LO BELLO DEL ALHAMBRA
Por Amelia Duarte de la Rosa (Granma)
La historia de la dramaturgia cubana está indisolublemente unida al Teatro Alhambra. Inmortalizado en el cine y la literatura, exponente del bufo y la comedia, el Alhambra —cuyo renombre y prestigio alcanzó niveles destacadísimos dentro y fuera de la Isla— es un símbolo de la cultura nacional que aún, después de un siglo, conserva un lugar especial en el imaginario popular.
Erigido el 13 de septiembre de 1890, en el espacio que ocupaba un taller de herrería en la intersección de las calles Consulado y Virtudes, en La Habana, el inmueble de una sola planta, propiedad del catalán José Ross, no tuvo en su primera década la acogida que el dueño esperaba. Fue en noviembre de 1900 cuando alquilaron el teatro el libretista Federico Villoch, el escenógrafo Miguel Arias y el actor José López Falco, que el caserón irrumpió en la historia de la escena criolla con una temporada que lo hizo uno de los sitios más frecuentados de la ciudad durante 35 años consecutivos, ciclo que el cronista Eduardo Robreño ha catalogado "como la temporada teatral más extensa que se haya efectuado en el mundo."
Alrededor de dos mil obras se presentaron en el Alhambra —homónimo del palacio de Andalucía— con un género que reflejó, dentro del marco de lo popular, el costumbrismo de la sociedad cubana de entonces. En su escena se volvieron antológicos el negrito, el gallego y la mulata, personajes que, secundados por cuerpos de bailes, buen vestuario, gran escenografía y excelente música, representaron lo que se llamaría el mejor bufo cubano.
Reino de la crítica social, el choteo y la sátira política, el género alhambresco fue la génesis de varias generaciones de artistas. En sus funciones destinadas solo para hombres desfilaron nombres insignes del teatro y la música en Cuba: Gonzalo Roig, Regino López, los célebres hermanos Robreño, Juan Pablo Astorga, Mario Fernández, el maestro Jorge Anckermann, Arquímedes Pous, Candita Quintana, Blanquita Becerra, Luz Gil y años después el inigualable Enrique Arredondo, uno de los más grandes actores cómicos del país.
Sainetes, operetas, parodias, revistas y zarzuelas, todas de gran arraigo popular, como La isla de las cotorras, La danza de los millones, La República Griega, La casita criolla, El rico hacendado, y algunas polémicas como Cuando vino Mefistófeles, han llegado a nosotros a pesar de que la mayoría de los libretos no se conservan.
A partir de 1930, con la aparición del cine sonoro, los finales del machadato y la aguda crisis económica, comenzó la decadencia del Alhambra, que cerró por última vez su telón el 18 de febrero de 1935 al derrumbarse el techo del pórtico y parte de la platea del edificio a las doce y media de la noche.
Aunque fueron muchos sus detractores y severa la crítica teatral, el teatro Alhambra "pálido reflejo del profundo deterioro político en que la República, recién inaugurada, había naufragado" —según el estudioso Rine Leal— recibió la consagración del pueblo, su mayor promotor. Hoy, 120 años después de su fundación, permanece en la memoria teatral cubana. Quizás quien mejor definió su autenticidad fue Alejo Carpentier: "este teatro constituye un admirable refugio del criollismo, uno de los pocos sitios en que se mueven sabrosos personajes símbolos de la vida criolla".
La historia de la dramaturgia cubana está indisolublemente unida al Teatro Alhambra. Inmortalizado en el cine y la literatura, exponente del bufo y la comedia, el Alhambra —cuyo renombre y prestigio alcanzó niveles destacadísimos dentro y fuera de la Isla— es un símbolo de la cultura nacional que aún, después de un siglo, conserva un lugar especial en el imaginario popular.
Erigido el 13 de septiembre de 1890, en el espacio que ocupaba un taller de herrería en la intersección de las calles Consulado y Virtudes, en La Habana, el inmueble de una sola planta, propiedad del catalán José Ross, no tuvo en su primera década la acogida que el dueño esperaba. Fue en noviembre de 1900 cuando alquilaron el teatro el libretista Federico Villoch, el escenógrafo Miguel Arias y el actor José López Falco, que el caserón irrumpió en la historia de la escena criolla con una temporada que lo hizo uno de los sitios más frecuentados de la ciudad durante 35 años consecutivos, ciclo que el cronista Eduardo Robreño ha catalogado "como la temporada teatral más extensa que se haya efectuado en el mundo."
Alrededor de dos mil obras se presentaron en el Alhambra —homónimo del palacio de Andalucía— con un género que reflejó, dentro del marco de lo popular, el costumbrismo de la sociedad cubana de entonces. En su escena se volvieron antológicos el negrito, el gallego y la mulata, personajes que, secundados por cuerpos de bailes, buen vestuario, gran escenografía y excelente música, representaron lo que se llamaría el mejor bufo cubano.
Reino de la crítica social, el choteo y la sátira política, el género alhambresco fue la génesis de varias generaciones de artistas. En sus funciones destinadas solo para hombres desfilaron nombres insignes del teatro y la música en Cuba: Gonzalo Roig, Regino López, los célebres hermanos Robreño, Juan Pablo Astorga, Mario Fernández, el maestro Jorge Anckermann, Arquímedes Pous, Candita Quintana, Blanquita Becerra, Luz Gil y años después el inigualable Enrique Arredondo, uno de los más grandes actores cómicos del país.
Sainetes, operetas, parodias, revistas y zarzuelas, todas de gran arraigo popular, como La isla de las cotorras, La danza de los millones, La República Griega, La casita criolla, El rico hacendado, y algunas polémicas como Cuando vino Mefistófeles, han llegado a nosotros a pesar de que la mayoría de los libretos no se conservan.
A partir de 1930, con la aparición del cine sonoro, los finales del machadato y la aguda crisis económica, comenzó la decadencia del Alhambra, que cerró por última vez su telón el 18 de febrero de 1935 al derrumbarse el techo del pórtico y parte de la platea del edificio a las doce y media de la noche.
Aunque fueron muchos sus detractores y severa la crítica teatral, el teatro Alhambra "pálido reflejo del profundo deterioro político en que la República, recién inaugurada, había naufragado" —según el estudioso Rine Leal— recibió la consagración del pueblo, su mayor promotor. Hoy, 120 años después de su fundación, permanece en la memoria teatral cubana. Quizás quien mejor definió su autenticidad fue Alejo Carpentier: "este teatro constituye un admirable refugio del criollismo, uno de los pocos sitios en que se mueven sabrosos personajes símbolos de la vida criolla".
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