EL MISTERIO QUE SE ESCUCHA...
El maestro Harold Gramatges afirmó en diálogo con JR que le preocupa mucho la cultura, y que mientras pueda contribuir a su mejoramiento, lo hará
Texto y foto Mario Cremata Ferrán, estudiante de Periodismo (Juventud Rebelde)
Todo lo suyo es musical. Le seducen las buenas pinturas cubanas, sobre todo aquellas bien iluminadas, que «de tan siquiera contemplarlas parece que suenan». Por idéntica virtud, las delicadas copas de baccarat le sugieren notas musicales, y suele permanecer extasiado, delirando con el aspaviento —quizá él prefiere «concierto»—, que provocan los pajaritos del parque en desacato al murmullo de los laureles centenarios. Y es que no podía ser de otra manera. En definitiva, Harold Gramatges Leyte-Vidal es un hombre musical.
Su apartamento carga el peso de su tiempo con una rara y a la vez armónica mezcla de estilos, olores y colores. Es un retrato de él mismo; un sitio apacible y pintoresco desde donde puede «saborearse» el mar entero. Allí su soledad se siente acompañada por los recuerdos, y más aún por sus composiciones.
Pero en un primer intento este intelectual, que ya frisa los 90 años, se encarga de contradecir esa imagen. Ha sido feliz, dice, porque ha hecho lo que ha querido, lo que más le ha gustado; esto es, dedicarse por entero a la música.
También ha vivido momentos amargos. Hasta hace poco los compartía con Manila, el gran amor, su mejor y último paño de lágrimas, que ya emprendió su viaje definitivo.
El maestro Gramatges disfruta de la conversación casi tanto como de la música. En él afloran fisuras que no cierran (les llama «cicatrices del alma»), y entonces sus ojillos cansados descubren cierto hálito de nostalgia que puede llegar a ser intenso.
—Quienes le conocen aseguran que usted lleva la música «inoculada» en la sangre...
—Es obra de la naturaleza; pero además, pienso que eso tiene mucho que ver con las inquietudes intelectuales, donde intervienen los fenómenos histórico y filosófico.
«En mi casa todo el mundo hacía música. Por entonces (década del 20, siglo XX) casi todas las familias tenían un piano. Ahora, ese piano estaba reservado para las niñas. El “hombre” tenía que tocar violín. Había que pasar por encima de ese y otros convencionalismos absurdos. Por suerte mi padre nunca tuvo esos prejuicios.
«Un hermano mayor tocaba las lecciones con una maestra en casa y yo las repetía a violín, hasta que a los dos años la profesora dijo: ¡Este!... A los 12 debuté en un concierto, y ahí empecé hasta hoy. La historia es infinita. Desde luego, no me creo un mesías. Pero te confieso que la música no deja de emocionarme.
«El otro día, por ejemplo, encendí el televisor y estaba un trío: Bobby Carcassés, un bajista y un percusionista. No me importaba lo que estaban tocando, pero se había producido un milagro. Ninguno de los tres sabía esto que te voy a contar: tocaron el misterio de la música. Había una corriente y yo estaba descubriendo esa sensación exquisita que se revelaba dentro de mí.
«Te repito que como ellos estaban tocando intuitivamente, imbuidos en esa magia, no se percataban de la atmósfera. Aquello me sorprendió. La música es un enigma, un misterio, un misterio que se escucha... Mientras más la conoces menos sabes de ella».
—¿Qué es para usted ser un intelectual revolucionario cubano?
—Estar a la vanguardia, tener una buena cuota de sensibilidad, de persistencia y desinterés por lo material. Es mil veces mejor para un revolucionario engrandecer el espíritu. A veces creo que es más instintivo que otra cosa, porque hay quien nace en un medio adecuado, tiene educación, y sin embargo no se mueve convenientemente dentro de ese medio.
«Cuando me pienso, me siento feliz; de mi patria, de mis principios, de todas mis ideas y mis historias. Todas me regocijan mucho. Estoy consciente de que vivir es un privilegio, porque si esas cosas no hubieran pasado en mi vida, hoy no podría recordarlas, y mucho menos sentirme satisfecho. Es una cuestión muy personal».
—¿Por qué renunció a convertirse en un autor más prolífico para entregarse a la docencia y vincularse a la política?
—Porque creo resueltamente en la totalidad de la vida, y cuando digo que vivir es un privilegio, lo abarco todo: lo bueno y lo malo del mundo, que ella se encarga de poner en tu mano. Lo importante es saber elegir, tener una ética, una conciencia, amar al prójimo. ¿Cómo cumples con esos preceptos? ¿Cómo te sientes atraído y comprometido con el lado positivo? Lo dicta la conciencia.
«De acuerdo con mi vida hasta hoy, considero que he cumplido, entregando lo mejor de mi existencia. Por eso también en el orden político he estado clarísimo desde el principio, y me arrimé a las grandes figuras del pensamiento, a pesar de que a mi edad, en aquel momento (1959) parecía una locura.
«Quizá uno de los momentos más difíciles fue en 1960, cuando quisieron designarme embajador en Francia, y me negué. Mi hermana era maestra de la escolta del Che en La Cabaña, y este me mandó a buscar: “Gramatges, ¿sabes por qué no quieres irte para allá?, porque estás acostumbrado al slogan de los americanos: time is money”.
«Acto seguido comenzó a explicarme cómo debía actuar. Le ratifiqué que no podía comprometerme con algo así en ese momento, porque no sabía un carajo de nada; que prefería el cargo de consejero cultural. Fue inútil. El Che volvió a la carga: “Tienes que aceptar porque sabes sentarte en una mesa, tomar correctamente los cubiertos, y beber el vino en la copa adecuada. Ese protocolo, aunque te parezca que no, hay que cuidarlo. Ya la prensa amarilla está reflejando que nosotros nombramos funcionarios de alto rango que llegan y amarran el caballo en la columna de entrada de la Cancillería. Eso no podemos permitirlo”. Para mí fue tremenda lección. Llegué a casa y le dije a mi mujer: prepara las maletas que nos vamos a París. Entonces era el París del general De Gaulle.
«He sido muy coherente con cada momento, con cada decisión, con cada uno de los hechos que han ido formando lo que es mi existencia hasta hoy. No creo que sea más inteligente que nadie, ni más capaz o mejor compositor. Compongo hasta donde llegue mi capacidad para hacerlo. Sé que existió un genio llamado Igor Stravinsky. Allá George Händel que es otro genio... Los admiro como tales. Pero ni siquiera llego a pensar: ¡Ay!, quisiera ser como ellos. No es un problema de conformismo, sino de equilibrio mental. Así he vivido».
—Si tuviera que sacrificar parte de su legado musical, ¿de cuál o de cuáles partituras no se desprendería?
—Me pones en un gran aprieto. Pasa igual que si tú tienes ocho hijos y te dijeran: ¿Con cuál te quedarías? Y te golpeas la cabeza porque no quieres perder a ninguno. En ese caso no lo decidiría nadie, ni siquiera yo, lo dice la obra.
«Sí te digo una cosa: desde que empecé a componer en serio —ya con una técnica, sabiendo lo que hacía— cuando escucho una obra mía en vivo, nunca me anticipo como otros compositores, dominando lo que viene a continuación. Esto sería, para el periodista, lo mismo que decir: en esta parte del artículo yo hablo de...
«Me pongo en un plano de contemplación. Soy un espectador de mi propia obra, como si fuera la producción de otro. Entonces, a través de ese proceso, discrimino. Hay días en que esta me gusta más y aquella menos. Diría que participo de ese “desdoblamiento”. Voy a un concierto y me escucho como si fuera la primera vez.
«Prefiero llegar al clímax y recrearme allí, como tú, que no eres el autor de la pieza. No sé si es una cualidad o un defecto, lo cierto es que así he sido siempre. Incluso he llegado a descubrir que algo que antes me produjo un efecto, después me causa otro».
—Eso tiene que ver también con el estado anímico...
—Por supuesto que sí, y este a su vez está ligado a la receptividad de la música. Esta tiene ese poder. Como intervienen las emociones y la sensibilidad, cuando me pongo en ese estado siento la vida pasar.
—¿Los músicos se consideran almas solitarias? ¿Qué opina de la soledad?
—La soledad nos abruma a todos. No creo que solo los músicos seamos solitarios. Todo creador lo es. El momento de la gracia, de la gracia divina, coincide con una sensación de aislamiento, porque en el espacio flota lo que tú estas «pariendo». Es una experiencia bastante común entre los artistas. En mi caso, la soledad se siente en cada rincón de esta casa a la que tanto amo y que se me viene encima.
—¿Por qué no tuvo hijos?
—Cuando Manila y yo nos casamos celebramos una gran boda: la unión de tres compositores con tres mujeres bellas. Las esposas de mis amigos parieron enseguida, pero Manila salió embarazada y decidió no tenerlo. Se sentó conmigo y dijo: fíjate, ya ellas no pueden acompañar a sus maridos ni siquiera a los conciertos, y menos aún al extranjero. No quiero ese destino para mí. Prefiero que el hijo mío sea una partitura tuya. Y así fue. Si fuera a decirte la verdad, después no fue ella quien más lo lamentó, sino yo. Me hubiera encantado tener una hija. Aunque fuese una.
—¿Qué preocupaciones desvelan a un hombre que ha vivido tanto?
—Hay mil cosas que no tienen explicación y las dejo como están, en la oscuridad. La vida está llena de misterios. Todo tiene un interés, una justificación, aun las cosas más trascendentales para el hombre, como esa guerra monstruosa en Iraq. Es una invasión absurda, estúpida, criminal, pero es. ¿Por qué? Ah, no preguntes. Es el secreto de la vida.
«En cuanto a Cuba, me mortifica sobre todo el abandono de ciertas zonas de la cultura, más aun teniendo los recursos para educar a esta niñez, que debería crecer oyendo música, la que no se baila, pero se disfruta. Es un problema elemental: tenemos la música, la capacidad, los niños receptivos, el medio, y estamos desperdiciando el tiempo. Es lamentable.
«Por eso cuando me hablan de integración, digo que no hay integración musical. La música está “desintegrada” todavía. Hasta tanto el niño sepa valorar una sonata de Mozart, además de menearse con el reguetón —al que no rechazo porque forme parte de “otro mundo”—, no podemos decir que todo está resuelto, que todo marcha.
«Hay otra cuestión increíble, pero así la pienso: los medios de comunicación, que deberían ser el vehículo idóneo para abrir el camino, muchas veces lo cierran. Entonces te encuentras con el absurdo. No hay un programa televisivo de piano, porque “no hace falta”: están los Van Van. Tampoco hay uno de coro... ¿Adónde vamos a parar?».
—¿Cómo ve el Maestro al relevo?
—Hay muchos músicos de valor, muchos más de lo que la gente se imagina. No solo para la composición, sino también para la dirección de orquesta, los instrumentos... Inclusive hay talento malgastado, sujetos que hacen música barata con idea de comerciar, de entrar en negocio, y no están echando a andar su verdadero talento, ese que nosotros le conocimos en las aulas. Todo eso pasa. Tenemos suficientes conjuntos de jóvenes instrumentistas que están organizando orquestas sinfónicas de calidad. El problema es que hay que guiarlos, mantener el ritmo de trabajo con esa juventud.
«Nos afectan problemas graves en el funcionamiento de la enseñanza: para dónde van los alumnos, qué integraciones se van haciendo... Lo esencial está en comprender que todo tiene remedio».
—Si se sometiera a una mirada retrospectiva, ¿le queda mucho por hacer?
—Pienso que nunca se termina. Me preocupa mucho la cultura, y mientras pueda contribuir a su mejoramiento, lo haré. Conservo la esperanza de que podemos seguir luchando para que se entiendan, reconozcan y enmienden los errores. Mi fuerza se agota, pero si me queda voluntad, estaré en acción. Vamos a ver qué sucede...
Nota: Desde finales de enero pasado, cuando sufrió un accidente en su hogar, Harold Gramatges se mantiene discretamente alejado de la vida pública y de toda actividad intelectual. Aunque en las últimas semanas su estado de salud es delicado, aceptó completar esta entrevista.
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