Rejuego aparencial
Por Ada Oramas (Tribuna de La Habana)
La simbiosis entre una realidad que podría no serlo y una ficción cuya sólida estructura le hace tangible constituye el medio expresivo recurrente de Fernando Pérez en el largometraje Madrigal, el cual será exhibido próximamente en los cines de estreno de nuestra capital, entre ellos el Chaplin, donde ocurrió el preestreno.
Concebida su idea original antes de Suite Habana, este filme constituye el escalón más alto de una carrera hacia la perfección en Fernando Pérez, Premio Nacional de Cine 2007, compartido con Daisy Granados y Nelson Rodríguez.
No me atrevería a calificarlo de obra maestra del cineasta, pues seguramente su próxima creación cinematográfica desmentiría tal aseveración. Posee determinadas cualidades que no solo lo colocan en un plano superior, sino constituyen una ruptura con los códigos empleados en La vida es silbar y Suite Habana.
Denota una madurez estética muy bien sedimentada, en su concepción de hecho artístico por su intencionalidad como producto deliberadamente artificial, lo cual reconoce el realizador y provoca una infinitud de reacciones en el espectador, del asombro al desconcierto, sin obviar determinados momentos de desasosiego.
Una historia en dos dimensiones temporoespaciales podría constituir una definición simplista: La Habana 2005 y el mundo 2020. El guión tiene como apoyatura una dramaturgia elaborada como una introspección a la esencia conflictual, la sicología y la relación de los personajes con su medio social, geográfico y momento histórico y la confrontación entre los valores humanos de acuerdo con escalas generacionales.
La acción busca asideros en la cotidianidad para hacer sentir una cercanía necesaria a la primera parte. El amor de Javier y Luisita es un espejismo, una fantasía, pervive más allá de la vida de ambos o constituye una metáfora necesaria para desarrollar las ambivalencias que acosan a los actuantes y retan a los receptores.
Ese ser o no ser, obsesivo para Hamlet, lo es también para quienes se involucran directa o indirectamente al engranaje que va superponiendo ideas y alusiones, a partir de símbolos visuales y expre-siones del habla popular más contemporánea, con implicaciones polisémicas, cuya valoración depende del auditorio.
Tal premisa equivaldría a interpretaciones diversas del espectador, descodificando mensajes y creando un corpus individual. Como resultado de este proceso de análisis, surgiría un Madrigal muy personal, por la subjetividad del público, cuyo acercamiento o distanciamiento no dependería del cineasta y quizá no reflejaría determinadas aristas en la fantasía del cuento que abarca la segunda dimensión.
Allí, la fabulación de Javier fusiona su propia personalidad con la de Ángel. Ello desencadena una historia alucinante en el imperio de Eros, con un final donde reaparece sorpresivamente Luisita, el personaje más poético de la cinta.
El trabajo actoral representa uno de los grandes aciertos de la película por lo convincente de las caracterizaciones del elenco, pues cada rol ha sido perfilado a través de un proceso creativo de total desdoblamiento. Carlos Enrique Almirante va armando la arquitectura sicológica de Javier y logra un clímax de tragicidad en la escena evocadora de aquella que René Clair jamás pudo filmar como final para Grandes maniobras.
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