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jueves, mayo 10, 2007

Raíces ancestrales en la pintura cubana

Por Natalia Bolívar (La Jiribilla)

Todo lo que me has dado, África:
Lagos, bosques, lagunas bordeadas de bruma
Todo lo que me has dado:
Música, danzas, cuentos de veladas
Alrededor del fuego.
Todo lo que en mi piel has grabado:
Pigmentos de mis ancestros
Indelebles en mi sangre
Todo lo que me has dado, África,
Me hace andar así…
Anoma Kanie /Costa de Marfil

En Oché Melli ―oddún o letra de Ifá que encierra todos los conocimientos de los orishas y la palabra de Olofi―, el “genio” de artistas y escritores, de intelectuales, el espiritismo, la posesión de la creatividad en el ser humano, es el disfrute pleno del placer de la interpretación y es, también, el olvido de sus dioses ancestrales. Este oddún no puede ser interpretado completamente por ningún mortal; representa la mitad del mundo que era desconocida por el africano.

Cuando se moyugba se dice: “Atí waye; atí waró; atí cantarí y atí loddá”, invocando los cuatro puntos cardinales: norte, sur, este y oeste y los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. También se recuerda el éxodo de los africanos a tierras desconocidas en calidad de esclavos, imbricándose en la América para dejar su rico legado y su impronta para futuras generaciones en choques culturales y religiosos que han conmovido los cimientos de sociedades autóctonas, reciclándose para la supervivencia de sus cultos ancestrales.

Cuba, nuestra isla del Caribe, a partir del siglo XVII comienza a despuntar, con características propias y se convierte en el punto vital para el tráfico de los barcos que iban a los países ricos en busca de oro, plata, piedras preciosas, productos agrícolas; frente a civilizaciones que lucharon contra los conquistadores con sus armas ―las de la dignidad y de la integridad― y forjaron con sus manos verdaderas escuelas artísticas de orfebrería, pintura, escultura y arquitectura haciendo suya la tierra de sus antecesores.

Allá a mitad del siglo XVIII, oficializa el Obispo Morell de Santa Cruz los cabildos y los pone al amparo de sacerdotes católicos, con vista a establecer un control religioso sobre estas verdaderas escuelas de religión, música, bailes y lengua de su continente natal, África.

La imagen del negro nos aparece por vez primera en la Pintura Cubana con el Habanero Nicolás de la Escalera (1734-1804) quien lo pinta en una de las pechinas de la Iglesia de Santa María del Rosario, construida después de mediar el siglo XVIII. En la obra aparece el primer Conde de Casa Bayona junto con su familia y el esclavo que lo llevó hasta las aguas medicinales que había en sus tierras donde pudo curar su enfermedad de la piel.

Este testimonio pictórico de acción de gracia del Conde a la Iglesia y a su esclavo por haber sanado, pasaría a la historia. Pero esta primera aparición del negro en la pintura cubana quedaría aplazada en el tiempo. Sin embargo, su imagen entró en los grabados desde mucho antes, a pesar de no haber pisado suelo cubano sus autores, hechos según los relatos de Marinos y Viajeros en tránsito por la Isla. Son estampaciones llenas de imaginación y fantasía no exentas de veracidad, entre ellas, la más antigua, realizada en el siglo XVII en Holanda, donde señorea una vistosa y exótica mulata que se cubre con un enorme quitasol, al lado de un elegante señor, detrás de ellos, la torre del morro habanero con su cúpula de cebolla, nos indica el lugar.

Habría que esperar hasta 1762 ―cuando La Habana cae en manos de los ingleses―, para que los grabados tengan una imagen más real de la ciudad recién tomada. Elías Durnford es el ingeniero inglés que nos deja ver dos plazas ―la vieja y la de San Francisco― con sus características construcciones y la población que por ella deambula o desarrolla sus habituales ocupaciones. En ellos aparece el negro tal como lo vieron los ojos de Durnford.

Y a fines del siglo XVIII en España aparecen don imágenes, un habanero y una habanera, de pieles atezadas, en la publicación el viajero universal, que son retratos idealizados al igual que el “Negro Segador de las Cañas de Azúcar”, con su rostro vuelto al cielo y en pose lánguida.

En ambos siglos XVIII y XIX vive un pintor mulato en La Habana, pero este por su posición social no tuvo interés en retratar los rostros más oscuros de los más humildes. Solo tenemos noticias de un músico mulato de la ciudad de Cárdenas en Matanzas, retratado por él. El artista aludido es Vicente Escobar y Flores (1757-1834) de quien dijera el arquitecto Govantes, su biógrafo, “había nacido negro, pero murió blanco”.

Queda el espacio reservado a la población negra en la Plástica cubana, cuando llegan a Cuba oleada de grabadores europeos atraídos por el auge azucarero en la Isla en el siglo XIX. Ellos con sus ojos románticos captarán a esta población en sus labores cotidianas tal como lo haría un fotógrafo deslumbrado por el colorido y la luz de La Habana y la bullanguería de los negros y mulatos en los más diversos estratos de la sociedad donde vivían.

Uno de los primeros es Hipólito Garneray, cuando capta esa deliciosa estampa del Mercado en la Plaza Vieja, o en el Paseo Militar con las volantas que vuelan más que ruedan, conducidas por los vistosos caleseros negros o mulatos. Después vendrían otros grabadores hasta el arribo de Federico Mialhe y Eduardo Laplante.

El primero con sus estampaciones en blanco y negro nos ofrece vistas de La Habana y del interior del país, donde entre diversos aspectos nos deja imágenes de esas poblaciones en las que aparecen negros y mulatos, esclavos o libertos en sus labores habituales. Con el otro francés, Laplante, nos dejará una imagen idílica del trabajo del negro en las plantaciones azucareras más importantes del occidente y centro de la Isla, en el interior y exterior de los ingenios a mediados del siglo XIX. Este artista también trabajó estampaciones con las ciudades de Cuba más importantes en ese momento que, no por casualidad, casi todas estaban vinculadas al azúcar.

El pintor Vasco, radicado en Cuba desde 1850, Víctor Patricio de Landaluce, es un personaje importantísimo para nuestro tema. Apenas dos años de estancia en nuestro país hace el libro ilustrado por él y José Robles, Los cubanos pintados por sí mismos. Pero esta obra a pesar de su título no reproduce en sus ilustraciones imagen de algún negro que era parte de nuestra población.

Tendríamos que esperar varios años para que ese mismo pintor nos ofreciera su monumental libro Tipos y Costumbres, editado en 1881 por Miguel de Villa en La Habana. En ella aparecen sus dibujos pasados a la fototipia por Taveira. En su obra pictórica y en los grabados que hace para la prensa seriada como “El Moro Muza” y otras, nos muestra personajes que eran parte de los llamados en la época “pardos y morenos” o sea, mulatos o negros, esclavos o libertos en sus labores habituales en la ciudad, como caleseros, sirvientes de manos, vendedores ambulantes, artesanos… y en el campo: como sembrador y cortador de caña, en las máquinas del ingenio, los cafetales y en otros trabajos agrícolas. Landaluce es el pintor costumbrista por excelencia; su adiestrada pupila durante 30 años en suelo cubano, específicamente Guanabacoa, fijará en el lienzo todo lo que se mueve en su entorno.

El pintor Víctor Patricio de Landaluce, nos ha dejado el legado de las Fiestas de los Reyes, plasmadas en sus lienzos con gran agilidad pictórica: rico documento para la reconstrucción de la vida de los negros esclavos y libertos y de sus “Iremes”, que tanto fascinaron a los extranjeros que nos visitaban.

Se pueden identificar en sus pinturas los trajes usados por las diferentes etnias, sus tambores, sus atributos religiosos, sobre todo en la sociedad secreta abakuá, que parece ejerció una gran influencia estética que lo llevó a la recreación en su estilo marcado por la época en que vivió.

En este siglo XIX pleno de grandes sucesos que cimentarían la nacionalidad del cubano, buscando su verdadera afirmación, hace la Academia de San Alejandro tan tempranamente como 1818.

Pero las obras pictóricas creadas por todos los artistas formados en ella, en Cuba o en el Exterior, siguieron otros temas indiferentes al entorno cubano donde se movían. Excepto, el paisaje que aunque a veces tiene una luz y brillantez ajena a la nuestra, son cubanas, con el lirismo de las palmas y con los verdes de la naturaleza caribeña.

Irrumpe el siglo XX, y los artistas cubanos se aferran a los esquemas trazados, aunque con la diferencia de su dedicación a la naturaleza, su interpretación metafórica de la realidad que los rodeaba. Le imponen un colorido más brillante, semejante a la imposición del sol en su proyección a las gamas cromáticas del paisaje campesino y las excelentes marinas del destacado artista Romañach, que son los antecedentes de la ruptura definitiva con la academia, que nos llevaría de la mano, y de la sensibilidad interpretativa de la generación que descubre una nueva forma de proyección de sus inquietudes. Después de estudiar la escuela de París y la de los grandes pintores mexicanos, proyectan una forma de expresión muy autóctona, con barroquismo y sensualidad.

Este nuevo camino en la plástica cubana lo inicia Eduardo Abela seguido por otros artistas como Mariano, Portocarrero, Carlos Enríquez, Cundo Bermúdez, y la de hombres que en su sangre la llevan por descendencia y, por preceptos éticos: Lam y Diago, ejemplos interpretativos de los cultos afrocubanos, de sus fiestas, de sus historias, de su colorido, de su ritmo; hombres del 40, que trazarían su forma personal de interpretación de lo ancestral.

Estos espíritus penetrantes, elevados, fueron capaces de valorar el estado artístico de Cuba, que polemizaba en las corrientes de lo viejo y de lo nuevo, cambiándole el título a este suceso tardío llamándole arte “contemporáneo” en vez de “moderno”. Estos hombres se prestaron a defender el mundo espiritual del futuro, con el entorno enloquecedor del verdor de nuestros campos, de sus ocres y sus colores de sol caribeño, en su explosión al contacto de sus vibraciones de fuego; pero además, estos hombres experimentaron la necesidad de la exploración de sus raíces tan tímidamente guardadas en el corazón de barrios y solares en las místicas de pueblos como Regla y Guanabacoa.

Y Abela, Carlos Enriquez, Mariano, Portocarrero, Cundo, Diago, nacidos en el marco del siglo XX, y las visitas de Wifredo Lam ―traspasando con sus egguns, nfumbes, nkisis, a la manera tan propia de su imaginación, producto del mestizaje chino y negro―, lograrían dar una impronta en la materialización de los elementos tan llenos de poesía en la liturgia de las religiones afrocubanas. Tomaron de estas la llamada santería o Regla de Ocha y de la sociedad secreta abakuá sus más bellos rasgos, el ritmo de los Batá, la posesión de sus orishas, sus frases llamando, moyugbando, a sus divinidades, su colorido de matices múltiples, su frenesí extático, los “Iremes” o diablitos de las procesiones de los abakuás, sus posturas de desafío, su baile inigualable de mímica excepcional. Sus pinceles y lienzos fueron el testigo de esa búsqueda en lo profundo del llamado ancestral, en la conmoción del testimonio visual, en el movimiento sensual y erótico de un pueblo pleno del disfrute de esta isla de Yemayá, Ochún, Changó, Obatalá, Olofi, Abasí y Sambia, ¿por qué no?

Wifredo Lam regresa a Cuba en 1941 después de incursionar con sus lienzos que recrean el cosmos americano, alucinantes de espíritus, Chicherekú, ocres de su tierra natal, ―Sagua la Grande―, con horizontes de ingenios, cañas de azúcar, ríos con sus crecientes y el recuerdo de su escuela en Coco Solo, barrio que le dejaría el sello a lo largo de su vida. En su casa de Marianao pinta “La Silla”, verdadera interpretación de la exuberancia tropical. Sus cuadros evocan un universo donde los árboles, las flores, los frutos y los “egguns”, “orishas”, y “nkisis” cohabitan gracias a la danza, recreación máxima de estas manifestaciones.

El gallo, símbolo de la vigilancia, vital y hachista, el vistoso gallo que se le sacrifica a Changó y Yemayá aumentando con su sangre la potencia en sus habitáculos, a la cual impregna además un agudo sentido de la percepción, le da el tema a Mariano para además traer los toques de santos en barriadas populares, sus altares, la posesión de “orishas”, sus despojos con yerbas prodigiosas en virtudes y los “Iremes” que lleva a su sintetización de líneas trazadas por el “Nasakó”, el brujo de la sociedad secreta abakuá.

Abela deja plasmado en sus lienzos el encanto de la madrugada, con sus brumas azulosas, su rocío de geniecillos alados, su mar rompiendo con los azules cromáticos la quilla de la lanchita de Regla. Va en busca de la tranquilidad para la creación; Yemayá lo espera, dueña del agua salada, creadora del ser humano, Madre universal, y se identifica y se posesiona con su arte único de expresividad biológica disponiendo de armas tan potentes como la razón y la lógica, y la otra en su ser emocional y metafórico que en todo momento se debate con el anterior.

Para Cundo Bermúdez, la obra de arte es un reencuentro espiritual involuntario que supone enormes complejidades. La honrada experimentación del creador es un buscar afanoso hacia todos los ámbitos, hallándose así lo que lleva ignorado dentro de sí. La idea nuestra está en todos los hombres y en todas las cosas, iluminándose cuando la redescubrimos. El mundo que me rodea, lo inmediato, es lo que me sugiere la forma y el color. Sus temas, los músicos, “oluo batá”, recrea el tema de estos virtuosos del secreto de Añá, nacidos en el oddun de Baba Eyiogbe y representados por Atandá, el primer escultor de tambores sacramentados en Cuba. ¡“Modupué” al artista!!!!!!

Ochún le brindó a uno de sus hijos, Carlos Enríque, su carácter fogoso y apasionado, su personalidad atrayente y romántica, su arte, que supo capturar en el lienzo la sensual belleza de su tierra. Expresó como nadie los sentimientos más profundos del alma criolla, transformó en líneas y colores sus ensueños pictóricos. De sus líneas vibrantes y nerviosas emergen los ritmos esenciales y sus famosas transparencias, que se unen al paisaje tropical de esbeltas palmeras, agitadas por sus nerviosos dedos plasmando sus colores traslúcidos.

Su cuadro “Ochún”, visto por la óptica de un genio tocado por las vibraciones de Olofi, nos lleva a la morada de esta “orisha” de la cultura, de la sensibilidad, de músicos, poetas y pintores. Portocarrero, inmerso también en su imaginativo encuentro con la catedral, las iglesias, los interiores del Cerro, con sus mediopuntos traslúcidos, de colores primarios y de un expresionismo abstracto, dramático, pinta sin cesar, dejándonos una obra religiosa de alcance universal, y sus encuentros con los altares populares en los cuartos de solares, con sus fiestas rindiéndole honores a sus ancestrales “orishas”, sus “Iremes” de fortaleza mímica, todo lo reproduce su pincel de inagotable resistencia, dejándonos un rico legado de grandes maestros cubanos. ¡Qué “Ibaé” René!

Roberto Diago, buscando en sus sueños sus raíces africanas, con estilo propio de “eggun” y “nkisis”, reflejó el mundo mágico de su interpretación con una composición equilibrada, con colores litúrgicos, con figuras por momentos tan misteriosas como Olokun mismo, la profundidad del océano, que tanto miedo le producía al esclavo, miedo primitivo. Él crea con gran maestría una atmósfera subjetiva y esotérica, propia de la mitología afrocubana; sus lienzos nos internan en el mundo de Osain, dueño de la naturaleza, de bosques, yerbas, flores, y de los seres aparecidos: nuestros “chicherekús” y “Kini Kini” del folclore campesino que tanto asustaron a los que de noche se internaban en los campos de Cuba. Roberto Diago es un digno hijo de nuestra isla caribeña, tan mística, tan poeta… “To Iban Echu”.

Estos artistas tan nuestros como el mar Caribe, la palma, la rumba, el tabaco, dejaron plasmado su alejamiento de escuelas antiguas, de monumental hieratismo, al entrar en contacto con el mundo esotérico de su tierra, de sus aguas entrechocantes de azules intensos y cristalinos, de verdes infinitos, de ocres que huelen a la tierra mojada por el rocío, del lirismo del entorno urbano y rural. Son parte de Changó, “orisha” viril, de tambores y rayos, ejemplo del machismo; son parte de Yemayá, madre universal, dueña de amarillos y corales; de Obbatalá, “orisha fun fun”, dueño de las cabezas y de los pensamientos, y de Obba, la eterna enamorada que aportó al reinado la cultura, la música, inagotable fuente de riquezas espirituales. Ellos se nutrieron de ese universo maravilloso y nos dejaron sus obras de imperecederas raíces en la historia de la cultura cubana.

A todo este mundo mágico cantó Guillén:

En la tierra, mulata
de africano y español
(Santa Bárbara de un lado,
del otro lado, Changó),
siempre falta algún abuelo,
cuando no sobra algún Don
y hay títulos de Castilla
con parientes en Bondó:
vale más callarse, amigos,
y no menear la cuestión,
porque venimos de lejos
y andamos de dos en dos.
aquí el que más fino sea,
responde si llamo yo.

Conferencia leída el 2 de mayo de 2007 en la inauguración del evento Memoria Nuestra en el Museo Provincial de Holguín en el marco de la 14 edición de las Romerías de Mayo.

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