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viernes, enero 18, 2008

ARTURO MONTOTO REMEMORA SUS AÑOS DE ESTUDIANTE

Por Mario Cremata Ferrán (Juventud Rebelde)

Una tarde de sábado llegué al estudio del pintor Arturo Montoto, célebre y empecinado morador de la encantada Guanabacoa. El diálogo con el artista, según lo previsto, se centraría en los preparativos de una exposición, con motivo del trigésimo aniversario de su promoción de la ENA.
Este proyecto sin precedentes fue posible gracias a la voluntad de 12 amigos, creadores activos, que compartieron aula durante cuatro años hasta 1977, en que cada uno tomó su camino. Afortunadamente queda el arte, eslabón primigenio que los unió hace más de tres décadas.

Sin embargo, y tal vez sin proponérselo, el diálogo derivó en la evocación de sus años de estudiante, y sus recuerdos de los profesores «la mayoría muy jóvenes entonces, y nosotros tan viejos», que dejó un dibujo enternecedor e impresionante de quienes contribuyeron a elevar sus dotes artísticas.

—¿Qué sintió un «muchacho de provincia» al arribar a esta gran escuela, con una visión estética tan particular?

—Cuando entro a la ENA, les contaba a mis amigos que me sentía enamorado, y ellos me decían: «¿De quién estás enamorado?». «No lo sé», contestaba; y ellos ripostaban: «Pero si todavía no has visto a ninguna muchacha...». «Es cierto, pero me siento extraño; tengo una sensación, un susto en el pecho que me hace sentir enamorado». Entonces no podía explicarlo. Me había enamorado del entorno.

«Para mí la escuela era una suerte de paraíso, un sitio encantado. Había llegado a un lugar mágico, porque cuando llegas a la ENA por primera vez percibes eso. Ahora está bien destruida, pero en mi época aún estaba reciente, en muy buenas condiciones; era simplemente bella.

«Todavía existía una buena parte del aristocrático Country Club. Nosotros comíamos en el comedor-escuela, donde nos enseñaban las reglas del buen comer. Fui tan empecinado en esta cuestión de la etiqueta que llegué a ser monitor, e incluso me eligieron jefe de monitores de todo el comedor-escuela.

«Todo ese período en la ENA, tan rico; el haber vivido cuatro intensos años allí tan enamorado de la arquitectura, del medio, del ambiente, hay que agradecérselo a Porro.

«Hace unos años tuve la oportunidad y la gran sorpresa de recibir aquí en mi taller al arquitecto Ricardo Porro, quien construyó las escuelas de arte. Entonces él era como un mito. Bueno, rectifico, era un mito, un mito real: el hombre que creó ese espacio tan genial para nosotros».

—¿Qué peso le concede a esta primera formación?

—Fue muy fuerte; pero creo que en el sentido académico mi vida se dio al revés. Debí haber estudiado en la ENA lo que estudié en Rusia y viceversa. Entiendo el llamado proceso de la imaginación, del que tanto se habla, pero mi criterio es que la imaginación ni se estimula, ni se ejercita, ni se aprende. Es un proceso propio del cerebro, que funciona de acuerdo a la capacidad del individuo y a sus experiencias.

«Si no tienes experiencia personal y eres alguien que desde que naces te encierran en cuatro paredes, no tienes imaginación. Puede ser que tengas una enorme cantidad de neuronas y no tengas imaginación. ¿Qué pienso? Que la imaginación es un resultado del vivir, de la experiencia acumulada. Es una combinación de imágenes.

«Generalmente en todas las escuelas de arte se quiere estimular en el estudiante los procesos creativos, pero sin antes darle las herramientas. Una cosa es imaginar y otra plasmar con determinados medios: pintarlo, bailarlo, “histrionarlo” (si se puede decir), actuarlo. Para mí eso siempre ha sido importantísimo.

«La primera formación tiene que ser de herramientas, para luego aprender a usarlas. La imaginación la tienes; lo único que tienes que hacer es buscar la combinación entre esta y las herramientas.

«La ENA tenía una cosa excelente, solo que en mi caso no era el momento en que lo necesitaba. Era riendas sueltas a la imaginación; mucha creatividad, pero poca técnica. Cuando termino, me dan una beca en Rusia y una vez allí me enfrento con una academia extremadamente recia, una formación puramente instrumental: cero imaginación, combinación y creatividad. Eso a ellos no les importaba. Les interesaba que supieras dibujar o pintar. Después desarrollabas la imaginación que tuvieras.

«Pienso que el método es correcto. Ahora, no para mí a la edad en que fui para allá. De todos modos le concedo un peso importantísimo a la ENA, porque allí descubrí muy buenos consejos, enseñanzas de los profesores y experiencias».

—¿Pudiera contar alguna de esas experiencias?

—La formación era mucho más amplia. En el último año de la ENA tuvimos un profesor de Literatura, a quien los cubanos le debemos un gran respeto y yo particularmente una gran admiración, que es Ángel Vázquez Millares. Hay que hacerle esa reverencia. Desgraciadamente hubo un incidente desagradable y no continuó impartiéndonos clases, pero en dos o tres semanas aprendí más literatura e historia que nunca, porque su literatura era historia.

«Cuatro o cinco de nosotros mantuvimos la amistad con él. Nunca olvido la apertura de la exposición de Wifredo Lam en el Museo Nacional de Bellas Artes, con los grabados que ilustraban El último viaje del buque fantasma, relato de Gabriel García Márquez. Siempre he admirado la obra de Lam, uno de mis artistas más venerados. Tuve la dicha de visitarlo en sus últimos momentos, pero la primera vez que lo vimos fue aquella, allá por 1977, en que él estuvo acompañado por García Márquez.

«Recuerdo que mi grupo fue a saludar a Lam y a García Márquez —por supuesto que el primero era mucho más importante para nosotros— y después no queríamos lavarnos las manos, para que la energía de estos dos grandes se nos quedara impregnada.

«En medio de aquella euforia apareció por un pasillo aquel profesor de Literatura que habíamos dejado de ver, y todos automáticamente dejamos a Lam y a García Márquez y nos fuimos con Vázquez Millares. Él mismo nos aconsejaba con modestia que volviéramos con los maestros, pero nosotros no hicimos caso.

«¿Por qué te hago la historia? Pues porque esa tropa acordó ese mismo día que todos los domingos en las tardes visitaríamos el estudio de Vázquez Millares para escuchar y aprender música. ¿Qué interés podríamos tener los pintores en escuchar música? Sin embargo, todos los domingos, religiosamente, lo hacíamos. Se hacía un té o un cafecito —en aquella época no había mucho para compartir— y nos pasábamos toda la tarde, hasta las 11 de la noche, escuchando música. Aprendimos a hacerlo gracias a los conocimientos de Ángel Vázquez Millares.

—A la luz del presente, ¿considera efectivo el haberse becado?

—Muchas veces, a lo largo de estos años, hemos renegado del sistema de becas en Cuba. Es cierto que puede tener lados negativos. La dureza de mi carácter hoy, cuando muchas veces soy hosco, retraído y mis respuestas al medio son siempre como defensivas, se la debo a la beca. Esa voluntad de «atrincherarme» es negativa en mi persona.

«Pero a la larga, la beca te garantiza cosas muy buenas. Una es la organización personal en la vida. Puede parecer medio militar, pero soy un hombre capaz de vivir solo sin grandes tropiezos. De hecho cuando he tenido que hacerlo no he sentido la necesidad de que alguien me tienda la cama o me prepare la comida. Afortunadamente ya no soy tan ordenado. Poco a poco voy tratando de desordenarme yo mismo, pero conservo la disciplina que adquirí en la beca.

«El otro aspecto es el de vivir en colectividad, que te quita ciertos complejos, te priva de la intimidad y te hace más atrevido y descarnado. También se generan amistades maravillosas, porque allí lo compartíamos todo, hasta la ropa.

«Otra cosa fundamental que converso con mis discípulos es que en la beca se comparten más los conocimientos. Al terminar las clases no te marchas a tu casa; permaneces en los albergues, en los comedores o en los pasillos. Esto generó en nosotros una experiencia fortísima en el conocimiento de las artes visuales. No sucedía lo mismo en San Alejandro. Allí se era más individualista».

—La convivencia con estudiantes de otras especialidades tiene que haber ayudado también...

—Sí, muchísimo. El de la ENA es un proyecto sin igual, de los más geniales que hemos tenido todos estos años en Cuba en la enseñanza artística. Es una lástima que se haya frustrado; y considero que se frustró porque actualmente no funciona como surgió, con la concepción de que todas las artes estuviesen mezcladas.

«Hoy un estudiante de Artes Plásticas de cualquier escuela no tiene a su alcance las mismas oportunidades que tuvimos nosotros. Por ejemplo, en mis tiempos era casi obligado asistir al ballet o a los conciertos de la Sinfónica todos los domingos. No había exposición que se hiciera ni obra de teatro que se estrenara en La Habana a la que no fuéramos todos. Había un clima cultural tan fuerte que para nosotros se convertía en avidez.

«Nos relacionábamos en el plano amoroso. Eran muy comunes las parejas de un artista plástico y una bailarina. Y por supuesto, este no podía dejar de ir al ballet a ver a su novia en escena. Entonces me leía, como si fuera un estudiante de esa especialidad, el libro del crítico británico Arnold Haskell (Balletomania). De igual forma perseguía volúmenes de dramaturgia, sobre todo historia. Sin darnos cuenta estábamos empapándonos de conocimiento. Era una interconexión muy fuerte entre todas las especialidades; una experiencia maravillosa que no se ha repetido».

—¿Podemos considerar la suya como una de las más singulares e interesantes promociones?

—Tal vez la más conocida es la del año 1970, la llamada Graduación del 70, aunque los límites son difusos. Tomás Sánchez no es de la misma promoción que Ernesto García Peña, ni Fabelo de la de Chocolate; puede que sí y puede que no. Entre 1969, 70 y 71 se confunden los límites, pues fueron tres graduaciones muy fuertes, en el sentido de que casi todos están activos con una producción bien conocida. Curiosamente, ellos fueron profesores nuestros.

—¿A quienes recuerda especialmente?

—Todos nos aportaron algo: Choco, García Peña, Paneca, Antonio Vidal (de otra generación), Luis Miguel Valdés... ellos nos enseñaron prácticamente acabados de graduar. De los alumnos, uno de los mayores fui yo, y eso hacía que me acercara más en edad a los profesores. Por eso entre Fabelo, Nelson y yo no hay muchos años de diferencia. Hasta algunos piensan que soy de esa época, porque además he mantenido unos vínculos muy fuertes a nivel afectivo con ellos.

«Recuerdo con especial dilección a Tomás Sánchez, mi profesor de Grabado. La primera vez que supe lo que era una litografía fue en su clase. A él le fascinaba impartir la técnica de la cuatricromía (los tres colores primarios y el negro, para lograr todos los demás posibles).

«También a Nelson Domínguez, por ser muy activo y porque lo tuvimos por partida doble: en primero, y luego en cuarto año. En esa última etapa hizo proyectos fascinantes. Lo mismo salíamos a la calle a hacer paisajes que nos íbamos a los astilleros de Casablanca a trabajar junto a los obreros. Incluso recuerdo muy bien un cuadro a gran escala donde recogí ese ambiente de fundición de propelas en bronce. Lamentablemente se perdió.

«Le debo mucho a Antonio Vidal, que era el profesor algo obstinado que no nos perdonaba nunca. Era implacable. Para él los errores no estaban permitidos. En aquella época nos molestaba que fuera tan exigente y tan ríspido con nosotros. Después la vida nos fue demostrando que esa dureza había ejercido sobre todos una influencia tan fuerte, que nos hizo lo suficientemente sensatos para sentirnos inconformes con nuestra creación. Su rigor nos ayudó a no estar contentos nunca, a comprender que una obra no está terminada, que siempre es posible hacerla mejor».

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