Julio Antonio Mella: un hombre nada convencional
Por Alina Perera Robbio (Juventud Rebelde)
Los trazos habían atrapado el misterio del tiempo, de cada instante dejado atrás, perdido en la turbulencia de cuanto aconteció después. Pasábamos despacio, hace ya más de un año, ante cada fresco. El gordo
hechizante llamado Diego Rivera había disfrutado el secreto de ir colocando los colores suaves en la pared nueva, recién preparada con un preciso punto de humedad, el justo para absorber y perpetuar las tinturas alistadas por la intuición y la experiencia.
En el último piso del recinto de la Secretaría de Educación Pública en el Distrito Federal mexicano, la luz esparcida en el aire nos ayudaba a mirar tranquilamente estampas como El tianguis, En el arsenal (1929), El herido (1928), El que quiera comer que trabaje (1928), La muerte del capitalista (1928), El pan nuestro (1928). Todas eran creaciones de Diego. Habíamos llegado hasta allí sabiendo que Julio Antonio Mella fue su amigo. Intentábamos sentir algo de una época que se había evaporado y llevado consigo el estallante desarrollo de los ferrocarriles, la radio con su halo de artefacto inédito, el fonógrafo portátil, la moda de jarrones y pebeteros importados del Oriente, las corridas de toros...
En aquellos días lejanos, el joven comunista había sostenido una cálida amistad con valiosos intelectuales mexicanos entre los que se contaba Diego Rivera, quien tiempo después, mientras daba alguna charla, pedía a los presentes con 25 años de edad que se pusieran de pie para recordarles que justo a esas alturas de su existencia Mella había sido asesinado, y que a pesar de una vida tan breve la ruta transitada había sido intensa y fecunda.
Nos preguntábamos qué habría pasado por la mente del héroe, como destellos, en sus últimos segundos. Tal vez la luz del artefacto fotográfico para el cual posó con boticas y bombachos a la altura de sus tres años. O los ojos de agua clara de su madre Cecilia Magdalena, irlandesa seducida por el poderoso mentón y la mirada de águila del dominicano Nicanor Mella y Brea, de 51 años, a quien se unió extramatrimonialmente cuando tenía 20, y por el cual se asentó en La Habana sin saber hablar español.
¿Pensó en la mano amorosa del padre que jamás le dio la espalda? ¿O en el rostro de alguna de sus novias? ¿O en una de las tánganas desatadas en la Universidad de La Habana? ¿Qué vino a su mente mientras era llevado al quirófano de la Cruz Roja? ¿Acaso los inicios?
El hilo de su vida había comenzado el 25 de marzo de 1903, en la ciudad de La Habana. Le pusieron por nombre Nicanor, y por apellido, el de la madre: McPartland. Era el primogénito —después llegó Cecilio—, fruto de una pasión que tuvo sus orígenes en el sur de Estados Unidos, durante un viaje del acreditado sastre Nicanor en busca de telas. El niño creció a la sombra de una alianza auténtica, marcada por largas esperas en las tardes, por un silencio empozado en cada partícula y esencia del hogar, una tensión posesionada de la pálida faz de la madre mientras estaba ausente don Nicanor, ya casado con la dominicana María Mercedes Bermúdez Ferreira, quien le había dado tres hijas.
En Julio Antonio no hubo nada convencional, ni siquiera sus raíces. Era mestizo y bello, y hasta por eso la sociedad hizo sentir sobre sus hombros un precio a veces solapado, otras sin rubor. Todo parecía confluir para hilvanar una suerte signada por la rebelión y la inconformidad.
Así se sucedían las evocaciones, una tras otra, mientras las pinturas de Diego parecían acogernos desde una aparente inmovilidad, y mientras éramos testigos, minutos después, del edificio de altos puntales, el de la Cruz Roja, al que llevaron a Julio Antonio herido de muerte.
MADUREZ Y SUSTANCIA
La madurez del pensamiento de Julio Antonio asombró a Raquel Tibol. Foto: Ricardo López Hevia«Pese a que sus edades eran diferentes, 42 al lado de 25, Diego Rivera y Julio Antonio Mella eran muy amigos», nos había comentado Raquel Tibol en una entrevista inolvidable. Nacida en Argentina en 1923, polemista, crítica de arte e investigadora que en 1953 llegó a México para ser secretaria del pintor muralista, ella había sugerido la tarde anterior que no dejáramos de ver los frescos en la Secretaría de Educación Pública.
«Desde que Mella llegó a México, nos dijo, se unió a El Machete. Diego estaba ligado a ese periódico comunista, había sido uno de sus fundadores. Existió una fuerte corriente de simpatía entre ambos. Por ahí está la famosa foto en la cual el artista encabeza una de las marchas que llevó los restos del muchacho rumbo al Panteón».
—Háblenos de la presencia de Mella en México...
—Él llega en un momento en que despunta a la madurez, y aquí se desarrolla en ella. Desde su llegada hasta 1929, hubo manga ancha con la izquierda, de modo que él se pudo ligar muy estrechamente con los campesinos, obreros, universitarios e intelectuales.
«Hay que destacar su capacidad de argumentación que no era emocional sino hecha con elementos salidos de una mente disciplinada en el pensamiento revolucionario. Es eso lo asombroso de Mella. Él podría haber tenido 45 años e igualmente asombraría, pero el asombro es mayor porque él era verdaderamente joven.
«Sus años en México, de 1925 a 1929, fueron de una actividad fenomenal. Es todo el tiempo un hiperactivo, pero además, lleno de sustancia. Basta leer sus escritos: son de una gente con un pensamiento revolucionario muy maduro para su edad».
En el prólogo a su libro Julio Antonio Mella en El Machete, Raquel ha dejado un valioso resumen de todo cuanto hizo el joven cubano:
«Mella editó en México —ha referido la investigadora— dos de sus más importantes folletos: El grito de los mártires, y La lucha revolucionaria contra el imperialismo o ¿Qué es el A.R.P.A.? (...) Llevó la representación de los campesinos al primer Congreso Antiimperialista celebrado en Bruselas en 1927. Siendo miembro del Comité Continental Organizador de la Liga Antiimperialista de las Américas, tanto la Liga Nacional Campesina de México, como las secciones salvadoreña y panameña de la Liga Antiimperialista le confiaron su representación (...) Luchó en México por la vida de Nicolás Sacco y Bartolomé Vanzetti, los inmigrantes italianos que fueron sacrificados en la silla eléctrica en Massachussets (...), apoyó en mítines y manifestaciones celebrados en muchas ciudades de México, la lucha de liberación de Augusto César Sandino en Nicaragua.
«(...) Mella participó en mítines y manifestaciones en contra de Benito Mussolini y el fascismo. Ya los primeros números del periódico El Machete, en 1924, registran de manera permanente la lucha antifascista. (...) La activa oposición de Mella contra Machado, ese “Mussolini tropical”, no conoció un instante de tregua en los 35 meses que vivió en México.
«Desde México y en México combatió al imperialismo norteamericano, (...) fue un extraordinario periodista revolucionario de una fecundidad impresionante (...) Su obra periodística, que no solo ha resistido el paso de los años sino que conserva marcados valores de actualidad, hay que buscarla no solo en El Machete, sino en la revista El Libertador, de la Liga Antiimperialista de las Américas, en el Tren Blindado, publicación de los estudiantes de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde cursaba el quinto año cuando fue sacrificado; y en todos los periódicos revolucionarios de su tiempo, de aquí y de Cuba (...)».
Raquel nos contó las razones por las cuales había decidido escribir Julio Antonio Mella en El Machete. Ella, que tenía una relación muy estrecha con el destacado muralista David Alfaro Siqueiros, pensaba escribir un texto sobre la obra del pintor mexicano.
«Siqueiros, recordó, hablaba todo el tiempo de El Machete, pero no tenía un solo ejemplar en su archivo. Busqué entonces y resultó que en México había una sola colección en manos de dos personas que habían sido miembros del Partido Comunista. Hablé con ellos y les dije: “Estoy haciendo un libro sobre Siqueiros y necesito consultar El Machete de la A a la Z, préstenmelo, por favor”.
«Trabajaba el libro en el estudio de Siqueiros. Hasta allí llevé los ejemplares. Comencé, como se leen los viejos periódicos, línea a línea, y la carpetica de Siqueiros crecía, pero la de Mella crecía mucho más. Fue entonces cuando dije al pintor y a su esposa que me perdonaran, que me iría a casa para trabajar los materiales de Mella y que después regresaría para terminar el otro libro. Y así lo hice».
La pasión con que Mella llevó su vida de revolucionario parece ser un hechizo que ha invitado y aún invita a estudiarlo. Es la pasión que hizo a Raquel cambiar de proyecto, y es la misma que hizo comentar a Siqueiros, según nos dijo la investigadora, que Mella lanzó cierta vez alguna silla durante una discusión encendida. Definitivamente, el artista dejó por escrito en 1967 que «Mella era un hombre de gran profundidad de pensamiento. Era un extraordinario orador y un orador de masas magnífico. Convivió conmigo en el movimiento obrero en Cinco Minas, La Masata, en Favor del Monte, en muchísimos de los centros mineros de México... Juntos viajamos a la zona del Golfo, a Tampico, a Chihuahua. Fue un hombre prominente, querido por todos. Realmente, Julio Antonio Mella no solamente fue un líder de primera magnitud en Cuba, con toda su lucha heroica maravillosa, sino en México también».
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