COMO MURIO LEZAMA LIMA
Por Ciro Bianchi Ross (La Ventana)
Nuestro escandaloso cariño te persigue
/y por eso sonríes entre los muertos.
J.L.L.: (Oda a Julián del Casal)
Hace algunos meses el realizador español Enrique Payás me entrevistó para el documental que, por encargo de una televisora de Valencia, filmaba en La Habana sobre José Lezama Lima. El diálogo, distendido y abierto, conducido con pericia por el entrevistador, perseguía que yo le contara todo lo humano y lo divino de mi relación con el autor de Paradiso...
..., a quien conocí personalmente en 1965 y al que, a partir de 1968, traté con asiduidad hasta su muerte, el 9 de agosto de 1976. Ya casi al final, Payás deslizó como al descuido esta pregunta: ¿Cómo murió Lezama? Quizás no había una segunda intención en ella —o tal vez sí—, pero me percaté de que esperaba, al menos, una respuesta espectacular.
Ciertamente, mucho se ha especulado en el exterior sobre el asunto y aún aquí prevalece la confusión y no son pocos los que desconocen los pormenores de aquel lamentable suceso. Payás añadió que la prensa cubana no se había hecho eco del deceso, lo que es totalmente falso pues Granma y Juventud Rebelde publicaron el día 10 sendas notas sobre el fallecimiento del gran escritor cubano, atribuyéndoselo, como es cierto, “a una repentina enfermedad”. Precisaba con justeza la nota de Juventud Rebelde: “Los médicos que atendieron al distinguido hombre de letras hicieron todos los esfuerzos por salvar su vida...”
Entre otros nombres, Lezama aludía a la muerte como “la gran enemiga”, y un día me dijo que quería que su epitafio fuera aquella frase de Flaubert que dice: “Todo perdido, nada perdido.” En algún momento posterior cambió de opinión y asoció, con mucha belleza, la idea de la muerte a la imagen del nacimiento. Por eso en la lápida que se colocó sobre su tumba en la Necrópolis de Colón se leen estos versos suyos: “El mar violeta añora el nacimiento de los dioses/ porque nacer aquí es una fiesta innombrable”.
Nuestro escandaloso cariño te persigue
/y por eso sonríes entre los muertos.
J.L.L.: (Oda a Julián del Casal)
Hace algunos meses el realizador español Enrique Payás me entrevistó para el documental que, por encargo de una televisora de Valencia, filmaba en La Habana sobre José Lezama Lima. El diálogo, distendido y abierto, conducido con pericia por el entrevistador, perseguía que yo le contara todo lo humano y lo divino de mi relación con el autor de Paradiso...
..., a quien conocí personalmente en 1965 y al que, a partir de 1968, traté con asiduidad hasta su muerte, el 9 de agosto de 1976. Ya casi al final, Payás deslizó como al descuido esta pregunta: ¿Cómo murió Lezama? Quizás no había una segunda intención en ella —o tal vez sí—, pero me percaté de que esperaba, al menos, una respuesta espectacular.
Ciertamente, mucho se ha especulado en el exterior sobre el asunto y aún aquí prevalece la confusión y no son pocos los que desconocen los pormenores de aquel lamentable suceso. Payás añadió que la prensa cubana no se había hecho eco del deceso, lo que es totalmente falso pues Granma y Juventud Rebelde publicaron el día 10 sendas notas sobre el fallecimiento del gran escritor cubano, atribuyéndoselo, como es cierto, “a una repentina enfermedad”. Precisaba con justeza la nota de Juventud Rebelde: “Los médicos que atendieron al distinguido hombre de letras hicieron todos los esfuerzos por salvar su vida...”
Entre otros nombres, Lezama aludía a la muerte como “la gran enemiga”, y un día me dijo que quería que su epitafio fuera aquella frase de Flaubert que dice: “Todo perdido, nada perdido.” En algún momento posterior cambió de opinión y asoció, con mucha belleza, la idea de la muerte a la imagen del nacimiento. Por eso en la lápida que se colocó sobre su tumba en la Necrópolis de Colón se leen estos versos suyos: “El mar violeta añora el nacimiento de los dioses/ porque nacer aquí es una fiesta innombrable”.
HOY NO ESTOY PARA HOSPITALES
Lezama comenzó a padecer de una incontinencia urinaria y parece que en algún momento llegó a orinar sangre. Su médico, José Luis Moreno del Toro, lo atendió con esmero, pero el poeta se negó a internarse en un hospital cuando lo exigía el curso de su padecimiento. Vivía convencido de que los Lezama morían cuando ingresaban en una casa de salud. Así sucedió con su padre, su madre, su hermana Rosita... No sería esa, sin embargo, la enfermedad que lo mataría.
El viernes 6 de agosto fue a visitarlo Alba de Céspedes, la escritora italiana de hondas raíces cubanas —era nieta del Padre de la Patria. Lo encontró muy desmejorado, abatido, ensimismado. Al día siguiente, de mañana, Alfredo Guevara, presidente del ICAIC, en nombre del doctor Osvaldo Dorticós, Presidente de la República, se comunicaba por teléfono con María Luisa Bautista, la esposa del poeta. Alba había informado en altas esferas del Gobierno acerca de la enfermedad del escritor. Guevara dijo a María Luisa que todo estaba previsto en el Pabellón Borges del Hospital Calixto García para recibir a Lezama, que lo esperaba el cuerpo médico en pleno y que una ambulancia había salido ya a buscarlo.
En efecto, conversaban todavía Guevara y María Luisa cuando el vehículo aparcaba frente a la casa de Lezama. Pero Lezama se negó a salir de su casa. Dijo: “Hoy no estoy para hospitales; mi mente no está acondicionada aún para la mudanza”.
Ese mismo día 7 se cae en su casa. María Luisa, muy debilitada ya por sus dolencias cardiovasculares, logró, no se sabe cómo —Lezama pesaba unas 300 libras— incorporarlo. El poeta tuvo fuerzas para responder y, apoyado en su esposa, caminó hasta la cama. Allí se desplomó, quedó tendido de tal manera, que María Luisa debió buscar la ayuda de dos transeúntes ocasionales para que lo acomodaran en el lecho.
El domingo 8 volvió la ambulancia. Ya en el hospital, le diagnostican una pulmonía y se decide someterlo a un tratamiento intensivo. Lezama, muy intranquilo, estuvo consciente hasta las ocho de la noche. Después cayó en un letargo y a las dos de la mañana del lunes 9 era ya cadáver. En opinión del doctor Moreno las 24 horas perdidas fueron fatales. Lezama decía que su padre había muerto de una “tonta” pulmonía. Otra “tonta” pulmonía se lo llevaría a él también.
RUEGA POR NOSOTROS
Parece que Virgilio Piñera llegó a verlo con vida. Roberto Fernández Retamar acudió al hospital tan pronto supo que su amigo se hallaba internado.
—Fíjate que te trajeron a la sala Borges, que es la de los buenos poetas... a los malos los llevan a la sala Sánchez Galarraga, dijo Retamar jugando con los nombres de Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, y Gustavo Sánchez Galarraga, un poeta cubano de cuarta fila. De todas formas, el pabellón José Elías Borges era, en 1976, la instalación insignia de la salud pública cubana; en ella, en 1972 ó 73, estuvo recluida la esposa de Lezama.
Escribe Retamar en su vívido testimonio sobre el poeta: “A pocas horas de morir, al anochecer, hablé con él por última vez. Me confesó que se sentía mejor, y hasta halló ánimo para bromear conmigo: ‘Cuando creían que había descendido a la mansión del Hades, me encuentran en Guanabacoa, bailando una rumba’”.
El velatorio fue en el tercer piso de la funeraria de Calzada y K, en el Vedado. Allí estaban sus amigos de siempre: Cintio Vitier y Eliseo Diego con sus respectivas esposas, las hermanas Fina y Bella García Marruz, Monseñor Angel Gaztelu, Octavio Smith, René Portocarrero, que lloraba como un niño. También, entre otros que anoté, Alicia Alonso, Raúl Roa y su esposa, la doctora Kourí, y el caricaturista Juan David. El ensayista Ambrosio Fornet, los diseñadores Umberto Peña y Félix Beltrán y el pintor Adigio Benítez. Los poetas Ángel Augier, Naborí, César López, Luis Marré y los jóvenes que entonces se nucleaban en torno al mensuario cultural El Caimán Barbudo. Los novelistas Reynaldo González y Edmundo Desnoes, el ensayista Prats Sariol y el fotógrafo Chinolope. Estaban, además, Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes y José Triana y su inseparable Chantal. La periodista Loló de la Torriente, el poeta peruano Winston Orrillo, el narrador uruguayo Mario Benedetti...
Cintio Vitier despidió a Lezama al pie de su tumba. Lo llamó “cubano ejemplar”, un hombre que con su labor cultural levantó en la República un fortín en medio de las ruinas, e invocó, para concluir, al ángel de la Jiribilla: “Ruega por nosotros. Y sonríe. Obliga a que suceda. Enseña una de tus alas, lee. Realízate, cúmplete. Sé anterior a la muerte”.
Lezama había esperado con ansiedad, día tras día, la llegada de un ejemplar del primer tomo de sus Obras Completas publicadas en México por la editorial Aguilar. El libro en cuestión llegó a La Habana el mismo día de su entierro. Cuando María Luisa regresó del cementerio a la casa de la calle Trocadero e introdujo la llave en la cerradura y empujó la puerta para entrar, la puerta se vino abajo.
Su último poema lo había escrito Lezama unos meses antes. Toda su obra la escribió para llenar una ausencia, buscar una compañía insuperable. El pabellón del vacío es el título de ese poema. Dice al final:
“Me duermo en el Tokonoma
evaporo el otro que sigue caminando”.
José Lezama Lima, a 34 años de su muerte, sigue caminando en su obra.
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