su estancia entonces en Camajuaní hay una anécdota deliciosa, que me cuenta el lector Manuel Andreu Pérez.

Había parrandas en Camajuaní y el pueblo lucía engalanado por la fiesta y la presencia de Brindis de Salas, que ofreció un concierto en la sociedad Unión Española en la noche del 21 de marzo. Pero la noche antes, Juan R. Delgado Limendoux, un poeta repentista mulato, célebre en aquellos días en la zona central de la Isla, esperaba con ansiedad en el restaurante del hotel Ambas Vías (hoy Cosmopolita) que el artista bajara de su habitación. Cuando al fin lo vio descender por la escalera, empuñó su guitarra y cantó: «Venga usted, Brindis de Salas, / a cantar con Limendoux. / Yo canto con prontitud, / con voz fresca y mente clara. / Y si hoy la suerte depara / el que lo haya conocido, / baje su violín dormido / y hágalo aquí despertar, / que hoy vamos a celebrar / hasta que haya amanecido».

Para sorpresa de todos, Brindis volvió sobre sus pasos y bajó con su violín, nada menos que un Stradivarius, con el que acompañó al repentista y cantante en su interpretación de piezas cubanas. La cosa se puso fea para el violinista cuando Limendoux acometió las notas del punto cubano con su guitarra. Quiso imitarlo el artista con su violín y no pudo. Los que observaban la escena rieron entonces de buena gana y también el notable músico rió de su torpeza mientras se estrechaba con Limendoux en un cálido abrazo.

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