ENRIQUE VILAR FIGUERDO: DOS PATRIAS
Por Josefina Ortega (La Jiribilla)
El recuerdo más fijo que tenía de su madre y de su país era una barca dando vueltas en torno al vapor fondeado en el puerto de La Habana y que en breve lo llevaría a Europa.
Desde las barandillas de cubierta, el niño se llevaría la imagen que conservó por el resto de sus días.
Era el 20 de agosto de 1932, y el pequeño viajaba solo a la Unión Soviética.
La separación de padre y hermanos tenía un objetivo primario, real e inevitable: los padres estaban perseguidos por actividades comunistas, en medio de penurias económicas y creciente inseguridad.
La familia tomó una decisión salomónica: enviarían a Enrique, uno de los varones de los Vilar Figueredo, al país de Lenin.
El idioma, el clima, la costumbre del país eslavo debieron ser durísimas pruebas.
Pero todos en tierra de la balalaika se afanaron por que la estancia afuera menos traumática. Y una de las personas que hicieron lo imposible por hacerle la vida más llevadera a Enrique fue una italiana llamada Tina, entonces a cargo de la sección latinoamericana de la Organización Internacional de Ayuda a los Revolucionarios.
Tina adoraba a los cubanos, y tanto, que el gran amor de su vida era un nativo de la isla caribeña a quien todos llamaban Julio Antonio y que había muerto en sus brazos, asesinado en México pocos años antes.
El cubanito, trigueño, simpático, comunicativo, no le fue indiferente a la italiana que quizás veía en él al hijo que no pudo tener con Mella.
Cuatro años después, Enrique hablaba con soltura el ruso, iba a la escuela internacional Elena Stásova, en la ciudad de Ivanovo ―junto al también cubanito Jorge Vivó y su hermanito Aldo― y paseaba a orillas del Talka, en espera de que la familia se reuniera por fin en Moscú.
Y el milagro se produjo en 1936.
El muchacho anduvo aquellos días como pocas veces; alegre, andaba de cicerone por la capital rusa, actuando orgulloso de intérprete con sus hermanos Georgina, Federico y Rita, en el Zoológico, en el Parque Gorki, el cine...
Miraba a su mamá con arrobamiento: “Eres tan joven y bonita”, le decía.
Pero los orgullosos padres hacia finales de los años 30 debían regresar a la batalla diaria.
En la URSS quedarían los cuatro hermanos.
El tiempo pasó y los cubanitos se sentían como en casa. Enrique entraría lógicamente en el Konsomol leninista.
Pero el horror estaba cerca.
En junio de 1941 la guerra tocaría a las puertas soviéticas.
Georgina se fue a un curso intensivo de adiestramiento. Enrique iría por voluntad propia a la Escuela Superior de Mandos de Moscú.
Poco después se iría al frente.
“Si tengo oportunidad te llamo para que me vayas a despedir”, le dijo a la hermana mayor.
En la estación moscovita de trenes se vieron por última vez.
“Ha llegado el momento de luchar por nuestra segunda patria. Ojalá tengas suerte”, le dijo Georgina.
Nunca más se encontraron.
En 1945, reunida la familia en La Habana, recibían una comunicación oficial del Kremlin, en la que se informaba que Enrique Vilar Figueredo había caído combatiendo en tierra polaca ―el 30 de enero de 1945―, a pocos días del triunfo sobre el fascismo.
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