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lunes, julio 02, 2007

Brindis de Salas: Fantasías de un violín

Por Josefina Ortega (La Jiribilla)

En la noche del viernes 18 de diciembre de 1863 se producía un concierto singular en el Liceo de La Habana.

Junto al afamado violinista belga, Joseph Vander Gutch, estaba en el escenario el no menos notable pianista y compositor cubano Ignacio Cervantes. Junto a ellos tocaba otro violinista de prestancia insólita que acaparaba la atención del público: un niño negro de 11 años, considerado por muchos como un prodigio en la música.

El programa incluía temas como “Aire variado”, de Beriot; “Fantasía”, sobre motivos de “El Trovador”, de Alard, y “Variaciones sobre un tema del maestro Rodolfo”, compuesta por el jovencísimo intérprete, quien a los ocho años ya había compuesto la danza “La simpatizadora”.

Se llamaba Claudio José Domingo Brindis de Salas y Garrido, y estaba dando los primero pasos en un camino que lo llevaría a ser uno de los violinistas más famosos de todos los tiempos.

Con los años se diría de él que tenía un “estilo apasionado, ejecución brillante y hasta diabólica en muchos casos… su mano izquierda ha llegado materialmente a identificarse con el instrumento… posee, además, un tono hermoso, un arco potente y flexible a la vez… y, sobre todo, esto tiene una feliz organización, una imaginación viva y un carácter enérgico”.

En medio de su apogeo era descrito físicamente “alto, varonil, esbelto, garboso”, pero también que “como intérprete era incorrecto, no siempre respetaba la obra. Conocía las debilidades del público. Era efectista”.

Pero todos coincidían en que era el mejor, incluso para algunos mejor que José White, otro cubano grande del violín y ganador como él —5 años antes— del 1er premio en el Conservatorio de Paris, adonde llegó ya con una técnica depurada y exquisita.

Largo e intenso fue su currículo artístico, durante el cual se ganó entre cierta prensa el sobrenombre de “El Paganini negro”, “El Paganini cubano” o “El Rey de las Octavas”. Fue el primer cubano que actuó en un escenario ruso —San Petersburgo, 1880—; y en la ciudad italiana de Milán un periódico publicaba una nota en la que se afirmaba que “… arranca del violín dulcísimos sonidos, acentos apasionados y aún en las más difíciles variaciones conserva una serenidad, un buen gusto y una pureza de entonación verdaderamente envidiables”.

En Florencia se afirmó que tenía “... un portamento de arco ligerísimo y al mismo tiempo una energía que lleva impreso el ímpetu característico de su raza”.

Tuvo el título de Barón de Salas, recibió la condecoración Águila Negra, de un emperador europeo.

Nacionalizado alemán ­—casado con una alemana con la que tuvo dos hijos­—, sus últimos años en tierra germana los vivió en Kantstrasse número 56, en una enorme mansión, en cuyo primer piso esta instalada una fabrica de pianos de la que era copropietario.

Profesaba gran amor por Cuba y fueron muchas las audiciones que realizó para beneficio de la causa cubana.

Dicen que padecía de frecuentes estados de melancolía y depresión, durante los cuales se encerraba en una habitación. Dicen que “empezó a sentirse negro” y buscaba desesperadamente inspiración en su origen para crear una música auténtica: durante 1903 y 1905 estuvo visitando en Santiago de Cuba una Sociedad Negra que existía en la calle Alta de Sagarra y, aunque continuó haciendo con bastante éxito giras internacionales por el mundo, se notaba su decadencia física y material. Dicen, también, que llevó una vida demasiado desordenada y bohemia.

Dejó este mundo, pobre y olvidado. Lo encontraron desplomado, el 31 de mayo de 1911, “medio muerto de hambre”, en el recio invierno austral de una calle de Buenos Aires. En Argentina, en tiempos de gloria, le habían regalado un stradivarius. En un centro ­bonaerense de asistencia pública murió en la madrugada del día 2 de junio.

Había nacido el 4 de agosto de 1852, en la casa marcada con el número 168 de la habanera calle Águila, poco después de cumplirse los 100 años de haber llegado el primer violín a Cuba.

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