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miércoles, enero 13, 2010

VICIOS DEL LENGUAJE EN LA REDACCION ACTUAL

Por Juan Morales Agüero (Ecotunero)

La redacción periodística escrita suele ser muy a menudo un auténtico ejercicio de tormento profesional. “¡Mi reino por un caballo!”, dicen que exclamó, desesperado, el rey inglés Ricardo III en un célebre drama de Shakespeare, cuando estaba a punto de morir a manos de las tropas de Enrique IV. “¡Mi vida por un primer párrafo!”, exclamamos, angustiados, los cronistas de la cotidianidad cuando el intelecto se resiste a tomar la arrancada frente los apremios de una cuartilla en blanco. En efecto, tributar para un periódico es para nosotros los profesionales de la prensa como cruzar aceros con la exigencia técnica y con la rigurosidad editorial. Se trata de que la prosa de prisa, como agudamente llamó al periodismo ese gran periodista que fue Nicolás Guillén, no está solo concebida para llegar de una manera directa, sencilla, sucinta y completa a sus lectores potenciales, sino también –y eso no es menos importante – con un nivel decoroso de factura estilística. Redactar es más que poner una palabra detrás de la otra: es escribir con apego a las normas del idioma y enunciar con claridad, elegancia y concisión lo que se pretende decir.

Son numerosos y heterogéneos los “virus” que contaminan hoy al discurso periodístico escrito a todos los niveles. Entre ellos, tal vez uno de los más nocivos sea el llamado lugar común, locución acuñada por Aristóteles en la época de oro de la oratoria griega y suerte de plaga léxica conocida también por las denominaciones de frase hecha, cliché idiomático y estereotipo semántico. Por estos giros debemos entender el uso indiscriminado de argumentos, análisis y juicios que, aunque fueron inicialmente precisos y justos para definir fenómenos y situaciones determinadas, gastaron toda su capacidad de sugerencia de tanto repetirse y repetirse. Ninguna es capaz de ofrecer ya una visión objetiva sobre un tema. Como funcionan en cualquier contexto, tampoco ayudan a comprender bien aquello de lo que se habla, pues su simpleza aburre al lector culto y confunde al lector ocioso.

Comenzaré con un ejemplo bastante frecuente en nuestra prensa escrita: masivo acto. ¿Dice realmente algo tan simplista y ambigua manera de describir una reunión de cierta cantidad de personas? ¿Logra alguien hacerse una idea más o menos exacta de si fueron cien o mil los individuos participantes? Definitivamente, no. ¿Y saben por qué? Pues porque nos hemos acostumbrado a emplear la frase con análogos propósitos tanto cuando cubrimos una graduación estudiantil de secundaria como cuando reseñamos una Tribuna Abierta de la Revolución.

Otro caso notorio es el de merecidas vacaciones. Decimos: Fulano de Tal no pudo estar presente en la actividad porque se encuentra disfrutando de unas merecidas vacaciones. El lector avezado se pregunta al vuelo, suspicaz: “¿le consta al periodista que esas vacaciones son realmente merecidas? ¿Por qué las califica con esa seguridad absoluta? ¿No sería más sensato para él limitarse a decir que la persona en cuestión está, sencillamente, de vacaciones... y punto?”

Podría citar un rosario de ejemplos de parecido corte. Todos, sin excepción, padecen el mal de la pobreza léxica y del acomodamiento estilístico. Miren: personalmente, he dejado de tener en cuenta al entrevistado que ciertos colegas pretenden vender en titulares como... un digno ejemplo. Sí, asumo el riesgo de que tal vez esa persona lo sea. Pero, ¿acaso no se le endilgan esos mismos epítetos a cuanto interlocutor más o menos destacado aparece en las páginas de nuestras publicaciones? ¿Por qué abusar de un enunciado cuyo empleo debe reservarse solo para casos excepcionales? Quien se limite a cumplir con sus deberes puede quizás ser un buen ejemplo, pero no necesariamente un digno ejemplo, que es un calificativo de talla mayor. Digno ejemplo desborda lo común. Y, como calificamos a tanta gente de digno ejemplo, pues para el lector ya casi ninguno lo es.

Pregunto: ¿a quiénes de ustedes se les activan las papilas gustativas cuando leen aromático grano en un material periodístico referido al café? ¿Alguien siente deseos de tomarse un vaso guarapo cuando la letra impresa insiste hasta el cansancio en imponernos el giro dulce gramínea en alusión a la caña de azúcar? ¿Quién le concede ahora más importancia al agua, solo porque los periodistas nos referimos a ella como al líquido vital? ¿Acaso alguno de ustedes ha experimentado sudoraciones al posar la mirada sobre la frase ingentes esfuerzos? ¿Cuántos no hemos criticado el eufemismo larga y penosa enfermedad con que hacen referencia las notas necrológicas a algo que se llama simple y llanamente cáncer?

Y así combativa demostración, éxito extraordinario, conducta íntegra, trabajador incansable, sentida demostración de duelo, impecable hoja de servicios, fervor patriótico, merecido homenaje, combativo acto, luctuosa ceremonia, cálidos elogios, sentido pésame, hazaña inigualable... Vale en primera instancia acuñar frases que rompan con la monotonía lingüística y contribuyan a darle color y variedad al idioma. Pero, ¿hasta cuándo vamos recurrir a su uso para describir siempre similares circunstancias? ¿Hasta cuando les vamos a dar voz para después, en un acto de cruel lengüicidio, condenarlos a la mudez semántica?

Un vicio consanguíneo con el lugar común es la adjetivación. “Los adjetivos son las arrugas del estilo”, ha dicho Saramago en un lúcido ensayo sobre el idioma. Cuando los insertamos sin razones justificadas, abruman y confunden. El buen periodismo se caracteriza por la parquedad en su uso, y solo apela a ellos para escoger los más concretos, simples, directos y definidores. ¿Por qué obligar a un sustantivo a viajar por texto y contexto del brazo de un adjetivo que no necesita o le viene grande? Si calificamos a cualquiera de excelso, fantástico, eminente, incomparable, ilustre, insigne, notable, magnífico..., ¿qué dejamos después para las personalidades de primera línea? Como dijo una colega en la página cultural del semanario Trabajadores, “... ¿qué le decimos entonces a Pavarotti?”

Las llamadas muletillas también se las traen. Son frases improductivas, inútiles que no le aportan absolutamente nada ni a las ideas desarrolladas en la cuartilla ni al discurso periodístico propiamente. Todos los que ejercemos la profesión hemos incurrido alguna que otra vez en su nefasto uso. Les pondré algunos ejemplos: asimismo, en otro orden de cosas, por otra parte, ahora bien... Pruebe a eliminarlas y advertirá, sorprendido, que la redacción adquiere más fuerza y más elegancia sin la presencia de semejantes rémoras. Debemos estar siempre alertas contra ellas, pues, a pesar de someterlas a vigilancia, suelen deslizarse muy fácilmente.

Pero existen mucho más que lugares comunes, adjetivación y muletillas en nuestras redacciones actuales. Otros vicios acechan y conquistan desde los teclados. Hay que eludir la redacción ampulosa, tan pedante cuando la dicta una mala regulación de la autoestima. El auténtico estilo periodístico se pule no con extravagancias ni exhibicionismos, sino con mucho trabajo y con un conocimiento profundo del lenguaje, la gramática, la ortografía, la sintaxis, y el léxico. El periodista debe evitar expresarse de una forma excesivamente literaria o excesivamente coloquial y recurrir a un vocabulario variado pero comprensible para el lector. Toda utilización del lenguaje que dificulte este propósito resultará un fracaso.

En fin, quien aspire a tener lectores debe respetarlos, y eso solo se consigue cuando se pulimenta el estilo y se conciben textos aspirantes a modelos de limpieza, claridad, exactitud y elegancia en el uso del idioma. Al final, si no amamos nuestra lengua y no respetamos a los lectores, tampoco podemos exigirles que nos lean.

Sobre tal asunto me parecen magistrales estas palabras dichas por Gabriel García Márquez en su célebre artículo El mejor oficio del mundo: “Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.”

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