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sábado, mayo 05, 2007

La economía de Nano

Por Ariel Terrero (Bohemia)

Nunca entendí por qué mi abuelo Nano emigró a La Habana desde aquel rincón bendito de Baracoa. Incapaz de traicionar a su apellido, cargó con los zapatos, mi abuela Fela y los hábitos de agricultor, para colonizar un terreno en medio del suntuoso Miramar. Con la misma devoción de toda su vida por la tierra y las madrugadas, levantó a solas un conuco maravilloso frente al antiguo parque Coney Island, donde después un burócrata decidió que era más adecuado plantar un pinar –que sembró otro, no el burócrata, por supuesto–, pinar que a la postre sería derrocado por una cachetuda inmobiliaria.

A cuenta del huerto, la mesa de Nano, cocinero excelente, por cierto, sostenía habitualmente entre seis o más fuentes de viandas, hortalizas, algún potaje oloroso a culantro y dulces de frutas tropicales, a pesar de que la pensión de los abuelos andaba en frecuencia con la estrechez de aquel otro período especial de los años 70.

De la opípara pitanza gocé y aprendí a la par: no hay economía que sobreviva de espaldas a la tierra; si la respeta, puede boyar incluso en medio de una tormenta, como haría aguas en caso contrario, aunque le sobren energías.

La economía cubana hoy lo confirma. El acelerado crecimiento del producto interno bruto (PIB) de los últimos dos años –11,8 por ciento y 12,5 por ciento sucesivamente– no despierta en el ciudadano común el entusiasmo que merecería, por una razón sencilla: entre otras carencias cotidianas, la oferta de alimentos patina persistentemente. La producción de viandas y hortalizas disminuyó un 20 por ciento en 2005 y un diez por ciento en 2006. En consecuencia, los precios del mercado agropecuario siguen jugando a asustar el bolsillo.

El déficit de la mesa obliga al Estado a sostener un brutal gasto en la importación de alimentos. De acuerdo con datos del Ministerio de Economía, Cuba desembolsó 948 millones de dólares el año pasado con destino a la canasta básica.

Salta entonces la pregunta. ¿Pudiéramos vivir y comer de lo que ofrece el mercado mundial? ¿No se podría sostener ese gasto a cuenta del incremento de las exportaciones y la mejoría de la situación financiera externa de Cuba? Poco recomendable sería, en mi opinión, apostar solo a esa carta.

Además de peligrosa en términos estratégicos, mantiene al país sujeto a una dependencia externa horadante. En el mundo, los precios de los alimentos se han disparado hacia una ascensión de vértigo. En consecuencia, más rápidamente suben los gastos que hace el país por ese concepto, que el volumen físico importado. Tres ejemplos de alimentos básicos en la alimentación mundial revelan esa desagradable relación. Cálculos a partir de datos de la Oficina Nacional de Estadísticas indican que del año 2002 al 2005, la cantidad de arroz importado por Cuba aumentó un 36 por ciento, pero el gasto en dólares creció un 105 por ciento; el volumen de trigo creció un 21 por ciento, mientras el desembolso trepó un 60 por ciento. Y de la bendita soya, Cuba importó un 75 por ciento más, pero el gasto se disparó en un 145 por ciento.

Por ese camino, un desangramiento creciente y perpetuo conspira contra las posibilidades de desarrollo económico de la nación, incluido el desarrollo de la propia agricultura, uno de los sectores más vapuleados en el período especial por la carencia de recursos –piensos, fertilizantes, semillas, combustibles– y de nuevas inversiones en tecnologías y equipamiento.

Siempre habrá que importar alimentos. No imagino trigales en Cuba. Pero la clave de la tranquilidad estomacal está en las entrañas de un conuco de tamaño insular, en la superación gradual de obstáculos que han desanimado a muchos agricultores. De hecho, algunas producciones, por ejemplo las de carne de cerdo y café, despegaron el año pasado, aupadas por oportunas medidas para hacer más jugoso y ágil el pago a los productores.

La tierra espera. La mesa, también.

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