Moverse o no, he ahí la cuestión
Por José Finort I. (La Jiribilla)
Aunque el «camello» va dejando de ser una novedad entre los capitalinos, todavía suscita más de un comentario diario, además de aparecer en telenovelas y chistes televisivos.
También en su momento, causaron sensación aquellas guaguas llamada «aspirinas», porque no resolvían los problemas del transporte público, pero aliviaban muchísimo.
Fueron comentadas igualmente aquellas que en su momento fueron llamadas «cuarentiñas» —a mediados de los 80—, porque costaban cuarenta centavos el boletín de pasaje y se hacía alusión a un personaje de la telenovela brasileña de turno.
Por otra parte, para trasladarse desde la capital hasta las ciudades de Guanajay o Artemisa, se hicieron populares en los años 60 y 70, aquellas larguísimas guaguas checas, marca Skoda y que muchos llamaron «pepinos», por su forma alargada y redondeadas en los extremos y por el intenso color verde que las distinguía de las demás.
No creo posible que algún habanero de más de 40 años olvidara de cómo llamaron la atención los sobrios ómnibus británicos «Leyland», que circulaban por esta ciudad en los años 60, o hacían ruta hasta San Antonio de los Baños, Bauta o Caimito del Guayabal.
Tampoco creo que alguien pueda dudar del impacto que produjo el primer ómnibus japonés Hino, elegante, modernísimo, y que tampoco se salvó del gracejo popular criollo que comenzó a llamarlo «colmillo blanco» —a estas alturas, no se sabe bien si por la blancura de su techo o por la nobleza con que se deslizaba por las carreteras cubanas respondiendo a la mano de su conductor.
Estoy seguro de que los japoneses perdieron una valiosísima oportunidad de marketing mundial, al no poner en letras rutilantes este sobrenombre cubano en la parte frontal del ómnibus.
De igual modo debieron haber reaccionado los habitantes de esta ciudad, con la arrancada del primer tren que pitó entre rieles cubanos.
En una carta enviada por un amigo a Domingo del Monte se decía sobre este ferrocarril Habana-Güines: «haciéndose este, se le pierde el miedo a los obstáculos, se fomenta el espíritu de empresa y se harán otros que serán utilísimos a la agricultura e industria».
La clásica forma de transportarse que tuvieron los habaneros dentro de la ciudad fue la de carros tirados por tracción animal, desde la elegante calesa de hermosos caballos, hasta la tosca pero fuerte carreta de bueyes. Así que entonces, quien necesitaba ir hasta San Diego de los Baños, Madruga, Puentes Grandes o Arroyo Naranjo, la hacía vía terrestre sobre rieles y sobre ruedas.
A mediados del siglo XIX se calculaban transitando por toda la capital cerca de 8 500 carruajes particulares que los habaneros usaban —quien podía— para visitar a amigos, realizar gestiones o disfrutar paseos.
¿Cuáles eran los carruajes más frecuente en la época?: la silla volanta, por ejemplo.
Dichas sillas tenían la forma de una caja cerrada más alta y colocadas verticalmente sobre dos recias varas, eran llevadas por esclavos, pero no sobre el hombro como era costumbre en Asia, sino con las manos.
Sucede que con el tiempo los esclavos fueron sustituidos por una cabalgadura delante y dos enormes ruedas, no al costado del vehículo, sino detrás. Con el cambio de la estructura cambió también el nombre: de sillas volantes pasó a volanta.
Y cosa curiosa: con el tiempo la volanta tuvo una vertiente modificada; se hizo más alargada y se le colocó un capote de corredera para abrir y cerrar en un clima de lluvias intempestivas o calor sofocante.
El muelle que se usó para tal efecto se traía de Estados Unidos y la marca de fábrica era Catherine, que mal pronunciada en español, terminó por ser Keitrin y de ahí a quitrín no fue más que un paso, nombre definitivo para el archiconocido carruaje en La Habana del siglo XIX.
De modo que antes, ahora y en el futuro, moverse en Cuba, será cosa de inventar.
También en su momento, causaron sensación aquellas guaguas llamada «aspirinas», porque no resolvían los problemas del transporte público, pero aliviaban muchísimo.
Fueron comentadas igualmente aquellas que en su momento fueron llamadas «cuarentiñas» —a mediados de los 80—, porque costaban cuarenta centavos el boletín de pasaje y se hacía alusión a un personaje de la telenovela brasileña de turno.
Por otra parte, para trasladarse desde la capital hasta las ciudades de Guanajay o Artemisa, se hicieron populares en los años 60 y 70, aquellas larguísimas guaguas checas, marca Skoda y que muchos llamaron «pepinos», por su forma alargada y redondeadas en los extremos y por el intenso color verde que las distinguía de las demás.
No creo posible que algún habanero de más de 40 años olvidara de cómo llamaron la atención los sobrios ómnibus británicos «Leyland», que circulaban por esta ciudad en los años 60, o hacían ruta hasta San Antonio de los Baños, Bauta o Caimito del Guayabal.
Tampoco creo que alguien pueda dudar del impacto que produjo el primer ómnibus japonés Hino, elegante, modernísimo, y que tampoco se salvó del gracejo popular criollo que comenzó a llamarlo «colmillo blanco» —a estas alturas, no se sabe bien si por la blancura de su techo o por la nobleza con que se deslizaba por las carreteras cubanas respondiendo a la mano de su conductor.
Estoy seguro de que los japoneses perdieron una valiosísima oportunidad de marketing mundial, al no poner en letras rutilantes este sobrenombre cubano en la parte frontal del ómnibus.
De igual modo debieron haber reaccionado los habitantes de esta ciudad, con la arrancada del primer tren que pitó entre rieles cubanos.
En una carta enviada por un amigo a Domingo del Monte se decía sobre este ferrocarril Habana-Güines: «haciéndose este, se le pierde el miedo a los obstáculos, se fomenta el espíritu de empresa y se harán otros que serán utilísimos a la agricultura e industria».
La clásica forma de transportarse que tuvieron los habaneros dentro de la ciudad fue la de carros tirados por tracción animal, desde la elegante calesa de hermosos caballos, hasta la tosca pero fuerte carreta de bueyes. Así que entonces, quien necesitaba ir hasta San Diego de los Baños, Madruga, Puentes Grandes o Arroyo Naranjo, la hacía vía terrestre sobre rieles y sobre ruedas.
A mediados del siglo XIX se calculaban transitando por toda la capital cerca de 8 500 carruajes particulares que los habaneros usaban —quien podía— para visitar a amigos, realizar gestiones o disfrutar paseos.
¿Cuáles eran los carruajes más frecuente en la época?: la silla volanta, por ejemplo.
Dichas sillas tenían la forma de una caja cerrada más alta y colocadas verticalmente sobre dos recias varas, eran llevadas por esclavos, pero no sobre el hombro como era costumbre en Asia, sino con las manos.
Sucede que con el tiempo los esclavos fueron sustituidos por una cabalgadura delante y dos enormes ruedas, no al costado del vehículo, sino detrás. Con el cambio de la estructura cambió también el nombre: de sillas volantes pasó a volanta.
Y cosa curiosa: con el tiempo la volanta tuvo una vertiente modificada; se hizo más alargada y se le colocó un capote de corredera para abrir y cerrar en un clima de lluvias intempestivas o calor sofocante.
El muelle que se usó para tal efecto se traía de Estados Unidos y la marca de fábrica era Catherine, que mal pronunciada en español, terminó por ser Keitrin y de ahí a quitrín no fue más que un paso, nombre definitivo para el archiconocido carruaje en La Habana del siglo XIX.
De modo que antes, ahora y en el futuro, moverse en Cuba, será cosa de inventar.
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