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sábado, noviembre 03, 2007

El chulo más famoso de La Habana

Yarini fue El Conquistador, el califiactivo que más le gustaba y convenía. Hasta que fue el rufián, el guayabito, el gigoló, el proxeneta, el souteneur, el Chulo. El Rey de San Isidro.

Por Dulcila Cañizares (La Jiribilla)

Yarini, sí. El más famoso de todos los tiempos en ese oficio. El guayabito1 elegante, sobrio, de buenos modales, pero agresivo, guapo, conocedor, gastador, gozador del dinero fácil, no ganado, no sudado, no trabajado por él, sino recaudado entre doce y una de la madrugada con su sola presencia, o más cómodamente con un breve recado repetido por uno de los que vivían a su sombra. Ese. El mismo a quien al ser bautizado en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de Monserrate, en La Habana, pusieron por nombres Alberto Manuel Francisco. El que nació el 5 de febrero de 1882 entre pañales de la mejor tela, cuidados de tercero y último hijo y apellidos de recio, preciado, exhibido abolengo, conservado con cruces y recruces familiares, con uniones de primas y primos, de tías con sobrinos, de parientes y parientes, para mantener la alcurnia, como homenaje a Taita Ponce, su bisabuelo, don José Ponce de León Fantoni, el primero por línea materna en llegar a Cuba con ilustre linaje, dignidad que era necesario conservar y realzar a toda costa a finales del siglo XVIII.

Este, el alardoso, conocido, amado y temido en la zona de tolerancia próxima a los muelles de La Habana; el hijo de don Cirilo José Aniceto, cirujano dentista, miembro fundador de la Sociedad de Odontología de La Habana y además catedrático titular de la Escuela de Cirugía Dental de la Universidad habanera, hasta su muerte, en 1915; el sobrino de don Alberto, cuyo nombre hereda, pero no sus costumbres, su moral ni su determinación de cumplir varios sacramentos de la Iglesia Católica hasta llegar al matrimonio; y también de don José Leopoldo, médico cirujano, señor de meritoria empresa, de bondadosa profesión, por quien todavía una sala del Hospital General Calixto García honra y se honra nombrándose con su apellido, con el mismo del otro, del sobrino.

Una de las nietas de Taita Ponce fue Juana Emilia Ponce de León Ponce de León —a quien los muchachos de la familia luego le dirían tía Mimí—, alta, delicada, exquisita mujer de esmerada educación, sensibilidad y delicadeza, de quien se cuenta que fuera una excelente pianista, sin llegar a ser profesional, según se estilaba en aquella época en las familias de rancio apellido. Esta Emilia fue la madre del mimado. Del que reclamaba para sí lo negado al otro varón y a la hembra: su hermana Emilia María Mauricia —Cuca—, quien sólo supo de anonimato y soledades hasta su muerte, en 1965, en la casa de Miguel Villalón y Ofelia Les, una buena señora que la tenía en su hogar y la adoraba, cuidándola con esmeros, y a quien le confesara Cuca que el gran amor de su vida fue Charles Aguirre, jefe del Puerto de La Habana que la abandonó sin llegar al matrimonio. El doctor Manuel Fernández-Mascaró Yarini y la propia Ofelia me contaron que ella vivía en casas de huéspedes a partir del fallecimiento de su madre, en 1933, y hacía adaptaciones de novelas radiales y otros trabajos, anónimamente, para autores de renombre, como José Sánchez Arcilla, por ejemplo, y también traducía del inglés al español. Ofelia tuvo la amabilidad de entregarme como recuerdo una fotografía pequeña de la viejecita y la primera parte de un viejo Diccionario Cuyás, de 1938, encuadernado por su dueña, en cuya primera página, con tinta negra y exquisita caligrafía, dice: «Emilia Yarini y Ponce de León. Septiembre, 1940.»

Yarini, el de una infancia rodeada de complacencias y halagos por ser el niño más pequeño de familia criolla, en la que, para la madre, el varón merece y se le proporciona todo, perdonando, disimulando sus hábitos peores, el abandono de responsabilidades que difícilmente llega a conocer el hijito, el chiquitico, el pobrecito, y toda la gama de diminutivos capaces de formarse, repetidos por la madre cubana desde los arranques de la época colonial, alimentando así una blandenguería que luego hay que disfrazar con el machismo, el alarde, la palabrota.

El despreocupado. El de una tranquila adolescencia lejos de Cuba y los peligros, miserias, escaseces, afanes y luchas de sus guerras independentistas. El que cursó estudios, primero en el habanero Colegio San Melitón —fundado y dirigido por don Melitón Pérez Casas, padre del músico cubano César Pérez Sentenat—, y después en Estados Unidos de Norteamérica, como un niño de bien, junto a su hermano Cirilo —Cirilito—, y que al regresar, terminada la guerra del 98, apartó la línea de su vida, hasta ahora paralela a la del hermano, tres años mayor que él, y no siguió en idas y venidas por aulas, exámenes, aprobados y desaprobados, como el otro —continuador profesional del padre—, luego Profesor Auxiliar de la Cátedra de Propedéutica y Ortodoncia de la Escuela de Cirugía Dental de La Habana, fallecido en la mañana del 1º de agosto de 1925, pero cuyo recuerdo permanece esculpido en piedra en la fachada de la habanera Facultad de Estomatología, donde aún se lee su apellido.

Y este otro Yarini, el comodón, el apasionado de las empresas descansadas, de las monedas fáciles, de la vida ociosa; el catador de placeres, el figurín, el dandy, poco a poco, con elegancia y magia, con turbulencia y guapería, obtuvo el adjetivo de conquistador, un sobrenombre que aceptaba gustoso. Y fue El Conquistador mientras ganaba el otro calificativo, el que más le gustaba y convenía. Hasta que fue el rufián, el guayabito, el gigoló, el proxeneta, el souteneur, el Chulo. El Rey de San Isidro.

NOTA

1 «En sentido figurado se aplica al hombre explotador de las mujeres públicas, a los que también llamábanseles chulos en lenguaje plebeyo, o sea, rufianes.» Esteban Rodríguez Herrera. Léxico mayor de Cuba.

Capítulo II del libro SAN ISIDRO, 1910. ALBERTO YARINI Y SU ÉPOCA, de DULCILA CAÑIZARES, Editorial Letras Cubanas, 2000.

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