FELIX B. CAIGNET
Por Orlando Castellanos (La Jiribilla)
El derecho de nacer, radionovela del cubano Félix B. Caignet, fue el primer producto melodramático radial que saltó de un país al otro del hemisferio y luego desbordó las fronteras del continente.
Han pasado los años en los que, para la generalidad de los latinoamericanos, la radionovela fue presencia diaria en el mundo hogareño, antes de ser sustituida por la telenovela.
“Lágrimas, susurros y una felicidad siempre pospuesta son elementos consustanciales al melodrama radiotelevisivo”, afirma el escritor cubano Reinaldo González en su libro de ensayo Llorar es un placer. El que convirtió estos elementos en una fórmula fue Félix B. Caignet, quien cuando comenzó a transmitirse en Cuba El derecho de nacer, en 1948, no tenía idea de que su nombre llegaría a conocerse en los más lejanos confines y que con aquella radionovela llorarían millones de personas en todo el mundo. En aquel año, menos aún podía imaginar Caignet que su técnica, su manera de hacer, se extenderían hasta nuestros días y pasarían al medio televisivo.
Sin proponérselo fue este autor quien dejó como herencia, en primer término a los latinoamericanos, el llorar por los mismos personajes, hoy en Caracas, mañana en Río, luego en Bogotá, después en Buenos Aires, etc., algo así como una especie de integración lagrimal.
¿Quién fue este hombre?, ¿cómo fue su vida?, ¿se dedicó en exclusiva a la radionovela?, ¿fue feliz?, ¿sus amores tuvieron algo que ver con las tramas que desarrollaba en la radio?
El 30 de agosto de 1972, en La Habana, grabé una entrevista a Félix B. Caignet, quien ya contaba ochenta años y estaba casi ciego. Exactamente tres años y nueve meses después, el 25 de mayo de 1976, falleció en la capital cubana.
–Comencemos, Caignet, por la fecha y lugar de Cuba donde nació.
–Como Alberto Limonta, el personaje de mi novela El derecho de nacer, vine al mundo en un cafetal, en el municipio de San Luis, en la provincia de Oriente, el 31 de marzo de 1892.
–Cuéntenos de la familia, de sus recuerdos de infancia.
–Tengo agradables recuerdos de mis padres, de mis nueve hermanos, de aquel cafetal. Mi madre era cubana y mi padre un francés adinerado, de los que vivían aquí como en plena corte francesa arruinada. Una mujer maravillosa, mi primera maestra. Tocaba el piano admirablemente, y en gran medida despertó en mí el amor por la música. Era una mujer interesantísima, delicada, parecía un personaje de novela.
Durante la Guerra de Independencia, el Ejército Libertador quemó el cafetal de mi padre quien quedó arruinado. La familia, tenía yo siete años, se trasladó a Santiago de Cuba y comenzó para nosotros una vida de penurias a la que no estábamos acostumbrados, además, mi padre había quedado paralítico. Me pusieron a estudiar en una escuela pública muy pobre donde fui condiscípulo, y desde entonces amigo, de Miguel Matamoros. Prácticamente estudié solo, de manera autodidacta, leía todo lo que caía en mis manos. Escribí novelas radiales por capítulos a causa de un lindo recuerdo de aquella infancia en Santiago de Cuba: los cuenteros.
–¿Cómo es esa mezcla de los cuenteros de Santiago y su posterior obra de escritor radial?
–Sí, mire, aquella era una época en que no había cine, radio, televisión. Los niños apenas teníamos otro entretenimiento que jugar a las canicas, empinar papalotes, la quimbumbia y, de cuando en cuando, ver una función de circo, aquellos circos que llegaban por unos días. No sé cómo surgieron, ni quién fue el primero, pero ahí estaban los que se ganaban la vida como cuenteros. Eran gentes del pueblo, en su mayoría analfabetos. Cada barrio tenía el suyo y allí estábamos sus clientes, los niños de entonces.
El cuentero de mi barrio se llamaba Miguel Andrés, le decían El Chino: era un mulato achinado, gordo, risueño. Los cuentos nacían de su fantasía y a nosotros nos fascinaban. Era una cosa extraordinaria cuando llegaba el cuentero.
Con muchos cuentos de aquellos que recordaba, más cosas que le agregué, surgieron las “Aventuras de Chelín, Bebita y el enanito Coliflor”. Con esas aventuras debuté en la naciente radio, en Santiago de Cuba. Como era ventrílocuo, yo hacía todas las voces: Chelín, Bebita, Coliflor, el gigante Carangallo, la bruja, etc. Por aquellos lejanos años de los inicios de la radio no existían los efectistas de sonido ni los musicalizadores y yo lo hacía todo en el programa. Era como el hombre orquesta: escribía, narraba, hacía las voces, los efectos, todo. Aquellos cuenteros de mi infancia ejercieron en mí una influencia extraordinaria, fueron la fuente de donde surgieron mis primeros programas radiales.
–Usted también incursionó en la poesía desde muy joven.
–Dicen que de poeta y loco todos tenemos un poco. Cuando era muy joven me creía poeta. En una ocasión escribí algo así como una prosa rimada y lo encontré tan bonito que se lo leía a todo el que me quisiera escuchar. Me decían: “está bien” y yo pensaba: “qué injustos son, si esto está lindísimo. Era lo primero que creaba y lo encontraba tan bueno que me atreví a escribirle una carta a Miguel Quevedo, director fundador de la revista Bohemia, suplicándole que lo publicara. Compraba semanalmente la Bohemia para ver si salía. Al fin, como a los dos meses, veo en un lugar destacado, con ilustración y todo, mi trabajo y una nota que decía: “de un joven poeta santiaguero son estos versos…”. Aparecía un elogio discreto, realmente no era una cosa del otro jueves, de lo que me percaté después, pero aquello fue para mí la satisfacción más grande del mundo, era lo primero que se me publicaba. Años más tarde di a conocer mucha Poesía Negra, costumbrista, con muy buena acogida.
–¿Es cierto que en un momento de su vida se desempeñó como periodista?
–Ejercí el periodismo durante mucho tiempo en el Diario de Cuba, allá en Santiago. Soy fundador de la Asociación de Reporteros de esa ciudad. En aquel diario tuve una sección patrocinada por los cigarrillos Edén, donde, entre otras cosas, se publicaban cartas de amor y se premiaba la mejor de cada día. Aún conservo muchas de aquellas cartas, siempre me ha gustado guardar un poco del pasado. Aquella sección la firmaba con el seudónimo de A. L. Kanfor. Gracias a esa sección puedo decir que me hice compositor.
–¿Cómo ocurrió?
–Fue con motivo de un romance lindísimo, con pasajes novelescos. Ocurrió que un día llegó una carta con una nota que decía: “esta no es para el concurso, es para usted”. Estaba escrita por una mujer que firmaba con un seudónimo y me expresaba que estaba enamorada de mí, que me conocía y yo a ella no; me describía todo un programa de felicidad para si algún día nos pudiéramos unir, todo esto con un estilo y brillantez exquisitamente extraordinarios. Aquella carta revelaba un alma superior, a una persona culta. Le respondí en mi sección del periódico pidiéndole que se identificara, que quería hablar con ella personalmente, sus cartas siguieron llegando y continué publicando mis respuestas. Ella tuvo detalles bellísimos, gestos delicados, como el de enviar flores en el día del cumpleaños de mi madre.
Me fui enamorando de aquella mujer que no conocía, se me metió en el alma, creció un amor espiritual. A todas estas crecía la curiosidad de los lectores que me pedían que publicara las cartas de ella, cosa que jamás hice. ¿Quién no ha sido ridículo, picú’o, cuando ha estado enamorado? Esos primeros versos, esas carticas de las que nos reímos cuando pasan los años, pero que tuvieron vigencia sincera. Un día recibí un paquetico por correos que contenía la mitad de un bombón mordido por ella, para que me lo comiera. Son las imbecilidades del amor, pero que nadie me niegue que son sublimes. Al recibir aquella muestra de amor, en mi oficina del Teatro Cuba, del que era administrador, me puse a escribir unos versos que me salían con una facilidad enorme y al mismo tiempo escuchaba en mi interior como una música sincronizada a esos versos y los canté. En ese momento llegó el músico santiaguero Electo Rosell, a quien todos conocemos como Chepín, director más tarde de la orquesta Chepín Chovén, y quien en ese entonces era violinista de la orquesta del teatro. Le expliqué lo que me había sucedido y le pedí que pasara la música al pentagrama lo más rápido posible ya que yo no sabía escribir música, se la canté y la copió en papel pautado. Es una criolla que tiene por título el seudónimo con que firmaba aquella mujer. A los dos días se lo hice saber por el periódico y además publiqué la letra. Esta criolla instrumentada por el maestro Rafael Morales, pianista, organista y director de la orquesta del teatro, se estrenó en el mismo Teatro Cuba, un domingo en la tanda de las diez de la mañana, la cantó Ramón Millar, quien era un estudiante que poseía una preciosa voz. En esa tanda, a teatro lleno, yo estaba sentado en la sala como un perfecto idiota, escuchando por primera vez una canción hecha por mí, recuerdo que lloraba de la emoción. Nunca quise que se grabara esa canción, no quise comercializarla. Sin falsa modestia, es muy bonita.
–Pero usted no es autor de un solo tema…
–Después de esa, mi primera composición, me surgió otra a la que titulé Quiero besarte, también dedicada a aquella mujer y que, posteriormente, la grabó Rita Montaner y más tarde muchos otros intérpretes.
–Desearía que retomara el hilo de su conversación, que le interrumpí con mi anterior pregunta, sobre el romance con la desconocida que tanto le inspiró.
–Transcurrieron casi dos años de estos amores en los que se entrecruzaban las cartas de ella y mis respuestas en el periódico y de pronto, dejé de recibir su correspondencia durante varios meses. Pensé que todo había sido la burla de alguien para entretenerse, para pasar el rato y que no había existido nada de verdad en aquello. Me dio mucha pena, sentía como si alguien me hubiera sido infiel, me sentía engañado. Los lectores, los amigos, me preguntaban qué había pasado que ya no se hablaba de aquellas cartas en mi sección, que no se escribía nada sobre la misteriosa mujer del seudónimo. Me sentía lastimado porque aquella cosa linda que había llegado a mi vida, de repente se había disuelto como una pompa de jabón. Pensaba, y así lo escribí en mi diario íntimo, que ella no se merecía que yo la quisiera, sino que la odiara. Estaba realmente en medio de esa crisis, cuando con una facilidad enorme compuse Te odio, donde digo: “te odio y, sin embargo, te quiero, te odio y no puedo olvidarte”; esa canción me la estrenó en Santiago, el Trío Matamoros y en La Habana, Rita Montaner. Tanto Matamoros como Rita la grabaron en disco y después muchísimos intérpretes la han grabado a lo largo de los años. Te odio se convirtió en un éxito musical que, incluso en Estados Unidos fue grabado por Bing Crosby, con una traducción muy bien hecha. Esta fue la primera canción mía que se conoció en todo el país y que permitió que se me considerara compositor. Te odio ha recorrido buena parte del mundo.
Pasado algún tiempo del silencio de aquella dama, se reanudó la correspondencia y, al fin, un día, llegué a conocerla; fue indescriptible el encuentro con aquella maravillosa mujer que me hizo incursionar en el mundo de la música y vivimos un romance. Era una mujer exquisita. Al tiempo nos dejamos de ver, pero la recuerdo siempre y continúo queriéndola. Circunstancias especialísimas y poderosas hicieron que se rompiera nuestro idilio. Jamás volvimos a vernos, ella nunca se casó ni yo tampoco.
–¿Siguió componiendo?
–Sí, mi vida como compositor continuó. Hice muchos cantos negros y hasta llegué a grabar algunos en mi voz para la RCA Víctor. El primero de ellos sirvió de tema a una de las primeras películas sonoras que se filmaron en Cuba.
El pregón Frutas del Caney lo compuse por mi amor a ese pedacito de la región oriental de nuestra Isla, tan cercano a Santiago de Cuba: El Caney, donde el paisaje es maravilloso, muy lindo; allí la fertilidad de la tierra hace que se den unas flores muy bellas y de las frutas ni se diga. Me siento realmente satisfecho de ese número que estrenó, grabó e hizo famoso el Trío Matamoros, que fundó y dirigió aquel que fue mi condiscípulo en la pobre escuelita de Santiago de Cuba: Miguel Matamoros.
Cuando comencé a escribir novelas radiales continué componiendo, pero como una necesidad espiritual, sin explotar comercialmente estas composiciones. Tengo una cantidad enorme de piezas desconocidas para el público.
–Sobre sus novelas radiales, ¿cómo comenzó esa historia que es ya leyenda?
–Como dije ya, lo primero que hice para la radio fue aquel programa de niños, en Santiago de Cuba, cuando se iniciaba ese medio. Durante muchos años me rondaba una idea que pude concretar después que me trasladé a La Habana. Esa idea era la de escribir obras por capítulos o episodios para la radio, algo así como lo que se hacía, antiguamente, en los llamados folletines de periódicos y revistas, esto lo imaginaba pensando en la magia de la radio, para explotar todas las posibilidades de ese, entonces, medio nuevo. Por esa época, aquí se escuchaban adaptaciones de obras teatrales que interpretaban lo que se llamaba cuadros de comedias o de radioteatros, todos integrados por figuras provenientes del teatro, como Pilar Bermúdez, Enriqueta Sierra, Marcelo Agudo y tantos otros. Entonces eran famosos “El teatro del aire” y “Radio Teatro Ideas Pazos”, que emitían adaptaciones de obras del teatro universal, muy bien hechas, con magníficas puestas. Yo quería hacer otra cosa y escribí las aventuras de un detective chino que aún se recuerda: Chan Li Po. Eran episodios diarios que se hicieron tan famosos que hasta se montaron en emisoras de otros países, por ejemplo en Argentina y Colombia. En 1937, aquí en Cuba, Ernesto Caparrós filmó una película que tituló La serpiente roja con un guión mío, basado en las aventuras de este detective chino. En Chan Li Po introduje, por primera vez, el narrador en la radio, y a partir de ello, por lo menos en Argentina, que yo sepa, también se incorporó el narrador en los espectáculos radiales.
Creo que tengo algunos records, aunque no sean como para situarlos en el libro de Guinnes; por ejemplo, por razones de radioaudiencia o comerciales, todas las novelas se transmitían en horarios nocturnos y la primera que se emitió en un horario diurno, a las dos de la tarde, fue la mía, titulada El precio de la vida, que es muy anterior a El derecho de nacer. Entre mis trabajos como escritor radial recuerdo con gran cariño y emoción Ángeles de la calle, la que también, años más tarde, fue llevada al cine.
Han pasado los años en los que, para la generalidad de los latinoamericanos, la radionovela fue presencia diaria en el mundo hogareño, antes de ser sustituida por la telenovela.
“Lágrimas, susurros y una felicidad siempre pospuesta son elementos consustanciales al melodrama radiotelevisivo”, afirma el escritor cubano Reinaldo González en su libro de ensayo Llorar es un placer. El que convirtió estos elementos en una fórmula fue Félix B. Caignet, quien cuando comenzó a transmitirse en Cuba El derecho de nacer, en 1948, no tenía idea de que su nombre llegaría a conocerse en los más lejanos confines y que con aquella radionovela llorarían millones de personas en todo el mundo. En aquel año, menos aún podía imaginar Caignet que su técnica, su manera de hacer, se extenderían hasta nuestros días y pasarían al medio televisivo.
Sin proponérselo fue este autor quien dejó como herencia, en primer término a los latinoamericanos, el llorar por los mismos personajes, hoy en Caracas, mañana en Río, luego en Bogotá, después en Buenos Aires, etc., algo así como una especie de integración lagrimal.
¿Quién fue este hombre?, ¿cómo fue su vida?, ¿se dedicó en exclusiva a la radionovela?, ¿fue feliz?, ¿sus amores tuvieron algo que ver con las tramas que desarrollaba en la radio?
El 30 de agosto de 1972, en La Habana, grabé una entrevista a Félix B. Caignet, quien ya contaba ochenta años y estaba casi ciego. Exactamente tres años y nueve meses después, el 25 de mayo de 1976, falleció en la capital cubana.
–Comencemos, Caignet, por la fecha y lugar de Cuba donde nació.
–Como Alberto Limonta, el personaje de mi novela El derecho de nacer, vine al mundo en un cafetal, en el municipio de San Luis, en la provincia de Oriente, el 31 de marzo de 1892.
–Cuéntenos de la familia, de sus recuerdos de infancia.
–Tengo agradables recuerdos de mis padres, de mis nueve hermanos, de aquel cafetal. Mi madre era cubana y mi padre un francés adinerado, de los que vivían aquí como en plena corte francesa arruinada. Una mujer maravillosa, mi primera maestra. Tocaba el piano admirablemente, y en gran medida despertó en mí el amor por la música. Era una mujer interesantísima, delicada, parecía un personaje de novela.
Durante la Guerra de Independencia, el Ejército Libertador quemó el cafetal de mi padre quien quedó arruinado. La familia, tenía yo siete años, se trasladó a Santiago de Cuba y comenzó para nosotros una vida de penurias a la que no estábamos acostumbrados, además, mi padre había quedado paralítico. Me pusieron a estudiar en una escuela pública muy pobre donde fui condiscípulo, y desde entonces amigo, de Miguel Matamoros. Prácticamente estudié solo, de manera autodidacta, leía todo lo que caía en mis manos. Escribí novelas radiales por capítulos a causa de un lindo recuerdo de aquella infancia en Santiago de Cuba: los cuenteros.
–¿Cómo es esa mezcla de los cuenteros de Santiago y su posterior obra de escritor radial?
–Sí, mire, aquella era una época en que no había cine, radio, televisión. Los niños apenas teníamos otro entretenimiento que jugar a las canicas, empinar papalotes, la quimbumbia y, de cuando en cuando, ver una función de circo, aquellos circos que llegaban por unos días. No sé cómo surgieron, ni quién fue el primero, pero ahí estaban los que se ganaban la vida como cuenteros. Eran gentes del pueblo, en su mayoría analfabetos. Cada barrio tenía el suyo y allí estábamos sus clientes, los niños de entonces.
El cuentero de mi barrio se llamaba Miguel Andrés, le decían El Chino: era un mulato achinado, gordo, risueño. Los cuentos nacían de su fantasía y a nosotros nos fascinaban. Era una cosa extraordinaria cuando llegaba el cuentero.
Con muchos cuentos de aquellos que recordaba, más cosas que le agregué, surgieron las “Aventuras de Chelín, Bebita y el enanito Coliflor”. Con esas aventuras debuté en la naciente radio, en Santiago de Cuba. Como era ventrílocuo, yo hacía todas las voces: Chelín, Bebita, Coliflor, el gigante Carangallo, la bruja, etc. Por aquellos lejanos años de los inicios de la radio no existían los efectistas de sonido ni los musicalizadores y yo lo hacía todo en el programa. Era como el hombre orquesta: escribía, narraba, hacía las voces, los efectos, todo. Aquellos cuenteros de mi infancia ejercieron en mí una influencia extraordinaria, fueron la fuente de donde surgieron mis primeros programas radiales.
–Usted también incursionó en la poesía desde muy joven.
–Dicen que de poeta y loco todos tenemos un poco. Cuando era muy joven me creía poeta. En una ocasión escribí algo así como una prosa rimada y lo encontré tan bonito que se lo leía a todo el que me quisiera escuchar. Me decían: “está bien” y yo pensaba: “qué injustos son, si esto está lindísimo. Era lo primero que creaba y lo encontraba tan bueno que me atreví a escribirle una carta a Miguel Quevedo, director fundador de la revista Bohemia, suplicándole que lo publicara. Compraba semanalmente la Bohemia para ver si salía. Al fin, como a los dos meses, veo en un lugar destacado, con ilustración y todo, mi trabajo y una nota que decía: “de un joven poeta santiaguero son estos versos…”. Aparecía un elogio discreto, realmente no era una cosa del otro jueves, de lo que me percaté después, pero aquello fue para mí la satisfacción más grande del mundo, era lo primero que se me publicaba. Años más tarde di a conocer mucha Poesía Negra, costumbrista, con muy buena acogida.
–¿Es cierto que en un momento de su vida se desempeñó como periodista?
–Ejercí el periodismo durante mucho tiempo en el Diario de Cuba, allá en Santiago. Soy fundador de la Asociación de Reporteros de esa ciudad. En aquel diario tuve una sección patrocinada por los cigarrillos Edén, donde, entre otras cosas, se publicaban cartas de amor y se premiaba la mejor de cada día. Aún conservo muchas de aquellas cartas, siempre me ha gustado guardar un poco del pasado. Aquella sección la firmaba con el seudónimo de A. L. Kanfor. Gracias a esa sección puedo decir que me hice compositor.
–¿Cómo ocurrió?
–Fue con motivo de un romance lindísimo, con pasajes novelescos. Ocurrió que un día llegó una carta con una nota que decía: “esta no es para el concurso, es para usted”. Estaba escrita por una mujer que firmaba con un seudónimo y me expresaba que estaba enamorada de mí, que me conocía y yo a ella no; me describía todo un programa de felicidad para si algún día nos pudiéramos unir, todo esto con un estilo y brillantez exquisitamente extraordinarios. Aquella carta revelaba un alma superior, a una persona culta. Le respondí en mi sección del periódico pidiéndole que se identificara, que quería hablar con ella personalmente, sus cartas siguieron llegando y continué publicando mis respuestas. Ella tuvo detalles bellísimos, gestos delicados, como el de enviar flores en el día del cumpleaños de mi madre.
Me fui enamorando de aquella mujer que no conocía, se me metió en el alma, creció un amor espiritual. A todas estas crecía la curiosidad de los lectores que me pedían que publicara las cartas de ella, cosa que jamás hice. ¿Quién no ha sido ridículo, picú’o, cuando ha estado enamorado? Esos primeros versos, esas carticas de las que nos reímos cuando pasan los años, pero que tuvieron vigencia sincera. Un día recibí un paquetico por correos que contenía la mitad de un bombón mordido por ella, para que me lo comiera. Son las imbecilidades del amor, pero que nadie me niegue que son sublimes. Al recibir aquella muestra de amor, en mi oficina del Teatro Cuba, del que era administrador, me puse a escribir unos versos que me salían con una facilidad enorme y al mismo tiempo escuchaba en mi interior como una música sincronizada a esos versos y los canté. En ese momento llegó el músico santiaguero Electo Rosell, a quien todos conocemos como Chepín, director más tarde de la orquesta Chepín Chovén, y quien en ese entonces era violinista de la orquesta del teatro. Le expliqué lo que me había sucedido y le pedí que pasara la música al pentagrama lo más rápido posible ya que yo no sabía escribir música, se la canté y la copió en papel pautado. Es una criolla que tiene por título el seudónimo con que firmaba aquella mujer. A los dos días se lo hice saber por el periódico y además publiqué la letra. Esta criolla instrumentada por el maestro Rafael Morales, pianista, organista y director de la orquesta del teatro, se estrenó en el mismo Teatro Cuba, un domingo en la tanda de las diez de la mañana, la cantó Ramón Millar, quien era un estudiante que poseía una preciosa voz. En esa tanda, a teatro lleno, yo estaba sentado en la sala como un perfecto idiota, escuchando por primera vez una canción hecha por mí, recuerdo que lloraba de la emoción. Nunca quise que se grabara esa canción, no quise comercializarla. Sin falsa modestia, es muy bonita.
–Pero usted no es autor de un solo tema…
–Después de esa, mi primera composición, me surgió otra a la que titulé Quiero besarte, también dedicada a aquella mujer y que, posteriormente, la grabó Rita Montaner y más tarde muchos otros intérpretes.
–Desearía que retomara el hilo de su conversación, que le interrumpí con mi anterior pregunta, sobre el romance con la desconocida que tanto le inspiró.
–Transcurrieron casi dos años de estos amores en los que se entrecruzaban las cartas de ella y mis respuestas en el periódico y de pronto, dejé de recibir su correspondencia durante varios meses. Pensé que todo había sido la burla de alguien para entretenerse, para pasar el rato y que no había existido nada de verdad en aquello. Me dio mucha pena, sentía como si alguien me hubiera sido infiel, me sentía engañado. Los lectores, los amigos, me preguntaban qué había pasado que ya no se hablaba de aquellas cartas en mi sección, que no se escribía nada sobre la misteriosa mujer del seudónimo. Me sentía lastimado porque aquella cosa linda que había llegado a mi vida, de repente se había disuelto como una pompa de jabón. Pensaba, y así lo escribí en mi diario íntimo, que ella no se merecía que yo la quisiera, sino que la odiara. Estaba realmente en medio de esa crisis, cuando con una facilidad enorme compuse Te odio, donde digo: “te odio y, sin embargo, te quiero, te odio y no puedo olvidarte”; esa canción me la estrenó en Santiago, el Trío Matamoros y en La Habana, Rita Montaner. Tanto Matamoros como Rita la grabaron en disco y después muchísimos intérpretes la han grabado a lo largo de los años. Te odio se convirtió en un éxito musical que, incluso en Estados Unidos fue grabado por Bing Crosby, con una traducción muy bien hecha. Esta fue la primera canción mía que se conoció en todo el país y que permitió que se me considerara compositor. Te odio ha recorrido buena parte del mundo.
Pasado algún tiempo del silencio de aquella dama, se reanudó la correspondencia y, al fin, un día, llegué a conocerla; fue indescriptible el encuentro con aquella maravillosa mujer que me hizo incursionar en el mundo de la música y vivimos un romance. Era una mujer exquisita. Al tiempo nos dejamos de ver, pero la recuerdo siempre y continúo queriéndola. Circunstancias especialísimas y poderosas hicieron que se rompiera nuestro idilio. Jamás volvimos a vernos, ella nunca se casó ni yo tampoco.
–¿Siguió componiendo?
–Sí, mi vida como compositor continuó. Hice muchos cantos negros y hasta llegué a grabar algunos en mi voz para la RCA Víctor. El primero de ellos sirvió de tema a una de las primeras películas sonoras que se filmaron en Cuba.
El pregón Frutas del Caney lo compuse por mi amor a ese pedacito de la región oriental de nuestra Isla, tan cercano a Santiago de Cuba: El Caney, donde el paisaje es maravilloso, muy lindo; allí la fertilidad de la tierra hace que se den unas flores muy bellas y de las frutas ni se diga. Me siento realmente satisfecho de ese número que estrenó, grabó e hizo famoso el Trío Matamoros, que fundó y dirigió aquel que fue mi condiscípulo en la pobre escuelita de Santiago de Cuba: Miguel Matamoros.
Cuando comencé a escribir novelas radiales continué componiendo, pero como una necesidad espiritual, sin explotar comercialmente estas composiciones. Tengo una cantidad enorme de piezas desconocidas para el público.
–Sobre sus novelas radiales, ¿cómo comenzó esa historia que es ya leyenda?
–Como dije ya, lo primero que hice para la radio fue aquel programa de niños, en Santiago de Cuba, cuando se iniciaba ese medio. Durante muchos años me rondaba una idea que pude concretar después que me trasladé a La Habana. Esa idea era la de escribir obras por capítulos o episodios para la radio, algo así como lo que se hacía, antiguamente, en los llamados folletines de periódicos y revistas, esto lo imaginaba pensando en la magia de la radio, para explotar todas las posibilidades de ese, entonces, medio nuevo. Por esa época, aquí se escuchaban adaptaciones de obras teatrales que interpretaban lo que se llamaba cuadros de comedias o de radioteatros, todos integrados por figuras provenientes del teatro, como Pilar Bermúdez, Enriqueta Sierra, Marcelo Agudo y tantos otros. Entonces eran famosos “El teatro del aire” y “Radio Teatro Ideas Pazos”, que emitían adaptaciones de obras del teatro universal, muy bien hechas, con magníficas puestas. Yo quería hacer otra cosa y escribí las aventuras de un detective chino que aún se recuerda: Chan Li Po. Eran episodios diarios que se hicieron tan famosos que hasta se montaron en emisoras de otros países, por ejemplo en Argentina y Colombia. En 1937, aquí en Cuba, Ernesto Caparrós filmó una película que tituló La serpiente roja con un guión mío, basado en las aventuras de este detective chino. En Chan Li Po introduje, por primera vez, el narrador en la radio, y a partir de ello, por lo menos en Argentina, que yo sepa, también se incorporó el narrador en los espectáculos radiales.
Creo que tengo algunos records, aunque no sean como para situarlos en el libro de Guinnes; por ejemplo, por razones de radioaudiencia o comerciales, todas las novelas se transmitían en horarios nocturnos y la primera que se emitió en un horario diurno, a las dos de la tarde, fue la mía, titulada El precio de la vida, que es muy anterior a El derecho de nacer. Entre mis trabajos como escritor radial recuerdo con gran cariño y emoción Ángeles de la calle, la que también, años más tarde, fue llevada al cine.
–En sus radionovelas, en su música, siempre le ha acompañado el éxito…
–Siempre he pensado que el éxito no le corresponde únicamente al compositor o al escritor, según sea el caso. Cuando los intérpretes son buenos tienen el cincuenta por ciento del éxito, ya sean cantantes o actores. El escritor radial entrega su obra como esos libros infantiles para iluminar, para colorear. El escritor da el dibujo, el director y los actores le ponen el color, esto es, iluminan aquello que se ha escrito.
–¿Qué es para usted la radio?
–Para mí, la radio sigue siendo insustituible pese a la televisión. Yo quiero, prefiero, a la radio. La radio se mantendrá siempre porque es el espectáculo donde el creador, en una u otra especialidad, siempre en complicidad con el oyente, logran un clímax ideal.
–En Cuba usted fue el primero en utilizar un narrador en espectáculos radiales y siempre le asignó un importante sitio en sus obras, ¿a qué se debe?
–Como autor de novelas radiales le doy una importancia suprema al narrador, este viene siendo algo así como el escenógrafo sonoro, el attrezzista sonoro, alguien que colabora a que el oyente ponga a trabajar su imaginación. El narrador dice, por ejemplo, refiriéndose a un personaje: “tiene los ojos azules, el pelo castaño, viste de tal manera”, y esto para mí es como ponerlo “tecnicolor” mental a la radio.
En la televisión, todo está ahí, el espectador es un ente pasivo que recibe todo hecho y no pone nada; él está viendo el color de la ropa, del pelo, los ojos, la belleza o fealdad de los personajes, el paisaje, el entorno en que se mueven los actores, mientras que, en la radio, el narrador y el oyente intensifican o disminuyen estos colores, estas bellezas o fealdades. Un narrador puede explicarnos que un personaje es horrible. Viene a la mente Talúa, con sus piernas deformes y cuerpo contrahecho, según mi libreto, pero en la imaginación de cada oyente nace y vive un ser imaginado por cada quien. El autor diseña, dibuja la figura y la mentalidad del oyente le va a dar una vida propia que animará al personaje más aún de lo que pudo hacer el autor y cada oyente lo imagina, lo transfigura de una manera distinta.
–Usted fue posiblemente el autor más duramente criticado en la prensa de la época, ¿cómo reaccionaba ante aquella crítica?
–He sido una persona extraordinariamente cordial que ha hecho de la amistad un sacerdocio. Me encanta hacer amigos, pero a pesar de eso, me han atacado mucho, me han tildado de ridículo, de picú’o, como decimos en Cuba, pero mis obras siempre fueron exitosas, llegaron a donde yo quería que llegaran: a las masas. Llegué con ellas a todos los hogares. Me lo demostraron de forma muy expresiva todas las clases sociales, no solamente en Cuba, sino en muchos países donde, no solamente El derecho de nacer, que fue la más divulgada y escuchada, sino mis otras radionovelas que se han transmitido, a veces, en varias ocasiones, lo que para mí es una gran satisfacción.
Se me criticó el estilo, decían que abusaba de la metáfora. Con la metáfora trataba, digamos de “graficar” las radionovelas, por ejemplo, yo escribía: “la luna en el cielo con la cara empolvada…” y esto gustaba a los oyentes. Nunca me incomodé con la crítica, soy un individuo que no ha odiado a nadie, he querido a todo el mundo, sin embargo, tuve muchísimos enemigos.
Aquí existió la Asociación de la Crítica Radial e Impresa, que se conocía con las siglas ACRI, tal vez porque ACRIbillaban al artista, pero cuando llegaba el fin de año lo iban a buscar para otorgarle premios, trofeos que eran trofeísimos, trofespantosos. Tengo muchísimos de ellos aquí, realmente los compré. A fin de año, esos críticos que me habían atacado venían a verme para informarme que yo había sido elegido el autor del año y que se me premiaría en la próxima entrega de trofeos. “Te traemos algunos talonarios –me decían– para el banquete de la entrega de premios” (cada talonario contenía 100 papeletas). Me pedían que los ayudara vendiéndolos y yo no vendía nada, les entregaba el importe de aquellos talonarios y ellos encantados de la vida que entregaban el premio del mejor autor radial del año. Eso sucedía año tras año.
–Pero, usted se presentaba a recoger los premios…
–Algunas veces fui a recibirlos y otras no. Cada día se publicaba: “Caignet es ridículo, picú’o y muy malo…”, y después, el premio. Mis verdaderos premios fueron aquellas multitudinarias audiencias radiales en Cuba y otros países. Era el autor más escuchado y el que más cobraba y eso no me lo perdonaban. Eran enemigos por envidia y siempre he dicho que la envidia no es otra cosa que admirar con rabia.
–Alguna vez dijo usted que escribía para vender jabones. ¿Fue así?
–Nunca pretendí escribir ni La divina comedia ni El Quijote. Tenía que escribir prosa comercial para vender jabones, cremas dentales, cigarrillos, pero lo que escribía lo hacía con sinceridad; aprovechaba el surco abonado que era la emoción popular para sembrar siempre un mensaje, una semilla de bien, de moral, de bondad, algo que estimulara la mejor convivencia de mis oyentes, de la humanidad. Que supieran quererse unos a otros, que si había malos en esas radionovelas era para que resaltara la bondad del bueno, y así fui escribiendo. En todas partes el éxito fue enorme.
–Viajó a muchos países donde se había transmitido en unos casos o donde estaban en el aire en otros los capítulos de El derecho de nacer. ¿Qué recuerdos tiene de aquellos momentos?
–He recorrido todo el Centro y Sudamérica, y los recuerdos son imborrables. Cuando llegué a Brasil, después o durante, no recuerdo bien, la transmisión de allí de El derecho de nacer, me encontré con que me esperaban miles de personas en el aeropuerto de Río, no podía imaginarme eso. Ahí estaban también los artistas intérpretes de la radionovela; lo mismo me sucedió en Perú, en Argentina, y en cada uno de los lugares donde se me recibió de una manera que jamás soñé. Nunca olvidaré aquellos recibimientos. Estas son las cosas con que nos premian los oyentes de la radio y que equivalen a las ovaciones en el teatro. La ovación es sonora y llena de satisfacción al autor, al director, a los artistas, son demostraciones palpables de que se ha llegado al alma del público.
–Volvamos a la dura crítica a que se vio sometido. Se decía que usted era un autor lacrimógeno, que su obra era como lágrima infinita…
–No le diré que me achacaban como un defecto que en mis novelas había siempre mucha lágrima, yo lo hacía ex profeso, y lo seguiré haciendo si recobro la vista y vuelvo a escribir. Mis personajes serán siempre gentes que lloren porque me di cuenta que mucha pobre gente que había nacido con el dolor y la miseria como un tatuaje en su alma y en su vida y que escuchaban mis novelas, tenían el dolor y la amargura tan arraigados que no lloraban jamás por su dolor porque hasta les parecía lógico y, sin embargo, aprovechaban la emoción de una novela en la radio, de uno o más personajes que sufren para, sin darse cuenta, asociarse al dolor de ese personaje ficticio y llorar con aquel su propio dolor.
–¿Cómo surgió El derecho de nacer?
–En la emisora RHC Cadena Azul se transmitía, desde hacía tiempo, el espacio “La novela del aire” que mantenía el más alto porcentaje de radioaudiencia entre todas las novelas que se escuchaban en Cuba. Se me propuso por el Circuito CMQ escribir una radionovela para competir, a la misma hora, esto es, a las ocho y treinta de la noche, con aquel espacio de la Cadena Azul. Me prometieron que me regalarían un automóvil si yo lograba hacer subir aunque fuera un poco la puntuación de ese horario a favor de la CMQ. Por una parte, la promesa del automóvil, que yo nunca había tenido y, por otra, mi prestigio de autor y todas esas vanidades lógicas, a más del sueldo que se me pagaba, me hicieron aceptar el reto: presenté el proyecto de El derecho de nacer.
Esta radionovela que tantas satisfacciones me ha proporcionado, se transmitió en Cuba con un total de 314 capítulos, un año completo en el aire. La acogida rápida y su popularidad tan grande hizo que la audiencia creciera por día, el rating iba dejando atrás, semana tras semana, el hasta entonces fabuloso puntaje que mantuvo durante los ocho años anteriores “La novela del aire” y El derecho de nacer impuso marcas records de sintonía. De ese éxito se hicieron eco hasta las agencias internacionales de noticias y trascendió el nombre de la novela por todo el mundo. Las principales emisoras y cadenas radiales solicitaban desde distintos países los derechos para su transmisión y luego fue emitida también con la más amplia aceptación por parte de los oyentes en los países en que se difundió. Incluso ha sido llevada al cine, medio que ha hecho varias versiones.
–Se rumoraba en tiempos de El derecho de nacer que se había basado usted en un hecho real. ¿Qué hay de cierto?
–No exactamente. Escribí El derecho de nacer tomando como punto de partida un hecho que dejó una huella dolorosa en mi vida. Cuando era joven mi anhelo era casarme y tener un hijo y que este, a su vez, me diera nietos, nací con alma de abuelo. El único hijo que tuve, lo perdí. Lo malograron, la madre lo abortó a los seis meses de vida en su seno. Tuve amores con una muchacha que un día me dijo que íbamos a tener un hijo –son intimidades que ya cuando pasan los años uno se puede permitir el lujo de contarlas–, esto fue en pleno machadato, estaba yo, como se dice vulgarmente, “comiéndome un cable”, no tenía trabajo, el terremoto de Santiago de Cuba había agrietado el edificio del teatro del que era administrador y tuvimos que cerrarlo. Tenía deudas, había un ambiente terrible y fue en ese preciso momento en el que aquella muchacha me dijo que íbamos a tener un hijo, cosas de juventud. Hice un gran esfuerzo para enviarla a La Habana, a la casa de unas amigas de ella para que allí tuviera el niño y evitar el escándalo en Santiago de Cuba. Naturalmente que iba a casarme con ella. Al parecer, las amigas le dijeron que yo seguramente no me casaría y que era mejor que abortara para que ella pudiera trabajar aquí en La Habana. Fue tan torpe, tan criminal, que accedió a lo que le aconsejaban y un día me escribió dándome la noticia que ya no nacería nuestro hijo porque ella, desesperada, hacía diez días que no recibía noticias ni dinero de mi parte, aunque yo, desde que se había ido, había estado mandándole cuanto podía, me informaba que estaba pasando mucho trabajo y había tomado esa decisión. Así rompió mi anhelo de tener un hijo. El único hijo que he tenido en mi vida lo abortó. Sé que era varón aunque solo tenía seis meses. Al recibir aquella noticia no le contesté. Ella continuó escribiéndome, pedía que la perdonara, pero jamás la perdoné.
Ella siguió su camino. Se hizo artista y llegó a ser famosa en México donde murió.
La vida no me dejó ese hijo soñado, pero pude llenarla de cosas agradables, de amor, de ternura, de cariño hacia los niños, hacia la juventud.
–A los ochenta años, ¿cómo mira su vida Félix B. Caignet?
–A mis ochenta años no estoy viejo y le tengo un amor muy grande a la humanidad. Quiero a todo el mundo, no sé odiar. Cuando me despierto cada mañana me digo: “Félix Caignet, acabas de nacer” y rezo, no con oraciones religiosas, sino con una frase: “¿a quién puedo hacer feliz hoy?”. Eso vale más que todos los rezos, que todas las oraciones de todos los curas del mundo. Respeto todas las religiones como respeto todas las ideas, cada quien tiene el derecho de pensar por sí mismo.
Me siento muy bien aquí. Soy muy cubano, cubano nada más. Nunca he tenido un puesto en ningún gobierno, nunca voté, lo que me exonera de responsabilidades; no he sido político porque no me ha gustado la política. He tenido mucho dinero, mansiones, éxito, he viajado y también he pasado más hambre que un ratón de ferretería. Toda la vida me ha gustado el arte: la música, el teatro, el cine, la lectura, las artes plásticas y ahora, cada vez que quiero darme una fiesta me acuerdo de algún amigo o de algún ser querido que esté lejos. Me acuerdo de gente a las que quise y que ya no pertenecen a este mundo, pero los veo vivos que es la manera de hacer vivir a los muertos, recordándolos siempre como si estuvieran vivos.
Tomado de Palabras Grabadas. Orlando Castellanos, Ediciones Unión, 1996.
1 comentarios:
Muchísimas gracias por publicar esta hermosa entrevista, fantástico autor y una inspiración para escribir.
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