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sábado, julio 09, 2011

PÁGINAS PARA CHUPARSE LOS DEDOS

Por Susadny González Rodríguez (La Jiribilla)

La narrativa antillana cuenta con memorables páginas para “chuparse los dedos” —como diría el buen cubano cuando satisface el paladar—, y no solamente por la excelente factura que le han impreso autores al arte de contar, sino por haber traslado al papel, con exquisita originalidad, un acto tan creativo como el de cocinar.

Nuestra posición estratégica nos hizo crucero de los pueblos y también de sus cocinas. En consecuencia, la culinaria cubana es una fusión donde confluyen deliciosamente mezcladas, cultura e historia.

Su evolución nos ofrece una sugerente mirada al itinerario de la humanidad, y su fama no solo se valida en competencias internacionales o en la huella dejada en la memoria de quienes nos visitaron. Los más afrodisíacos sabores del paladar también han quedado asentados en nuestra literatura como veraces cuadros costumbristas de identidad nacional. 

En Espejo de Paciencia, el monumento más antiguo de la literatura en la Isla, le sirven al obispo Fray Juan de las Cabezas y Altamirano lo que hoy se tiene como aperitivo en el arte del buen comer. De forma enumerada este poema-épico alude entre sus octavas a frutas como la guanábana, gegiras, caimitos, mameyes y piñas.

El canto a la naturaleza autóctona fue el tono y el tema primado de la poesía inaugurada por Zequeira en su "Oda a la piña", así como en la "Silva cubana", de Manuel Justo de Rubalcava.

Con La Habana como centro comercial español arribaron las comunidades de portugueses, ingleses y alemanes, que dejaron su marca en la cocina criolla en formación. Los esclavos dieron su aporte con la malanga, el ñame y otros alimentos imprescindibles todavía.

De la cocina americana acogimos con beneplácito la papa, el tomate, el pavo, los frijoles y la más prestigiosa de nuestras ensaladas: el aguacate, al que Andrés Bello dedicó un poema.

PARA MOJAR

En todas sus variedades, los potajes no son la excepción del menú servido por disímiles escritores. La Condesa de Merlín recuerda en sus memorias (1844) el día de su regreso a La Habana tras una larga estancia en Europa. Su acaudalada familia quiso agasajarla con los más exquisitos manjares franceses, que ella rechazó a cambio de “un simple ajiaco”. Dicho caldo significó, en el lejano siglo XVI, el encuentro del cocido español con las viandas cubanas.

La escritora norteamericana Julia Howe lo menciona en su libro Viaje a Cuba (1860). Durante su estancia en Matanzas anota: “la novedad de un plato de la campiña cubana se llama ‘ayacco’ y es característico como la sopa de anguilas en Hamburgo o el bacalao salado en Boston”.

Al lector se le hace la boca agua con la descripción del ajiaco a la marinera que le prepara Josefina a Mario Conde en Pasado perfecto, perteneciente a la tetralogía Las cuatro estaciones, de Leonardo Padura.

Tampoco son menos famosos los “frijoles con media libra de picadillo” que la propia Josefina anuncia en Máscaras, como menú exquisito de su “Bandeja Paisa”.

En 1847 se asentaron en la isla los primeros culíes. De esta forma entró la cocina china a los hogares burgueses, tradición mantenida todavía con el mítico Barrio Chino.

Se volvió costumbre entonces tomar sopa china luego de un ajetreado día de brega. En "El Ford azul", cuento de Lisandro Otero, Antonio culmina su jornada conspirativa contra el gobierno de Batista, degustando una de estas con mucho pan, en una de las fondas del Mercado Único de La Habana.

Cuando de guarniciones se habla presente está el cereal básico del criollo. Por muchos que sean los platos a la mesa, sentimos que “no hemos comido” si no probamos el arroz.

Uno de los abanderados de nuestra cocina resulta el arroz con pollo. En la novela Juan Criollo, el protagonista anunciaba como un heraldo, su entrada triunfante en el comedor, cual si fuese el plato nacional.

Soler Puig narra en El pan dormido los caprichos de Remedios que “no quiere que se haga en la casa arroz con pollo los domingos, porque es el plato de todo el mundo los domingos”.

EL PLATO FUERTE

Pintorescos personajes nos hacen sucumbir en páginas disímiles ante el deleite de aquello que en el argot popular solemos llamarle “la fibra”. Una prueba de la idolatría casi fetichista de nosotros por las carnes.

En Cecilia Valdés, cumbre de la narrativa del siglo XIX, Cirilo Villaverde enumera y describe el variado menú que conforma un almuerzo de la opulenta familia Gamboa.

Por la vía de esclavos y criados negros se instalaron en el paladar antillano platos como el bacalao, el fufú de plátano y el tan cubanísimo tasajo, el cual proviene de la cocina afrocubana, uno de nuestros grandes afluentes.

La literatura nacional lo recoge con otro nombre. Villaverde se refiere a él como “ropa vieja”. En su novela Juan Criollo, Carlos Loveira le reservó la muerte a Don Roberto, precisamente por una copiosa ingestión de este alimento.

En ese monstruo de las letras que es Paradiso, se describe una de las cenas más llevadas y traídas de toda la narrativa antillana, donde se incluye el famoso soufflé de mariscos.

El mítico banquete de Doña Augusta lo conforman entre otros “un pavo relleno, un pavón sobredorado con la aspereza de sus extremidades suavizada por la mantequilla y con una pechuga capaz de ceñir todo el apetito de la familia…”.

La tradición de tan distinguida carne la importamos de la cocina americana, que mantiene aun todo un ritual alrededor de este manjar en las cenas especiales de Thanks givings day.

No menos ostentosos parecen “los bistecs de puerco empanizados, bien tostados y sin embargo jugosos” que prepara Josefina en Pasado perfecto. Platillos basados en recetas hiperbolizadas de Nitza Villapol, en una conjunción de las cocinas española, china, francesa y cubana, que se incorporan al acervo del ama de casa sin tomar en cuenta su procedencia o nacionalidad.

En Paisaje de otoño, ella misma menciona los platos que conformarán el banquete del día: “filetes de ternera enrollados y rellenos con bacon y queso Gruyère…”.

Nuestra literatura evidencia cómo algunos menús de la cocina internacional se transforman para adquirir la connotación de los llamados criollos o tradicionales.

En su novela La situación (1963), Lisandro Otero recrea el mejor grill-room habanero de los años 50. En el restaurante El Carmelo sitúa a Luis Dasca, quien devora con placer la tan internacional langosta “Thermidor”. Era este el manjar favorito de Meyer Lansky.

El mayor capo que tuvo la mafia cubana —gozó del servicio del mago de las salsas, Gilberto Smith— solía decir: “yo he probado la langosta “Thermidor” en muchas partes y ninguna sabía como esta”.

También en La Habana de esa década se desarrolla la historia de Son de Almendras. Su autora, Mayra Montero, resalta como figura central al aludido Lansky, al cual solía vérsele en el Boris donde “la comida era buena: el pollo hervido, las bolitas de pescado seco y la sopa kreplaj”.

LA ADICCIÓN PARA REMATAR

De los manjares que responden a la adicción del cubano por los dulces, está igualmente dotada la literatura. Algunas crónicas dan cuenta de que ya en el siglo XVI el manjar blanco se hacía presente en la mesa criolla.

En una ocasión, Don Roberto sorprende a Juan Criollo embobado frente a la vidriera de dulces del café Europa, en la calle Obispo. Loveira refiere además los sándwiches de dulce de pasta de guayaba, y el típico pan con timba.

En Cecilia Valdés, Villaverde habla de las yemas azucaradas que se degustan al final de un sarao en una casa de bailes. De la natilla se habla en Paradiso. Doña Augusta mantiene el orgullo de “dulcera” y se siente irrebatible en lo que a almíbares y a pastas se refiere.

En las líneas iniciales de la novela, ella y su hija Rialta conversan sobre la repostería cubana y aluden a las yemas dobles y a la natilla, “no como las que se comen hoy, que parecen de fonda, sino de las que tienen algo de flan, algo de pudín”. No falta tampoco el delicioso dulce de coco rallado con queso en Pasado perfecto.

Los postres cubanos deslumbraron a Fanny Erskine Inglis, Marquesa de Calderón de la Barca. Tras su paso por La Habana en 1839 es invitada a una cena y advierte en su testimonio: “los dulces eran de todas las descripciones inimaginables…” Para finalmente concluir que aquí “el postre resulta una curiosidad por lo variado y numeroso”.  

Si bien es cierto que el cubano precisa de una golosina para rematar la comida, también es real que una cena que se respete trae incluido como colofón ese componente esencial de nuestra cotidianidad: el café.

No puede precisarse el momento en que se convirtió en hábito en la Isla. En Cuba fueron los galos los precursores de este cultivo, que en la opinión de Graziella Pogolotti se integra a una cultura de la resistencia. Bebida arraigada y profundamente expresa en todo lo cubano, pasó también a la literatura como una forma de reafirmación identitaria.

La narrativa insular ha insuflado gloriosas páginas con recetas que seducen al más perspicaz de los lectores. En cada uno de los platos, está el gusto de nosotros por la buena mesa. Esa que ha logrado trascender las fronteras del imaginario popular para instalarse en la memoria de quienes desearían, por un instante, encarnar al mítico José Cemí para degustar la sazón de Doña Augusta en la casona de Trocadero 162.  

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