Así nació el solo de piano
Por Gabino Manguela Díaz (Trabajadores)
Hoy nadie osaría pensar en la música popular cubana sin la presencia del ya tradicional solo de piano; y muchos, quizás la gran mayoría, puede asumir que siempre existieron esas imaginerías del pentagrama.
Entre muchos, siempre me extasió la elegancia de Rubén González, la sabrosura de Adalberto y los tumbaos de Manolito, y lamenté que no me tocara en tiempo disfrutar de Lilí, el pianista de Arsenio, por citar únicamente a los que llegan primeros a mi mente. Sus solos, únicos e irrepetibles, constituirían lecciones obligadas en escuelas e instituciones musicales respetables, pero jamás me detuve a pensar en el atrevido que inició el camino del coloquio con su propia inspiración pianística.
Por ello, literalmente me di de bruces con la información del colega Virgilio Diago sobre el nacimiento del llamado solo de piano, hecho que tuvo lugar en el mes de febrero de 1926, bajo los acordes prodigiosos de Antonio María Romeu, apodado El Mago de las Teclas.
Antes de esa época el piano se utilizaba como acompañante en las orquestas con formatos de charanga y quizás por lo difícil de su traslado, o por tradición, muchas afamadas agrupaciones amenizaron fiestas sin el hoy imprescindible instrumento.
Por los años 20, época de inusitado empuje de la música bailable en el país, los grupos — ya fueran soneros, charangas o danzoneros — eran contratados con determinados requisitos: había que tocar el número de moda, aunque no fuera propio, y estrenar alguna canción, la mayor de las veces dedicada al lugar en que se interpretaba por primera vez.
El cumplimiento de tales obligaciones significaba una mayor remuneración y dieron lugar a famosas piezas, entre ellas Buena Vista Social Club, de Orestes López, y Unión Cienfueguera, de Enrique Jorrín, y popularizada en el estilo de la Aragón.
En la ya citada fecha, en plenos carnavales de La Habana, la Sociedad Unión Fraternal —institución de negros que gozaban de alguna distinción económica — contratan a la orquesta de Romeu, ya un destacadísimo músico, y quien con el paso del tiempo engrosaría la lista de los imprescindibles en el pentagrama de la bien llamada Isla de la música.
Antonio María, que nunca llamó a su orquesta charanga sino “charanga francesa”, no necesitaba que en su contrato apareciera la cláusula de la pieza musical de moda. Era la orquesta más popular del momento y habitualmente una o varias de sus composiciones estaban incluidas en los hits parades. Para gusto de los bailadores, Romeu tocaba no uno, sino varios de los números de moda.
Llegada la hora del estreno, el delegado de la orquesta le recordó al maestro la citada cláusula, pero El Mago había olvidado el compromiso.
“Mira chico — le dijo —, vamos a coger el pedazo del danzón que estuvimos ensayando; lo tocamos y a partir de ahí que me sigan, en especial el güiro y el contrabajo”.
Del dicho al hecho. Rompió la orquesta a tocar y en el momento previsto, Antonio María comenzó a hacer filigranas, acordes magistrales sobre el teclado, pero siempre, con exactitud milimétrica y dentro del compás que le signaban el güiro y el contrabajo.
Un ambiente raro, como de maravilla, se adueñó del local, existente aún en la calle Revillagigedo, en pleno corazón de La Habana Vieja. Las parejas detuvieron su baile y, de frente al escenario, se sintieron sabedores de un acontecimiento inusitado. ¿Hasta dónde llegaría El Mago?, se preguntaron muchos.
Al concluir la pieza, una desbordada exclamación de júbilo se adueñó del lugar. Quizás ni el propio Romeo lo supo entonces: nacía, del sentimiento y la inspiración, el famoso solo de piano y, dicho sea de paso, con una canción devenida mítica joya: Tres lindas cubanas.
El instrumento dejaba su papel secundario y se convertía en protagónico de las orquestas charangas y de todo el pentagrama popular cubano y hoy, casi ocho décadas después, pianista que se respete, tiene que saberle al solo, pues, en caso contrario, difícilmente encuentre espacio hasta en el menos conocido de los grupos de la música bailable en el país.
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