ENRIQUETA FABER: MUJER QUE ARRIESGA EL VUELO
De la primera mujer graduada de Medicina que ejerciera en Cuba, no se conserva ni una imagen; su "escandalosa" historia sí, a veces contada con jocosa maledicencia
Por Tania Chappi (Bohemia)
Hacia 1823 el Hospital de Paula de La Habana recibía a la prisionera más singular que jamás hubiese habitado dentro de sus muros. Y no por su edad, apenas 28 años; o su físico: finos modales, cuatro pies y diez pulgadas de estatura, piel blanca con abundantes marcas de viruela, mejillas rosadas, ojos azules, cabellos y cejas rubios, nariz abultada, boca y frente chicas. Ni siquiera por su poco recogimiento; más rebeldes y deslenguadas las hubo entre tanta mujer de mal vivir que alguna vez expió aquí sus pecados.
Enriqueta Faber –Henriette– había desafiado las leyes, humanas y divinas, como ninguna mujer lo hiciera en toda la isla de Cuba. Solo el dolor, la humillación sin límites podrían purificarla. Día tras día, narra un cronista decimonónico, "el capellán la hacía barrer las losetas de las aceras próximas a la prisión, y Enriqueta, con las enaguas rotas y medio suspendidas de la cintura, dejando ver unos pequeños y muy blancos pies desnudos, vaciaba no pocos cubos de agua sobre el polvo de la calle, con cierto refrenado furor de enajenada". Por las noches se le permitía leer y escribir a la luz de una vela de sebo.
La joven escribe a su hijo perdido. Le relata que sus abuelos, Juan Faber e Isabel Caven, eran ricos y aficionados a las artes. Que ella nació en Lausana, Cantón de Vaud, Suiza, en 1791. Huérfana a los 16 años, arruinada, el tío Enrique, barón de Avivery y coronel del ejército francés, la ampara en su casa de París. Abundan en ella las tertulias, las fiestas.
Una tarde llegó, ¡qué gallardo con su uniforme de oficial de cazadores! Juan Bautista. Antes de pensarlo dos veces ya éramos monsieur y madame Renaud. Había dado el primer paso hacia mi otra yo, aunque aún no lo sabía; extraños son los caminos de la vida. (Así podría haberlo contado ella.)
¿Pasión, ceguera adolescente, ansias de independencia? Quienes sobre ella cuentan no se ponen de acuerdo. Unos dicen que el matrimonio se efectuó en contra del parecer del tío, otros que aquel y su casquivana esposa la empujaron a los brazos de Renaud para quitarse de encima una responsabilidad fastidiosa. Sobre el niño, nacido en breve, igual difieren los pareceres: probablemente murió a los ocho días del parto, pero otra versión afirma que la baronesa Aviver, incapaz de tener descendencia, se lo arrebató a Henriette.
En 1808, como oficial del invasor ejército napoleónico, Juan Bautista marcha a Austria. Junto a otras esposas de militares, ella lo acompaña. Batalla de Wagram, muerte, viudez. Enriqueta, con apenas 18 años, decide no depender ni de su tío ni de otro hombre. Tuvo incluso la idea de "hacer enterrar ocultamente a mi marido y declararme el sustituto de su persona". No pudo, contrajo viruelas y fue evacuada a Francia. Marcado el rostro, y el alma, había que rasgar la crisálida, renacer.
LAS ALAS DE LA MARIPOSA
Si todo se me había de dificultar en la vida, en mi calidad de mujer, si para los hombres eran todas las ventajas y para las mujeres los inconvenientes y los sufrimientos, ¿por qué perder más tiempo, vacilando? Me vestí de hombre.
Se lo haya planteado de esta –tal asevera uno de sus biógrafos– o de otra manera, el hecho es que Enrique Faber, cursa Medicina en el París de 1810, donde las sayas y enaguas continúan excluidas de los centros de altos estudios. En lo adelante será ese su nombre, su sexo, su escudo.
Ya graduado, ejerce durante corto tiempo en la residencia de la emperatriz Josefina. ¿Por qué abandona un empleo placentero para lanzarse a los horrores de la guerra? Otro de tantos misterios.
Moscú, 1812. Napoleón ha saqueado la ciudad, dormido en palacio. Sin embargo, no podrá vencer a los rusos ni al despiadado invierno ni al hambre. La retirada se convierte en pesadilla. Algunos historiadores sostienen que de diez franceses nueve murieron. El cirujano Faber padece a la par que todos: Su debilidad era extrema; "andaba sin zapatos, lo mismo que muchos otros soldados, y ninguno sabía en dónde estaban los instrumentos quirúrgicos, las cajas de las municiones o los bultos con los cobertores de reserva para la tropa. La destrucción de las ropas dejaba ver que en el ejército había numerosas heroínas, que por seguir de cerca de sus maridos o amantes se decidieron a vestir de hombre".
Gracias a sus cuidados, el tío sobrevive a una herida grave. No tendrán igual suerte en la campaña contra España. El barón fallecerá en prisión y Enrique permanecerá encarcelado hasta 1816.
Harto de guerra, de muerte, abandona Europa. Desea cumplir, además, la voluntad del moribundo: buscar a la baronesa. Tras ella, el médico viaja a las islas Guadalupe y ejerce su profesión en Fort Louis. No encuentra a Margarita, quien entusiasmada por la prosperidad de los cafetales cubanos se había trasladado a Santiago de Cuba. Nueva travesía.
VUELO EN PICADA
A la ciudad de Santiago de Cuba llegó el 19 de enero de 1919, a bordo del velero La Helvetia. No demoró en la ciudad, prefería un lugar recóndito donde despertara menos curiosidad su aspecto delicado y donde tal vez pudiera consultar a los enfermos sin someterse a las pruebas y trámites que establecía el Tribunal de Protomedicato. Escogió a Baracoa.
Sin embargo, ni siquiera allí escapó a las presiones sociales. Su soltería, aire de mundo y capacidad profesional debieron resultar muy atractivos a las casamenteras locales. Antes de rechazar a alguna señorita de sociedad, Faber optó por lo que parecía la solución ideal.
Cierta tarde, a la puerta de un bohío de paredes de yaguas, techos de penca de palma y piso de tierra, propuso matrimonio a la veinteañera Juana de León. La muchacha, huérfana y más pobre que la anciana lavandera dueña de la casucha, padecía de tuberculosis. Me inspiró desde el primer momento una lástima sincera. Pensé que podría ayudarla, y ella a mí. Le expliqué que viviríamos como buenos amigos, porque estando ella tan débil y enferma no debía someterse a las obligaciones maritales. A todo dijo sí.
El 11 de agosto de 1819 se efectuó la boda en la iglesia parroquial de Baracoa y quedó asentado en el libro de matrimonios de blancos. Durante los meses siguientes, mientras creía afianzarse en el pequeño mundo conquistado, Faber en realidad avanzaba hacia el colapso. Su éxito profesional despertó la envidia de otros galenos de la localidad, quienes lograron le prohibieran practicar la medicina hasta que pasara las pruebas de rigor. Buena alimentación, medicinas y cuidados reanimaron a la desposada; Juana ya no se contentaba con un matrimonio a medias.
A pesar del riesgo, Enrique emprendió el largo y nada cómodo viaje a La Habana. Aseveran que el gobernador de la Isla, teniente general Juan Manuel Cagigal, lo recibió personalmente en su despacho. Como fuere, el 22 de marzo de 1820, Cagigal le otorgaba la carta de domicilio que le permitía residir y trabajar en cualquier lugar del país.
Un mes después el Tribunal del Protomedicato extendía su aval: "Por cuanto en nuestra audiencia y juzgado Enrique Faves nos hizo relación de haber practicado la facultad de cirugía, con maestro examinado, el tiempo previsto por la ley, de que dio información bastante, con documentos auténticos, le examinamos en teoría y práctica, en dos tardes, y haciéndole varias y diferentes preguntas sobre el asunto, a que respondió bien y completamente. Lo aprobamos y mandamos a despachar este título y licenciamiento para que en todas las ciudades, villas y lugares pueda ejercer."
Faber obtuvo, asimismo, el nombramiento de Fiscal del Protomedicato en Baracoa, que lo facultaba para velar porque los médicos del territorio poseyeran las cualidades profesionales requeridas. Escandaloso consideraron los lugareños que un extranjero recién llegado, de rostro barbilampiño y modales afeminados, esgrimiera tanta autoridad. Hubo reniegos y cartas a la capital. Motivos de críticas y chismorreos fueron desde entonces hasta sus menores acciones.
En casa tampoco había paz. Descubrimiento casual y confesión del "esposo", Juana ya sabía qué ocultaba bajo sus ropas el médico francés. La experiencia de convivir cual hermanas no resultó. En mayo de 1822, Enrique partió solo y fijó su residencia en el pueblo de Tiguabos.
Los rumores acerca de su feminidad lo siguen, lo cercan. Unas palabras indiscretas de su lavandera revuelven los ánimos. Faber acude a remedios desesperados. Pretende demostrar virilidad buscando la compañía de gente soez amiga del alcohol, y enzarzándose en disputas. Hasta que ocurrió lo de El Caney. De ello no quiere acordarse. Mejor pensar en Juana de León, en aquel enero de 1823, cuando de veras ofendida, o simplemente temiendo a la justicia, pidió la anulación del matrimonio y presentó querella criminal contra Enriqueta Faber, mediante poder conferido al licenciado Garrido, padrino de la boda.
EL FUEGO, SIEMPRE EL FUEGO
Soy un hombre, dije a los guardias y a los funcionarios. Soy mujer, dije a los facultativos, no me toquen. Pero lo hicieron. Con ensañamiento, con deleite, confirmaron y declararon: "no tiene pene". Me obligaron a usar vestidos. En Santiago de Cuba me pasearon por la calle hasta el monasterio. Triste febrero.
Más que de congoja, Enriqueta vibra de impotencia. No se rinde, no quiere rendirse. La amenazan con mostrarla desnuda por la ciudad. Intenta envenenarse. Durante el proceso, Enriqueta asume todos sus actos. Reconoce que, para enfrentar las habladurías, tomé un guante muy fino y conformé un miembro viril, pintando con pintura que lo hizo parecer tal. Preparada con este instrumento me presenté de noche al Alcalde de Tiguabos y a otras personas que allí se hallaban, para que testificasen que era hombre, y como era de noche todos se quedaron engañados.
A diez años de cárcel y posterior destierro de los territorios españoles, la condenó en junio un tribunal santiaguero. Su delito el Código Penal vigente entonces en Cuba no lo contemplaba. ¿Qué habrá indignado más a los jueces: el disfraz masculino, el fraudulento matrimonio, o el atrevimiento de ejercer una profesión vedada a las mujeres?
Apela a la Audiencia de Puerto Príncipe. El abogado defensor, licenciado Manuel Vidaurre, esgrime argumentos tan valientes como inusuales: "Enriqueta Faber no es una criminal. La sociedad es más culpable que ella, desde el momento en que ha negado a las mujeres los derechos civiles y políticos, convirtiéndolas en muebles para los placeres de los hombres. Mi patrocinada obró cuerdamente al vestirse con el traje masculino, no solo porque las leyes no lo prohíben, sino porque pareciendo hombre podía estudiar, trabajar y tener libertad de acción, en todos los sentidos, para la ejecución de las buenas obras. ¿Qué criminal es esta que ama y respeta a sus padres, que sigue a su marido por entre los cañonazos de las grandes batallas, que cura a los heridos, recoge y educa a los negros desamparados y se casa nada más que para darle sosiego a una infeliz huérfana enferma? Ella, aunque mujer no quería aspirar al triste y cómodo recurso de la prostitución…"
Le rebajaron la condena a cuatro años de servicio en el Hospital de Paula, antes de abandonar las posesiones españolas. No los cumpliría como médico, sino como sirvienta. Enriqueta no se doblega. El administrador-capellán de Paula la acusa de pendenciera y escandalosa, de embriagarse con frecuencia y de que un día pretendió suicidarse, "pinchándose las venas del brazo derecho con un clavo". Intenta escapar y la envían a la Casa de San Juan Nepomuceno de las Recogidas, bajo un régimen de máximo rigor. Finalmente, la embarcan hacia los Estados Unidos.
Sobre su vida ulterior solo existen conjeturas: algunos cronistas refieren que Enrique Faber, o el doctor suizo, murió ya anciano en Norteamérica, muy respetado entre pacientes y colegas. Otros, que bajo el nombre de Sor Magdalena, curó enfermos en México y Nueva Orleans.
¿Hombre o mujer, médico o Hermana de la Caridad, habrá olvidado la noche de El Caney, la taberna, la borrachera, la disputa, el escarnio, el futuro sombrío hecho presente?
Cuánta ira, cuánto miedo. Ellos agarrándome, rasgando las ropas, tocando mis pechos. Me soltaron, ya desnuda. Gritos, burlas. Y el aliento del hombre sobre mi rostro, sus manos brutales... Mi espada, ¿cómo la habré recuperado?, mi demente furia lo detuvieron. Corrí a lo oscuro. ¿Huir lejos? ¿En qué lugar del mundo querrían a una mujer cómo yo? Recordé otro anochecer, sobre la estepa rusa nevaba, parecía que no habría más un después. Entonces, al menos en mi corazón, alcé el vuelo.
Nota: Todo lo entrecomillado procede del libro Enriqueta Faber. Ensayo de novela histórica, escrito por Andrés Clemente Vázquez en 1894.
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