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jueves, agosto 09, 2007

Palabras perdidas

Por Ciro Bianchi Ross (Barraca Habanera)

El lector español Ricardo Torre ha estado enviándome en estos días listas de palabras ya en desuso y que, sin embargo, fueron habituales en el leguaje de los abuelos. Me cuenta que recientemente finalizó una iniciativa, en la que participaron internautas de todos los países de habla española, para salvar palabras que ya no se utilizan, y precisa: “La idea de recuperar las palabras de nuestros mayores me parece tan hermosa como necesaria. Hay que apadrinar palabras para salvarlas del olvido y la orfandad. Las palabras de nuestros abuelos nos están lanzando un SOS de auxilio desde la lejanía de nuestra niñez”.

Dice Torre que la palabra más apadrinada y que, por tanto, resultó ganadora, fue bochinche, que significa desorden, confusión, y es sinónimo de alboroto. Comenta que dicho término se usó poco en España y que en la encuesta fue votada mayoritariamente por los países latinoamericanos. En Puerto Rico y Colombia, bochinche es cuento o chisme, y en México, baile o fiesta casera. Añade mi corresponsal que antes que bochinche, él hubiera preferido otra voz muy parecida en su significado y de amplio uso otrora en su país: chinchar, por fastidiar o molestar.

Otras de las palabras que me envía Ricardo Torre son amartelar, alcancía, apañar, arregostarse y bigardo. Se llamaba amartelados a los novios muy cariñosos y acaramelados, aunque a mí se me antoja mejor una voz que serviría para designar el “cuerpo a cuerpo” de una pareja de enamorados, en un lugar público y con indiferencia a las miradas y comentarios ajenos. Era apañado aquel que iba a lo suyo, sin importarle nada más. He escuchado ese término para referirse a algo barato: Los precios en este restaurante están apañados. Se llama arregostarse a aficionarse a algo, en tanto que un bigardo es un vago. Dice Torre: un vago al cuadrado.

Otras palabras en desuso que remite el lector español son cachivache, cascajo, cachaza, cacho, canijo, carlanca, cascarrabias y cascar. También caterva, cavilar, cháchara, chambi, chiripa, chispear… Caterva es sinónimo de pandilla o multitud: una caterva de chanchulleros. Existe un cubanismo, poco usado igualmente, que también significa multitud: mole: son una mole de descarados. Chambi es lo que ahora llamamos un helado, en especial, el de barquillo, y chiripa es la casualidad favorable y, en el billar, suerte favorable que se gana por casualidad. Está vivo de chiripa; de chiripa logró alcanzar el avión… Y chispear es echar chispas y también quemar. Relucir, brillar, destellar. Y además, lloviznar, salpicar. Cuando en Cuba se dice que alguien se chispeó es que, por un motivo u otro, se enfureció. Pero chispearse es además mojarse el calzoncillo…

De todas las palabras perdidas que, salvadas por los internautas, me remite el amigo Ricardo Torre, la que él prefiere es chirimbolo. Sencillo y bonito término, dice, que nos exonera de aprendernos los complicados nombres que la tecnología moderna nos obliga a digerir diariamente. ¿Para qué embrollarnos la vida con la memorización de los nombres de componentes y partes de automóviles, computadoras, teléfonos celulares si con una sola voz, chirimbolo, resolvemos el problema?

A PIQUE

Hay voces y frases cubanas en pleno desuso. Ya llama nadie llama bomba al agua tibia ni nadie está a pique de conseguir empleo. No hay aprendices de carpeta en los departamentos de contabilidad y los contadores ocupan el lugar de los tenedores de libros. No se pide en el mercado una burena de huevos, sino una decena, y no se habla de toñada para aludir al grupo de pichones en el nido. Apenas se escucha la frase: No doy avío para significar que no se da abasto, como tampoco aquella otra de que a fulano lo pusieron como botija verde con los insultos que le propinaron en la calle.

Ya no hay escolares modorros, aunque puede haberlos desaplicados. Ni mesiteros o mesilleros, palabras con la que se designaba a los que ante una mesa vendían su mercancía en un paseo o lugar público. Se les llama ahora merolicos, palabra tomada de Gotica de gente, una telenovela mexicana que gustó mucho aquí en los 80. Y también de una telenovela, pero brasileña, Vale todo, vino paladar, que sacó del vocabulario cotidiano a la fonda de siempre. Tampoco hay ya cantinas; hay bares.

Gurrumina ya no se emplea. Es, se dice, una voz vasca con la que en esa región se llama a la contemplación excesiva de la mujer propia, pero que, cubanizada, quería decir poca cosa, insignificante. Planazo, fuetazo o cocotazo sustituyen ya al cubanísimo chancarrazo, trago de bebida alcohólica y acción de beber en exceso. Me cayó encima tremendo flay decía el que debía asumir una tarea difícil o sufría una molestia excesiva.

Fogaje, muy común entre menopáusicas e hipertensos, por sofoco o bochorno, quedó también al campo. En los hospitales no se alude al especialista de Garganta, Nariz y Oídos, sino al Otorrinolaringólogo ni al de Piel y Sífilis, sino al Dermatólogo. Tampoco hay especialistas de Vías Digestivas ni de Vías Urinarias, sino Gastroenterólogos y Urólogos y los tisiólogos y los cirujanos parteros pasaron a ser neumólogos y obstetras. Hasta un nuevo término surgió para designar a quienes se ocupan de los Rayos X, los ultrasonidos y las resonancias magnéticas: Imagenólogos.

PRÁNGANA

“El banco pierde y se ríe; el punto gana y se va”, se decía, pero había banqueros que salían abancuchados del juego, esto es, desbancados o arrancuchados. Y banqueaba el banquero en el juego o los negocios.

Toda una serie de términos se fueron perdiendo en la repostería criolla. Nadie recuerda un dulce cubanísimo como la cafiroleta, elaborado con boniato y coco. O el atropellado, que incluye cascos de guayaba en su masa o pasta de la misma fruta. Ni el cacalote, dulce de origen mexicano y que se prepara con maíz tostado, azúcar y miel de abejas. La clásica frita, esa especie de emparedado popularísimo formado por dos capas de pan, carne molida, cebolla y papas fritas, ahuecó el ala para ceder su puesto a la hamburguesa.

Ya al penoso no se le llama ciscado, sino inhibido. Prángana, que tal vez provenga del portugués (plaga, azote, calamidad) significa miseria o inopia. Esta es también una palabra perdida, aunque verdaderas pránganas son algunos bocaditos que venden por ahí. La voz pacotilla, tan empleada en los últimos años, viene de muy lejos. Tripulantes y pasajeros de las flotas que en tiempos de la colonia tocaban el puerto habanero dos veces al año en sus viajes entre España y América, llevaban a la metrópolis tabaco de pacotilla. Porque esa voz que designa por extensión a cualquier género de inferior calidad, es la cantidad de mercancía vendible que pueden llevar por su cuenta marinos y viajeros. Antes, cuando un residente en la periferia salía de compras al centro, “iba a La Habana”; ahora “va a la shopping”. No hay programas para la erradicación del mosquito o para la limpieza o el embellecimiento de una ciudad. Hay “campañas”. Y se dirigen siempre desde “un puesto de mando”.

Viene del ayer y persiste el cubanismo busca. Son los aledaños, las ventajas o las entradas más o menos lícitas o, por lo general, ilícitas del todo que se agencia un funcionario o empleado. Multa ya no es solo la pena pecuniaria que puede imponer una autoridad competente; es también el sobreprecio que de manera ilegal se le asigna a un producto en determinado establecimiento, con la afectación consiguiente del cliente y el beneficio del tendero. La práctica no es nueva. El multar de ahora es el emplumar de antaño: Le emplumé el búcaro en más de lo que vale. Zorra equivalía a prostituta, en tanto que hacerse el zorro correspondía a mostrar ignorancia o distracción. Zorrear es ahora flirtear. Sigue siendo común la palabra mota, la borla finísima con que se aplican los polvos. Apenas se escucha ya, sin embargo, la voz motera que designa al recipiente que los guarda. Nada tiene que ver con la belleza ni la higiene la expresión pasar la mota. No es otra cosa que guataquear, adular.

Hacía maromas quien debía estirar su salario para llegar a fin de mes y era un maromero quien actuaba de manera que atraía la atención sobre sí. Un galán hacía maromas delante de una muchacha o le vendía listas para enamorarla. Emparrillarse no era lo que es ahora: transportarse en la parrilla de una bicicleta, sino acostarse, tenderse. Embalado no quería decir envuelto o envasado, sino precipitado, acalorado, furioso. Machacante no era el que machacaba, sino el ordenanza o ayudante, todo aquel que auxiliaba a otro en una labor manual. En Pinar del Río se llamaba sabina al curioso dado enterarse de lo que no le importaba, y en Camagüey era marcopérez una mujer más cursi que ridícula.

¡VAYA NOMBRECITOS!

Van cayendo en desuso patronímicos tradicionales como José, Andrés, Miguel, Bárbara, Antonio, Carmen, Aurora, Pedro, Ángel… Uno no puede dejar de alegrarse de que haya llegado la extinción para otros como Patrocinio, Socorro, Procopio, Melquíades… Nombres más o menos raros hubo siempre. Pero hay ahora nombrecitos que se las traen. Leoannis, Odielsys, Disley, Mape, Luibis, Taimí, Yoerkys, Yusimí, Zulaidys… que no se sabe, al leerlos o al escucharlos, a qué sexo corresponden. Un niño que hoy se llame Rafael o Marcos, Ángela o Javier podrá, con su nombre extraño, no sentirse cómodo entre las equis, las zetas y las yes de sus compañeros de estudio.

Claro que el lenguaje se hace y se enriquece todos los días, y si no se cuida, se deshace y empobrece. Por eso resulta válido el intento de rescatar, hasta dónde sea posible, las palabras de los abuelos, sin rechazar por ello las nuevas palabras. Pero sobre aprender a usarlas con propiedad. Recuerdo que una vez el poeta Eliseo Diego me dijo que la palabra era como un potro salvaje que uno tenía que domeñar.

Por eso no resisto a cerrar esta página sin reproducir el texto de dos carteles que vi en estos días. Uno, en una oficina pública, dice:

Atención a la población
Lunes, miércoles y viernes
De 8:30 a 4:30
Horario aperturizado
Martes y jueves
De 8:30 a 7:30

Y este otro, en la vidriera de una juguetería del Vedado:

“Mercancía rebajada de precio por pérdida de atributos”.

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