De mujeres, silencios y amores
Por Mileyda Menéndez (Juventud Rebelde)
Cae el telón. Con sus aplausos, el público exige una vez más la presencia de las actrices sobre el escenario. A la salida de la pequeña sala del Museo Colonial, una joven espera por el director y la autora de la obra. Pregunta si puede volver la próxima semana con su mamá. Lo necesita mucho.
Días atrás, otra muchacha apareció con un cake para agradecer al elenco, no solo por su magnífica actuación, sino también por su valentía y sensibilidad en este feliz intento de representar una temática que tiene aún muy poco espacio en el debate público y familiar en esta Isla.
La obra en cuestión, De hortensias y de violetas, comedia escrita por Esther Díaz, fue premio en el 2004 del Concurso Internacional de Dramaturgia Femenina La escritura de la diferencia, en Nápoles, Italia.
Cuatro mujeres, todas jóvenes, dibujan en el escenario, bajo la dirección de Nelson Dorr, un conflicto que puede estar ocurriendo ahora mismo en el interior de muchos hogares cubanos, pero del que raramente se hablará puertas afuera, donde lo hiera el sol.
¿CIGÜEÑA O PAPÁ?
Alejandra y Gabriela conforman una pareja amorosa. Para consolidar «su» familia, la primera anhela tener un hijo. Por eso acude al servicio de fertilidad asistida de un hospital, donde le informan que debe ir... con su compañero sexual.
No importa si es o no el esposo: como requisito formal —que no legal— necesita de un hombre para avalar su voluntad de ser madre.
Como norma asumida socialmente, el rol materno debe al menos empezar bajo la sombra de una figura masculina, aun cuando es sabido que en un por ciento significativo de divorcios será ella quien asuma después, casi en solitario, la educación, cuidado y manutención de la prole.
Pero Alejandra está dispuesta a saltar todas las barreras, ya sean institucionales, culturales o psicológicas. Su elección de amar a otra mujer no la lleva a renunciar a todo lo que el imaginario popular atribuye a su género: la delicadeza, la ternura, el arreglo personal, la esperanza de dar vida...
Tal voluntad la coloca en el vórtice de innumerables contradicciones, y rompe el equilibrio que ellas cultivan en el minúsculo jardín de una estrecha habitación sin ventanas, a pesar de la indiferencia —cuando no el desprecio— de las demás personas.
Las primeras trabas se dan al interior de la propia pareja, cuando Gabriela pone sobre el tapete las dificultades que entrañaría hacerse cargo de una criatura en una sociedad tradicionalmente homofóbica y poco dada a respetar decisiones ajenas cuando se trata de algo «tan sagrado» como la familia.
Antes de conocer a Alejandra, su conducta se apegaba a estereotipos masculinizados. El amor le hace romper esquemas y disfrutar también de la mujer que lleva en sí misma... pero duda del rol que le tocaría en esta nueva historia: ¿acaso el del padre, o el de la cigüeña? A fuerza de censuras vividas, termina haciendo el juego a sus propios censores.
Su discurso sigue un cauce poco escuchado en el ámbito caribeño, no tanto por falta de voces, como de receptores dispuestos al diálogo constructivo: «Si uno es mujer, pues lo es y ya. No tiene por qué vestirse o moverse como un hombre... No estoy muy segura de que amemos lo mismo... No sé qué es lo que ama un hombre en una mujer... Supongo que este amor es tan irracional y arbitrario como cualquier otro».
Por el hilo de estas reflexiones, la trama escapa de la magia íntima de estas parejas (poco explorada aún por la ciencia y el arte) hacia el espacio abierto de lo social, hacia los cambios vertiginosos que se van dando en la forma de abordar este fenómeno, en unos países más rápido que en otros.
El salto viene de la mano de Delicias, también homosexual, cuyo viso humorístico ayuda al público a reflexionar sobre tema tan serio de una manera muy cubana: desde el absurdo, la indiscreción y la comparación hiperbólica.
En cambio Alma, la hermana de Alejandra, heterosexual y casada, representa a esos otros que «no entienden», esos cuya tranquilidad depende de marcos prediseñados por la costumbre y altamente discriminatorios, mientras se escudan en la mentira para evitar estigmas, incluso a costa del sufrimiento propio y del de aquellos a quienes aman.
Como para probar que la vida no es un esquema, la historia se resuelve de forma inesperada, pero feliz, y el público se marcha con nuevas dudas, pero muchas certezas. Una de ellas, que lo diferente puede no ser lo estipulado, pero encuentra fuerzas para salir a flote, sobre todo cuando se trata del amor, un sentimiento tan ajeno a mezquinas parcelaciones.
EXAMEN DE CONCIENCIA
De hortensias y violetas aparece en 1999, cuando a la autora se le ocurre visitar el servicio de maternidad asistida de un hospital capitalino en busca de un tema cuya riqueza pudiera trasladar al teatro.
Allí tropieza con un mundo «curioso, de contradicciones», en el que más de una Alejandra ha tenido que crecerse alguna vez para sortear absurdas disposiciones que, tal vez sin malicia, no toman en cuenta la multiplicidad de situaciones que podrían presentarse en ese tipo de servicio.
Su propósito era abordar el concepto de familia desde un ángulo más amplio, desde el respeto a la diversidad que caracteriza la labor creativa de esta autora, en todos los niveles: «Quise invitar a la reflexión acerca de los estereotipos existentes en torno a las mujeres que aman a otras mujeres, el ejercicio y respeto de la responsabilidad individual y el necesario espacio social para la manifestación de la diferencia».
Y diferente fue el público que asistió a cada puesta, en edades, niveles y posiciones respecto al tema, pero todos le confirmaron que una obra de teatro no es solo un momento estético, en tanto permite el diálogo con los prejuicios propios y el examen revelador de aquello en lo que nos discriminamos a nosotros mismos para cesar en el desprecio a los demás.
Por eso la presentación de la obra en el CENESEX resultó un hito en su experiencia como escritora y mujer, especialmente por el debate generoso suscitado entre las actrices, especialistas del centro y esas personas que en la búsqueda de su identidad se enfrentan cada día a los viejos mitos desde las nuevas fórmulas que impone el mestizaje social con que estrenamos este nuevo siglo.
Como socióloga además, y profesora universitaria, Esther se pronuncia por un mayor tratamiento en los medios de temas como el lesbianismo, el transexualismo y otras variantes de la sexualidad humana. La ética es su blasón, y no la tolerancia, «que siempre establece dudosas jerarquías».
A diferencia del homosexualismo masculino, cuyo abordaje en el campo científico y de la opinión pública es ya más visible y hasta desprejuiciado, la pareja lésbica es un fenómeno que la sociedad castiga aún desde el silencio.
La negación alcanza, incluso, un derecho tan natural y reconocido a todas las mujeres como es el de ser madres, con independencia de su estatus social, económico, religioso o racial.
Pero si la ciencia ha logrado vencer muchos de los obstáculos biológicos que pueden impedirlo por la vía convencional, no deben ser los estereotipos culturales los que sancionen tal realización, mucho menos en una pareja donde en lugar de un útero, hay dos.
Una vez más, cedemos la palabra a Gabriela en este asunto: «...la vida es rica y diversa. Los especialistas en colocar barreras, etiquetas y carteles de “Prohibido el paso”, somos nosotros, los queridos seres humanos».
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