Ex campeón mundial en lucha greco ahora combate contra la nostalgia
Por José Alejandro Rodríguez y Michel Contreras (Juventud Rebelde)
La lluvia gotea melancolía sobre los monótonos edificios de Mulgoba, que igual pudieran ser los de Alamar o Ciego de Ávila. De codos sobre la baranda del balcón, Amadoris González se deja llevar por la misteriosa laxitud del aguacero, y en ese Himalaya del alma adonde nadie accede, se pregunta con cierta nostalgia quién es hoy, después de ser un astro de la lucha grecorromana en los años 80.
Atravesados de verdad los periodistas esos, que vinieron hoy a abrir la herida con su insistencia en hablarme de frustraciones y nostalgias. Me decían: «¿No te preocupa pasar inadvertido ahora, que ya muchos no te recuerden ni te identifiquen por la calle? ¿No sientes tristeza ni añoras aquellos días, cuando miles de personas vibraban con tus combates, aquí y fuera de Cuba?» Nada, que si los dejo, me echo a llorar...
El ex campeón mundial se restriega la cara con la lluvia, y repara de pronto en que esta noche entra a su turno como chequeador en el Aeropuerto Internacional José Martí: rostros y bultos sucesivos, efímeros cruces de miradas, gentes, gentes... Y repara, también, en que allí él se parece al aparato de los rayos X: algo por donde todos pasan, y luego sobrepasan, y olvidan.
Pero el diálogo con los periodistas no se le despega, y de nuevo recuerda —mientras la lluvia amaina— los días ya lejanos en que todas las miradas apuntaban a su fuerza y destreza para doblegar los adversarios: en su mente convergen los aplausos y los abucheos, y el momento en que la bandera cubana ascendía, «al combate, corred, bayameses», y la medalla de oro —a puro corazón— dándole brincos en el pecho, «que la Patria os contempla orgullosa», mientras las cámaras se llenan de flashazos, «no temáis una muerte gloriosa», y Amadoris, otra vez, se ha coronado...
Del ensueño lo sacan las risas de sus hijos, que vuelven de la escuela, y los gritos del viejo Ramón, recordándole que «vino el pollo a la bodega». Sin perder un instante, el gladiador se alista para enfrentar la cola. Pero en sus ojos hay como un rumor...
¿Qué carajo me está pasando hoy, que tengo esta flojera y esta bobería? ¿Será que los periodistas esos vinieron a aguarme la tarde? Si yo siempre he sido un tipo muy confiado en mí mismo... Un atleta se crea disciplina para todo: se prepara para una pelea, y después, con el tiempo, se da cuenta de que esa pelea es la vida. Pero es cierto que el alejamiento del colchón afecta mucho, porque uno se acostumbra a que le exijan: exigen los entrenadores, el público, el país que te admira. Y ahora lo único que haces es cumplir con la rutina de la vida. Las cosas han cambiado...
La cola del mercado avanza a duras penas, pues los «vivos» se cuelan irremediablemente. Amadoris se carga de paciencia. Tiene que dominarse: los secretos del luchador, las técnicas, no son para la calle; y él está allí, en su barrio, entre gente que quiere. Así que enfría la sangre, y en el rostro aquietado resaltan doblemente las cicatrices de la gloria, resumidas en esas orejas de coliflor que delatan los arrestos deportivos de antaño.
Bueno, quizá los periodistas insistían tanto en ese asunto del olvido porque a todo el mundo le gusta que lo recuerden. Eso no se discute. Pero no hay que sufrir. Si, total, hay profesiones donde la fama y el recuerdo se esfuman más rápido. Si hay olvido, en parte es culpa de ellos, los periodistas y los comentaristas, que le dan poca divulgación a unos cuantos deportes, entre ellos el mío. Y la memoria de la gente es como el fuego, que si no le echan aire se apaga...
Compra el pollo y emprende el regreso. Muy cerca de la casa, el vecino Rivero, sentado en el portal, lo invita a un trago. Amadoris acepta, y en esta tarde de nostalgias evoca los muchos tragos a que renunció por disciplina atlética, y los tantos malos tragos que pasó con tal de mantenerse en forma. Tantas peleas cotidianas que perdió para ganar cada combate en los colchones...
Rivero lo comprende: él también es un «deportista» retirado. Otrora sobrecargo de Cubana, ahora solo mira desde abajo el cielo donde pasó una parte de su vida. Por eso, a cada rato, se convierte en confidente del campeón. De este campeón que ha sido entrevistado para hablar de frustraciones y nostalgias.
No sé cuál es la obsesión de esos periodistas con la fama y el olvido. Lo importante en la vida es estar conforme contigo mismo, ser un hombre de bien... Será porque no seguí de entrenador, porque me salí del deporte y estoy detrás de un aparato de rayos X en el aeropuerto. Ellos, tal vez, no conciben que yo pueda ser el mismo hombre feliz de antes, cuando tenía el mundo a mis pies. Mira que se atracan a veces estos periodistas: yo quisiera verlos al lado mío allí, en el aeropuerto, cuando alguno de mis compañeros de la vieja guardia pasa por la verificación y me descubre. ¡Me saludan con tanto cariño y emoción! Porque la vida de un hombre es justamente eso: lo que alcanzaste y lo que hiciste, da lo mismo si eres deportista, plomero o científico. Al final, la vida es un colchón donde pruebas tus fuerzas, y tienes que prepararte para ganar y también para perder.
Ha caído la tarde. Enfundado en su uniforme de agente del cuerpo de protección, Amadoris se encamina hacia el trabajo. En la calzada, a la espera del transporte, contempla los reflejos del ocaso sobre el agua empozada en los baches. No hay presiones. No va rumbo a un combate. No hay una multitud exigiéndole a gritos la victoria. Pero él es feliz, con esa pequeña gran felicidad de quienes se han entrenado para todas las peleas de la vida.
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