Sin la sombra del espejo
Por Juliana Venero Bon (Revista Esquife)
Leonardo Padura confiesa no mirarse con frecuencia en el espejo, aunque mantenerse en forma, practicando ejercicios a diario, sea una de sus rutinas. Lo podría definir --tras pedírmelo en esta entrevista, a manera de broma quizás-- como un hombre serio, enfático, creíble, cualidades que me hicieron distinguirlo desde que lo conocí en 1989, cuando le editaba Según pasan los años. Por entonces ya estaría formándose Mario Conde, que ha dejado de ser para muchos lectores un personaje de ficción y se ha convertido en el entrañable investigador policial, más tarde vendedor de libros viejos, que con todo coraje transita por nuestros tiempos difíciles. El protagonista de Pasado perfecto, Vientos de cuaresma o La neblina del ayer abrió el alma en cada historia y las huellas de su existencia, personal y colectiva, permiten coincidir con Arthur Miller y encontrar que “la vida es como una nuez: no puede cascarse entre almohadones de plumas”. Padura guarda las nostalgias y melancolías que depositó en el Conde, pero el escritor también enfrenta responsabilidades, gustos y nuevos proyectos, sin que la sombra en el espejo distraiga su sagaz mirada de la contemporaneidad.
- Escribir, según tú, pudo salvarte en esa década “terrible” de los noventa. La salvación te llega en tu encuentro con la novela y con un personaje como Mario Conde, que recibió todo el desencanto y el hastío de la época, en quien volcaste todos tus sentimientos. ¿Sientes alguna culpa en su caracterización psicológica, que lo hace tan abandonado de sí mismo, imperturbable, nostálgico, con muy pocos rasgos de héroe, o tal vez no haya nada de qué arrepentirse?
La verdad es que me siento muy satisfecho de haber conocido a un tipo como Mario Conde, y haber transitado con él todos esos años terribles, de dudas, frustraciones y desencantos que vivimos en los 90, cuando el pan de cada día se convirtió en el problema de cada día, mi bicicleta china en una extensión de mis piernas y mis expectativas de futuro (las que me enseñaron durante tantos años) se hicieron agua y sal. Fue una época demoledora no solo por las carencias materiales, sino y, sobre todo, por los desengaños espirituales, y si no fue peor, si no me amargué más, fue porque me refugié en la escritura como un poseso y en esos años escribí las cuatro novelas de la tetralogía “Las cuatro estaciones”, terminé mi ensayo sobre Carpentier y la teoría de lo real maravilloso, concluí mi libro de entrevistas a los salseros, escribí casi todos los cuentos de La puerta de Alcalá y otras cacerías, y realicé la investigación y comencé la escritura de La novela de mi vida. Me volqué completamente en la literatura y el periodismo, hice cosas para el cine, gané un poco de dinero para resistir y, para mayor satisfacción, puse a caminar conmigo a Mario Conde y a través de él encontré una vía de desahogo de todo lo que tenía por dentro, todos esos desencantos y frustraciones que le cayeron encima al país y, especialmente a mi generación.
- La novela policial tradicionalmente ha sido muy criticada, marcada por algunos como seudoliteratura. Quizás la novela negra americana y alguna literatura soviética y española puedan recibir una crítica favorable. ¿Por qué este género para establecer tu imprescindible diálogo con la realidad y la indagación de la misma?
La mayoría de las críticas que se le han hecho a la novela policial son merecidas: la mayor parte de lo que se escribe en este género (y Cuba sería un ejemplo perfecto) apenas roza la literatura. En algunos casos la razón es el mercado, en otros, los afanes políticos, en algunos más la aparente facilidad que significa urdir un enigma y ponerlo en blanco y negro. Pero ni el mercado, ni la política, ni los enigmas son literatura. Sin embargo, la novela policial puede ser novela y de hecho lo ha sido varias veces, cuando se levanta por encima de esos impedimentos y el escritor se propone hacer lo que debe, es decir, literatura. Desde que comencé a escribir Pasado perfecto, en 1990, yo tenía muy claro lo que buscaba: primero que todo, escribir una novela; luego, que esa novela fuera policial y muy cubana, pero que no se pareciera a la novela policial cubana publicada hasta entonces; finalmente, que esa novela policial utilizara lo mejor de la tradición genérica y desechara lo que me parecía superado (la preponderancia del enigma, digamos), para funcionar como un diálogo con la realidad y tocar de ella sus puntos oscuros, sus aristas álgidas, sus posibles trascendencias y permanencias sin que se le subieran los tonos al color local y el diálogo social no derivara en el costumbrismo. La novela que me propuse escribir, siendo policial, podía lograrlo, y al menos yo me lo impuse con toda mi pasión e inteligencia, con todo mi oficio y posibilidades: si lo conseguí o no es otra cosa, pero el empeño literario siempre estuvo presente al escribir ese tipo de literatura, por demás policial.
- Carpentier se pronunció porque el periodista era un cronista de su tiempo. Sin embargo, la verdadera historia del cubano, muchas veces contada con crudeza e imparcialidad, se puede encontrar en una parte de la literatura de estos años. ¿Cómo te libras, tú que te incluyes dentro de los más sinceros y desinhibidos escritores, del resentimiento, de la mala intención y del estigma que puede dejar la visualización de la zona oscura de la sociedad?
Yo pienso que escribir literatura de denuncia, en contra de lo que sea, es tan peligroso como escribir literatura de reafirmación, a favor de lo que sea. Y en Cuba sabemos mucho de eso, por las toneladas de mala literatura a favor y en contra (de lo que sea) que se ha escrito en los últimos cuarenta y tantos años. Creo que transferir al texto literario los gritos de rencor o las alabanzas que la política, el mercado, el arribismo le ponen en las manos al escritor es una degeneración de lo puramente literario y un camino hacia el panfleto. No quiero decir con esto que no se pueda escribir una buena literatura política, solo digo que es peligroso para lo artístico y, muchas veces, un experimento fallido (como la vieja novela policial cubana, por ejemplo). En lo que a mí respecta, trato de que mis opiniones políticas no interfieran en mi visión de la literatura, aun cuando no puedo desprenderme de esas opiniones y siempre estarán gravitando en lo que escribo, más aun cuando me refiero a una realidad candente como la cubana y a temas dolorosos como el exilio, la violencia, la corrupción, la frustración de las esperanzas, la degradación de la ciudad, en fin. Lo que trato de hacer es no dejarme ganar por ningún resentimiento, porque escribir desde el resentimiento nunca es beneficioso para el novelista, pues se pierden las perspectivas y se trata de decir (denunciar sería la palabra) cosas que afectan lo literario. Eso sí, escribo desde la nostalgia, la melancolía, el desencanto, y a veces incluso desde la rabia. Pero creo, en resumen, que todavía hoy Stendhal sigue teniendo razón cuando dijo que la política en una novela es como un disparo en medio de un concierto: es algo que te puede hacer perder el ritmo y no recuperarlo jamás. Por eso el escritor debe pesar muy bien sus argumentos a la hora de valorar una realidad, una sociedad, una época, pues su misión es encontrar sus pulsos secretos, su vida latente y no el enjuiciamiento histórico o político que está mejor para otro tipo de textos.
- ¿Cómo escoges el tema de tus novelas?¿Haces proyectos?¿Acumulas necesidades? ¿Puedes llegar de forma casual a las motivaciones para emprender tu viaje?
No escojo temas ni hago proyectos: me muevo con ideas, personajes, historias que me interesan y, a partir de ellos, comienzo a pensar en la posible novela. Si la idea va madurando dentro de mí, a lo largo de meses, a veces años, es que en ella hay una novela y lo que me falta entonces es ponerme a escribir. Esas ideas, personajes, historias, vienen de cualquier parte: de una conversación, de un libro que leo, de algo que veo en la calle y me pone a pensar, en fin, de los sitios más diversos y es como si me trataran de encontrar y yo tratara de encontrarlos a ellos, y cuando se produce el choque surge una pequeña chispa, que si resiste los embates del viento, es porque tiene futuro y es que comienza a apasionarme, a hacerme pensar, para llevarme finalmente a la escritura.
- ¿Crees que podrás salir ileso de las “exigencias” del mercado? ¿La convicción y la consecuencia te ayudan a no caer en el coqueteo peligroso con este eslabón imprescindible donde casi culmina el sueño del escritor (la venta al público)?
El mercado es algo tan inasible, veleidoso, misterioso, que si pretendes escribir una novela “con mercado” estás loco o no eres serio. Si alguien es capaz de predecir si una idea determinada será al final una novela que funcione en el mercado, es un genio o un adivino, o mejor aún, un especialista en marketing, como han tratado de serlo todos los que últimamente han escrito novelas sobre el grial, los templarios, Jesús, Magdalena y el copón bendito, luego del éxito millonario de una novela tan mala como El código da Vinci. Yo no soy, ni mucho menos, un “éxito” de mercado, creo que fuera de Cuba ninguno de mis libros ha pasado de las 20 mil copias vendidas. Mi éxito, en ese sentido, es que mis novelas han interesado a editores y lectores muy diversos, desde España a Corea, pasando por Grecia y Polonia, que en todos esos idiomas (doce) han tenido buenas críticas y ventas aceptables, pero, sobre todo, el haber podido encontrar editoriales que funcionan con las leyes del mercado pero que no me exigen, jamás, que escriba de una forma o de otra, que escriba sobre esto o aquello porque podría venderse bien. Ese respeto por mi labor me da gran seguridad a la hora de trabajar mis textos, pues sé, además, que mi editorial española, por ejemplo, tiene excelentes lectores y editores que me señalarán defectos técnicos para que los supere y el libro sea mejor, como literatura y no como producto… Si luego funciona en el mercado y se vende 10 ó 12 mil ejemplares, pues felicidades.
- La neblina del ayer es una novela del pasado, hacia el pasado. Lo digo no solo porque el conflicto central se sitúe en los finales de la década de los cincuentas, sino porque la mirada del narrador es acuciosa, distintiva en relación con el ayer: “...pues ni los olvidos más rígidos, los decretados con mayor encono, son capaces de enclaustrar de forma definitiva los gritos de la memoria, cuyo alimento único, es, por supuesto, el pasado”. ¿Qué importancia le das al pasado, a no dejar escapar la memoria histórica?
En general la memoria es algo bastante maltratado, manipulado, utilizado por las esferas de poder, en todo tiempo y lugar. Se resalta lo que interesa al proyecto político del presente y se oculta lo que no es favorable o necesario. Por eso los escritores, que no son parte de los aparatos de poder, se nutren fundamentalmente de la memoria, del pasado. Pero es que incluso, si escribes del presente, estás haciendo un ejercicio de fijar una memoria que se puede perder si no está reflejada. En el caso cubano contemporáneo esto es especialmente importante, pues los vacíos de la prensa son demasiado notables como para no echar de menos una desmemorización desde el presente que, con su lenguaje, óptica y posibilidades, muchos narradores han tratado de suplir. Por lo demás, a mí, personalmente, me fascina el pasado, hurgar en él para encontrar claves del presente, meterme en los resortes de la nostalgia para hallar evocaciones extraviadas, vidas perdidas, historias olvidadas que, en muchos casos, forman parte de esa historia pequeña, cotidiana, de la que se alimenta la historia grande. En cuanto a la escritura de novelas, esa historia pequeña, por supuesto, me interesa más que la grande, que aparece en muchos libros y no necesita ser contada otra vez: pero la pequeña, la no-épica, es la vida.
- Entre las pasiones de tu vida el béisbol puede ser una de ellas. ¿Industrialista a ultranza?
Tristemente veo que, tal vez por la edad, es una pasión que se ha ido agotando y cada vez me importa menos quién gana la Serie Nacional o la Copa Mundial. Pienso que en este desapasionamiento han influido varios factores (y debes saber que mi pasión era de las fuertes, era como una adicción y todavía por alguna gaveta guardo libretas con fotos de peloteros recortadas de los periódicos de los años 60). El primero, sin duda, es la merma del nivel competitivo de la pelota cubana, pues a pesar de que se ganen copas, olimpiadas y mundiales, me parece evidente que es un béisbol cada vez más deslucido y pobre, sobre todo a nivel de inteligencia. Luego estaría la mala difusión que tiene la pelota cubana, en la que rara vez sabes cuánto batea un pelotero o cómo es la cara de otro (si no acabas de verlo en la televisión). Suma a eso la fuga de talentos hacia otros países, figuras entre las que estarían algunos de los más significativos jugadores del momento. Ponle a ese potaje el hecho de que la pelota es un deporte lento, decimonónico, un juego que los jugadores cubanos se empeñan en hacer todavía más lento, con unas payasadas sencillamente inadmisibles. Y, para ponerle la tapa al pomo, añádele el mal ambiente que muchas veces hay en los estadios, lo complicado que se hace ir a uno de ellos, los horarios inadecuados en que se está jugando, las narraciones deslavazadas y sin interés que se escuchan en la televisión, la inexistencia de un periódico deportivo (en el siglo XIX había varios en La Habana), los peloteritos de cinco pies que me hacen pensar si, de tener ahora veinte años, yo no hubiera llegado a ser el cuarto bate de los Industriales… No quiero sonar apocalíptico, la verdad, y sé que mi opinión no la comparte mucha gente (y no tengo intenciones de discutirla), pero creo que la pelota se está yendo a la mierda y al menos a mí no me interesa demasiado seguir paso a paso ese desastre.
- ¿Cómo es un día de Leonardo Padura?
Un día bueno es un día de trabajo; un día malo, el que quiero dedicar al trabajo y se atrofia por alguna circunstancia (un apagón, por ejemplo); un día mediocre, el que dedico a resolver problemas en la calle, a encontrarme con gente que no me interesa, o a responder a compromisos sociales y personales inevitables. Los días buenos son, pues, los buenos, y empiezan bien temprano, antes de las 7 de la mañana cuando me levanto, orino, tomo café y enciendo mi primer cigarro. Luego viene el trabajo, unas cinco horas, que no tienen interrupciones como las de responder entrevistas, por ejemplo. Ese trabajo es más agradable cuando es pura escritura; más profesional cuando estoy investigando o revisando lo escrito. Pero en cualquier caso es satisfactorio y lo abandono sobre la una de la tarde por agotamiento y hambre. Luego, al mediodía me gusta hacer una siesta de una hora, hora y media, y a la tarde hacer algo físico, en el jardín, con mis perros (Chori y Nata), en la casa, hasta que llega la hora de los ejercicios que trato de hacer todos los días. En la noche lo que más me gusta es quedarme en la casa y ver una buena película, con Lucía sentada al lado. Si tengo que salir, prefiero que sea a visitar a algún amigo. Como ves, trato de establecer una rutina que muchas veces se ve afectada por imprevistos (o no tanto: apagones), compromisos (entrevistas) o por los viajes que hago con regularidad de promoción de mis libros.
- Eres de los escritores más entrevistados. ¿Te gusta dar entrevistas?
Cada vez menos, la verdad. Pero por lo general digo que sí por dos razones: una, la necesaria promoción del trabajo literario, que especialmente en Cuba es muy, muy deficitaria, sobre todo en mi caso (mis libros casi no tienen comentarios en la prensa); dos: por elemental solidaridad con la gente de un gremio al que todavía pertenezco, y desde el cual le he pedido entrevistas a cientos de gentes y, por lo general, me las concedieron.
- Hablabas de una nueva novela donde ya no está Mario Conde. ¿Cuál es tu nuevo proyecto?
No es que ya no esté; solo que no está. Porque Mario Conde sigue comprando y vendiendo libros viejos y confío en que no se olvide de mí… Pero el proyecto en que estoy ahora no tiene que ver con él. Es una novela complicada, de mucho riesgo artístico, de soluciones difíciles de hallar y, sobre todo, de mucho trasfondo histórico por lo que me he visto obligado a hacer una gran investigación. Su personaje central será Ramón Mercader, el asesino de Trostky, y por lo tanto tendrá que ver con el estalinismo, la manipulación de la verdad, las razones que condujeron al fracaso de las utopías modernas. No sé cómo la escribiré, pues apenas pongo las primeras palabras en orden, pero sí sé, desde ya, que será un esfuerzo tremendo en el que, como en todas mis novelas anteriores, pondré lo mejor de mi esfuerzo y mi trabajo.
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