Stravinski en La Habana de Alejo Carpentier
Por Roberto Méndez Martínez (Cuba Literaria)
Dentro del vasto número de compositores a los que Alejo Carpentier homenajea en su obra, hay uno de singular recurrencia: el ruso Igor Stravinski (1882-1971), figura paradigmática de la vanguardia musical del siglo XX, que dejó profundas huellas en los compositores cubanos de su tiempo, especialmente Alejandro García Caturla, y al que Alejo dedicara más de treinta artículos a lo largo de su vida. El primero de ellos: “La música rusa en París” apareció en la habanera revista Chic en fecha tan temprana como agosto de 1923, año en que se incorpora el Grupo Minorista y comienza a colaborar de forma estable como crítico de arte en el diario La Discusión y en las revistas Carteles y Chic.
La música del prolífico autor ruso no se había escuchado todavía en La Habana, porque su influencia se limitaba al circuito parisino donde habían sido aplaudidas o abucheadas algunas de sus obras más audaces: los ballets El pájaro de fuego (1910), Petruchka (1911), La consagración de la primavera (1913) y la música escénica para La historia del soldado (1918).
Fue precisamente Carpentier, junto al músico Amadeo Roldán y un grupo de arriesgados instrumentistas quien dio a conocer algunas obras del creador ruso al minúsculo y escandalizado grupo de melómanos habaneros en unos Conciertos de música nueva, organizados en 1926, en los que también se interpretaron partituras de Satie, Poulenc, Ravel y Malipiero.
Sin embargo, muy pocas personas saben que el autor de la Sinfonía de los salmos, estuvo dos veces en La Habana, invitado a dirigir conciertos al frente de la Orquesta Filarmónica. La primera vez en 1946 y la segunda en 1951.
Esta agrupación musical, la más estable que poseyó el país entre 1924 y 1959, había sido la promotora fundamental de las obras del artista ruso. El 29 de febrero de 1932, el primer director titular del conjunto, el español Pedro Sanjuán dirigió el Concierto para violín y orquesta, con el instrumentista Samuel Dushkin en el rol de solista, apenas a un año de su estreno mundial. Al año siguiente, el 30 de abril, los partidarios de la “música nueva”, se anotaron otro escándalo cuando el director invitado Nicolás Slonimsky dirigiera en el viejo Teatro Nacional, una serie de fanfarrias de la autoría de Stravinski, Milhaud, Falla, Prokofiev, junto a otras obras como Octandre e Ionización de Varese, destinadas no sólo a romper la rutina auditiva, sino a sumarse, a su modo, a la rebelión contra la dictadura de Gerardo Machado.
El compositor cubano Amadeo Roldán fue otro consecuente divulgador de la obra del ruso. Al frente de la Filarmónica dirigió en 1933 los Fuegos artificiales, obra que abrió las puertas de París al compositor y le acercó a su primer gran promotor, el empresario de ballet Serge de Diaghilev, a ello seguirían las audiciones de las Suites 1 y 2, en el mismo año y, al siguiente, Ragtime y El pájaro de fuego.
A partir de 1944, asumió la dirección titular de la orquesta el célebre conductor austríaco Erich Kleiber. Este no sólo entrenó al conjunto para hacer de él una agrupación de verdadero relieve en su género, sino que aireó su repertorio y al lado de los habituales Beethoven, Weber, Brahms,, se hizo usual es escuchar obras de Wagner, Ravel, Falla, Richard Strauss, además de ejecutarse obras de autores cubanos contemporáneos como Pablo Ruiz Castellanos, Amadeo Roldán, Gilberto Valdés y Julián Orbón. En febrero de 1946, apenas un mes antes de la llegada de Stravinski, Kleiber dirigió el estreno en Cuba de sus Escenas de ballet, compuestas apenas dos años antes. De modo que el genio ruso con fama de incendiario encontró un auditorio en La Habana tan bien preparado como en cualquier pequeña ciudad europea y tal vez con menos prejuicios.
El Stravinski que desembarcaba en La Habana no era el discípulo de Rimski Korsakov que aprendió los secretos del colorismo sinfónico que le fueron tan útiles para El pájaro de fuego, ni el iconoclasta que dividió a París en 1913 con los ritmos “bárbaros” de La consagración de la primavera, coreografiada por Nijinski, sino aquel que engañó a profesores y crítico con su polémico viraje a partir de 1920, cuando comenzó a revisar los valores de la historia musical, desde la ópera bufa napolitana hasta el oratorio barroco, pasando por la tradición polifónica, con una marcada voluntad de parodia o pastiche, que era ya un presagio de la estética posmoderna. Así lo evidenciaban lo mismo su ópera bufa Mavra, su ballet Apolo musageta o el oratorio Oedipus rex.
Para algunos era simplemente un creador que había decidido entrar en el establishment y renegar de sus orígenes, hoy comprendemos que nunca fue tan provocador como en esos años, cuando dio a conocer su libro Poética musical, donde se proclamó de vuelta de todos los experimentos y en medio de una Europa que comenzaba a atender a Schonberg y el legado dodecafónico, él, con ánimo incendiario se pronunciaba a favor de Chaicovski y del Rigoletto de Verdi.
Alejo Carpentier, en un visionario artículo publicado en mayo de 1930 en Social, fue uno de los pocos que comprendió la clave de estos cambios sólo aparentes, pues, como asevera: “A pesar del aspecto huraño de algunas de sus obras, Stravinski ha escrito siempre y ante todo en función de la arquitectura – lo cual equivale a decir que el espíritu clásico no lo abandonó nunca.”
No es extraño pues que el compositor escogiera para sus dos conciertos en La Habana, el primero, de “gala”, el 3 de marzo de 1946 y el segundo, “popular”, al día siguiente, ambos en el Teatro Auditorium, un programa compuesto por la obertura de la ópera Ruslán y Ludmila de Glinka, uno de los iniciadores de un “estilo nacional” en la música rusa en el siglo XIX, y a continuación la Sinfonía 2 de Chaicovski, creador que a inicios de su carrera había menospreciado, tal vez porque la influencia de Rimski Korsakov le había inclinado hacia el Grupo Los Cinco, pero que ahora rescataba como influencia tutelar de obras suyas como el ballet El beso del hada, donde hay un adagio lleno de intertextualidades del muy célebre del segundo acto del Lago de los cisnes. El programa cerraba con dos obras propias: selecciones de los ballets Petrushka y El pájaro de fuego. Era evidente que el creador intentaba, más allá de su cosmopolitismo juvenil, descubrir sus nexos con la cultura rusa y establecer una línea genealógica de creadores fundamentales para su música: Glinka el iniciador, Chaicovski el gran resumen del siglo XIX romántico y él, dueño del universo sonoro del siglo XX que ya se acercaba a su mitad. No era precisamente un acto de modestia, sino todo un programa estético.
La segunda visita ocurre un lustro después, coincidentemente, los días 4 y 5 de marzo de 1951. Ya Kleiber se ha marchado de la orquesta desde 1947, pero por el podio de esta han desfilado las grandes celebridades de la batuta: Weissmann, Ansermet, Celibidache, Ormandy, Rodzinski, Karajan. Los abonados no se impresionan fácilmente. Stranviski se confecciona un programa a base de obras suyas, posteriores a 1920 y marcadas por tanto por un “neoclasicismo” evidente: Oda, Suites 1 y 2, Concierto en re para orquesta de cuerdas y el Divertimento derivado de El beso del hada. La acogida fue correcta, marcada por cierto elegante entusiasmo, pero aquella presencia no parecía tener ya la fuerza magnética que imantaba a los jóvenes. El creador, que en ese mismo año estrenaría en Venecia otra obra polémica: La carrera del libertino, no volvería jamás a Cuba.
Carpentier continuaría reseñando su carrera, ahí están sus artículos en El Nacional de Caracas sobre los estrenos del ballet Agón, el Canticum sacrum, el Homenaje a Dylan Thomas, pero acabará introduciéndolo en su narrativa, del mismo modo que no puede dejarlo fuera de su ensayo programático Tristán e Isolda en Tierra Firme. Si bien en su Concierto barroco le ofrece un homenaje burlesco, al hacer, en voluntario anacronismo que Vivaldi, Handel y Scarlatti visiten su tumba y dialoguen sobre su obra, que consideran más anticuada en sus propósitos que las de ellos: “Es que esos maestros que llaman avanzados se preocupan tremendamente por saber que hicieron los músicos del pasado – y hasta tratan, a veces, de remozar sus estilos. En eso nosotros somos más modernos.”
Sin embargo, en esa dilatada y desigual obra tardía que es La consagración de la primavera, aquel ballet, motivo de escándalo cuando su estreno parisino y símbolo de la vanguardia más radical, se convierte en el montaje de la rusa Vera en una especie de síntesis del arte insular, por obra y gracia de bailarines afrocubanos que redescubren la danza y su multiplicidad de sentidos desde sus orígenes:
Y se produjo el milagro: al sonar los primeros acordes, el mozo se dejó caer de rodillas, como derribado repentinamente por una fuerza superior, invisible, que se hubiese manifestado ante nosotros. Y su rostro, apretado y ceñudo, se fue iluminando sobre un cuerpo que se enderezaba poco a poco, sacudido por sobresaltos sucesivos que en todo correspondían a los espasmódicos jadeos de la partitura. Y, puesto ya de pie, empezó a describir círculos en torno de algo que parecía huir de la apetencia de sus manos. Y fueron los primeros saltos, seguidos de otro regreso al suelo, de rodillas, con todo el cuerpo doblado, de espaldas, sobre las piernas. Movimientos de brazos, horizontales verticales. Nueva proyección ascendente de la anatomía, y, luego de marcar síncopas en el tablado con furioso impacto de los talones, fue una euforia de rito triunfal, donde volvió el joven a sus saltos, rematando el último con una caída al mismo centro, seguida de una vuelta en redondo que se cerró con un gesto de exultación, de júbilo, de acción de gracias, prolongado en el silencio, más allá del acorde conclusivo…
Ante aquella profusión de tambores y pasos de ritual ñáñigo que se superponen a las poses clásicas del ballet, Stravinski debe de haber sonreído en la sombra.
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