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jueves, mayo 31, 2007

El pilón: Secreto hecho polvo

Por Vladia Rubio (Bohemia)

"Este café está lindito, cualquiera que sea de buen vicio se lo toma con gusto", asegura el viejo Ibrahím Téllez y sigue pilando.

Rítmico y obediente, el mortero de cedro vuelve una y otra vez al encuentro del corazón de madera. Mientras los tostados granos se convierten en polvo, junto con el aroma se escapa también la voz sorda del pilón. Choca contra los primeros algarrobos y va dando tumbos por esta loma de La Calabaza, en Seboruco, municipio de Segundo Frente, en la provincia de Santiago de Cuba, hasta dar con el cerro de enfrente, donde viven los Despaigne.

–Seguro ya saben que voy a colar. Es que la voz del pilón se siente –explica el campesino y sigue triturando, reconcentrado, como descifrando señales, que nadie más pudiera ver, allá en el fondo de la madera y que le dirán cuándo el polvo está a punto.

–Usted quiere decir…

–Claro está, el pilón habla de distintas maneras, de acuerdo con el pilador –interrumpe cortante, como si se tratara de una verdad tan sabida que no merece la pena abundar en ella, como si alguien fuera a averiguarle ahora por qué es tan verde esta serranía o los motivos para hablarle al arria de mulos.

A este hombre, como a la mayoría de los pobladores del lugar, le sobran motivos para bien saber todo lo relacionado con pilones. Acumula 68 años vividos entre montañas, "y desde que tenía como 14 recuerdo a mi mamá llamándonos a mí y a mis hermanos: ‘¡Muchachos, pónganse a pilar café!’"

Hace una pausa en el golpeteo, como para no ahuyentar los recuerdos, y asegura: "Yo desde que nací estoy viendo pilar; me parece estar mirando ahora a mi abuela, Sabina García, frente al pilón; oyéndola insistir en que después de tostar, no se saliera para afuera, porque uno se pasmaba".

TRADICIÓN VIVA

"¿El pilón? Es lo más fácil de hacer: uno agarra, le abre un hoyete al palo con una trincha, y le echa leña para que vaya quemando despacio, hasta lo hondo que uno quiera. Ah, hay que cuidar que no se le pase la candela; y en un solo día se hace, a veces en dos."

Nadie puede precisar a ciencia cierta cuándo se escuchó por primera vez en las serranías cubanas este repique de maderas descascarando o deshaciendo granos de café, pero es de suponer que data de mediados del siglo XVIII, al dar comienzo la producción cafetalera en la Isla, todavía sin pretensiones comerciales.

Más exactamente, fue el 8 de junio de 1768 el momento en que la corona española aprobó el proyecto de sembrar café en la "siempre fiel Isla de Cuba" y para ese entonces, de seguro, se utilizaban ya los pilones, a falta de molino. De todos modos, es bastante incierto aventurar una fecha porque también este utensilio tiene larga data entre los cultivadores de arroz, empleado para descascarar el cereal.

De todas formas, a Ibrahím no le preocupan esas cuestiones de calendario, y sigue convirtiendo en polvo los tostados granos, repitiendo, sin saberlo, los mismos gestos de muchas generaciones de montañeses; enraizando un tanto más con cada golpe lo que se ha vuelto añeja tradición en estas geografías.

A pesar de seguir siendo algo común en las casas campesinas, sobre todo de las serranías, hoy es desconocido por muchos cubanos, sobre todo por los más nuevos y citadinos. Pensando en ellos, interrogamos a Ibrahím sobre la llamada mano del pilón, y otra vez vuelve a su rostro la expresión de "lo que es obvio no se pregunta", pero inmediatamente da paso a otro dibujo. Se le pinta entre los surcos de piel quemada por muchos soles, esa intención obsequiosa, mezcla de familiaridad, protección, bondad y cortesía, que distingue a los habitantes de estos parajes.

Acomoda la gorra, y explica que "la mano se construye con palos (troncos) rollizos, y los curiosos le hacen hasta una canalita en el medio para poder sujetarla bien. Puede hacerse de la misma madera que el pilón, este es de cedro, aunque también sirve el algarrobo u otro palo fuerte, que pese y no se parta".

Ibrahím nunca ha comprado uno de estos implementos antecesores del molino, los hace él mismo, sin buscarles mucha belleza, solo utilidad, "pero los hay bien bonitos, que son creaciones, porque hay quien los afina al medio dejándoles como una cinturita de mujer, otros parecen copas. Los pilones más lindos que he visto en mi vida son los de caguairán, una madera recia y roja, los tallan, los adornan. Lo mío es virar y colar".

Esta reportera escuchó cierto cuento –tan lejos se remonta en el tiempo que pudiera ser leyenda– de un futuro suegro resabioso que exigió al pretendiente de su hija que construyera un pilón, como garantía de lo perdurable de su amor; quizás para evitar que lo suyo fuera "virar y colar". Los nombres de los protagonistas de ese amor en tiempos de café no han perdurado, pero sí los secretos de cómo arreglárselas para moler mejor el oloroso grano.

"Algunas personas le echan azúcar parda al café cuando lo están tostando y ya anda prieto; así se pone lindo, brillosito.

"Es preferible pilar cuando el sol está caliente, porque así tuesta la cascarilla; cuando el día anda húmedo es más difícil."

De todas formas, al pilón hay que ir dos veces: una para quitar la cáscara y otra para hacer el polvo. En ese utensilio se le quita la cáscara y la papelina cuando el grano está bien seco, por haber recibido varios soles. Si se le ve maduro, solo hay que quitar la cáscara y dejar la papelina.

"Hay quien lo coge verde, en sazón, lo hierve, lo pila y lo tuesta con papelina, pero eso es cuando hay mucho vicio, y yo conozco quien es capaz hasta de morder la mata."

Aunque a este montañés no le puede faltar su buchito a determinadas horas, no llega a tanto.

Hace ya un rato que el pilón hizo silencio dejándolo hablar solo a él mientras en las honduras del madero espera un polvo oscuro y reluciente. No tarda mucho en llegar a la tetera, "el colador de tela no aburre, incluso algunos dicen que ahí sabe mejor". En una esquina de la meseta enlosada de la cocina reposa aburrida la moderna cafetera, mientras un aroma milenario empieza a inundar cada rincón con la misma fragancia que deleitara a la abuela y a la bisabuela de Ibrahím, con esa persistencia de las cosas que llegan para quedarse y echar raíces junto a la historia de cada familia, cada pueblo.

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