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miércoles, agosto 23, 2006

Con la misma pasión

Por Frank Padrón Nodarse (Trabajadores)

El más reciente filme cubano El Benny, del documentalista Jorge Luis Sánchez (El Fanguito, Las sombras corrosivas de Fidelio Ponce aún, Y me gasto la vida...) gusta a unos más, a otros menos, a otros disgusta, pero a nadie deja indiferente, lo cual es un signo muy positivo en el arte, al que sólo lacera la indiferencia o el olvido.

Lo primero que sorprende gratamente es la conseguida ambientación de esa Habana de los años 40 a los iniciales 60: el rico panorama musical de la urbe nocturna, sus cabarets, restaurantes y bares, o simplemente sus calles, sus taxis y sus casas (sin olvidar la humildad, muchas veces miseria del campo) han sido atrapados y trasmitidos por ese maestro de la dirección de arte en que se ha ido convirtiendo Erick Grass (Miel para Oshún), apoyado por el excelente trabajo fotográfico de alguien que aún no había podido mostrar su capacidad a plenitud al menos en el cine cubano: el también documentalista José Manuel Riera, quien explora y explota claroscuros y matices con verdadero detalle, desde el neón, la atmósfera “a media luz” del night club hasta la maravilla del atardecer en esta isla.

El realizador ha insistido en que no se trata de una biografía fiel y que de los muchos Benny posibles, él escogió el suyo, algo legítimo por supuesto, pero cuando uno reflexiona en lo que nos ofrece sobre el ser contradictorio y genial que acortó su vida por los efectos ya irreversibles del alcohol, se hubiera preferido más énfasis en las incidencias de la vida artística, las colisiones entre esta y la personal que ciertos episodios y personajes no bien trabajados ni insertados (como la cantante Maggie, que debió desaparecer o desarrollarse, las recurrencias de los abuelos, el del artista y el de Angeluis, o ese propio nieto, el político que atraviesa las etapas del cantante hasta llegar a la Revolución...)

En este sentido, la narración no es todo lo limpia que la historia requería: sufre bastante con el exceso, absolutamente superfluo, de saltos y rupturas temporales que sólo enturbian el decursar del tiempo narrativo, mientras el espectador se confunde y abruma más de la cuenta. Y eso que, todo hay que decirlo, la edición de Manuel Iglesias es otro de esos indiscutibles méritos a los que nos referíamos: remedando en este aspecto el tipo de cine de la época, pero a la vez aplicando un criterio moderno, el capaz montajista confiere una continuidad y un ritmo que esas particiones del guión (escrito a dos manos por Sánchez y el desaparecido dramaturgo Abraham Rodríguez, el de Andoba) hubieran afectado todavía más.

Entremos ahora en un acápite esencial: la música. Creo con toda sinceridad que la labor del ya probado orquestador Juan Manuel Ceruto es sencillamente excepcional, al obtener con artes casi mágicas que lo escuchado “suene” a la época de referencias, al Benny y su jazz band, a la vez que apreciamos un sonido increíblemente contemporáneo, con arreglos que respetan y reproducen, digamos, el protagonismo de los vientos-metales, los maravillosos contracantos del coro, la esencia de los ritmos trabajados por el artista (mambo, cha cha cha, rumba, son, bolero) en una labor de continuidad-ruptura que debe mucho a las conquistas posmodernas.

Dentro de esto, la voz que emite este Moré fílmico, perteneciente al trovador santiaguero Juan Manuel Villi, es de un timbre asombrosamente parecido al del cantante emblemático, quizá un tanto engolada en ciertas modulaciones, pero de todos modos ideal para remedar un color y una proyección prácticamente irrepetibles.

Dos señalamientos, sin embargo, en este cristalizado rubro: se queda un tanto corta la presencia del repertorio del Benny, varios números se reducen demasiado, faltan otros que lo identifican; en segundo lugar, considero un error finalizar, por cuanto supone una ruptura tonal infeliz, con el rap compuesto con Formell especialmente para el filme, el cual debió aparecer ya avanzados los créditos y coronar el desenlace con otra pieza del cantante (digamos la esencial Oh, vida, una de las grandes ausentes aquí) y que complementara la fuerza lograda por las imágenes, de este modo debilitadas.

Por último, un ítem sin embargo imprescindible: las actuaciones. Si tantos elementos no fueran necesarios en una empresa como esta, pudiera decirse con propiedad que El Benny es su intérprete, Renny Arozarena; cierto que no se parece al artista, ¿y qué?: cuando el trabajo rezuma convicción, autenticidad y fuerza como es el caso, ese detalle se olvida: el joven se introduce en la órbita afectiva, profesional y vital del protagonista de manera simplemente admirable; lo secundan otras labores de semejante alcance: el Olimpio de Enrique Molina (contenido y sensible), el Monchy, traidor y finalmente destruido de Mario Guerra (casualmente su “Benny” de la pieza Delirio Habanero estuvo hasta hace poco en cartelera teatral), el ajustado y seguro Pedrito, de Kike Quiñones, alejado de los roles habituales del humorista y, pese a su corto e impostado personaje, la Maggie de la siempre imponente Isabel Santos.

Con sus más y sus menos, El Benny es un digno tributo a una de las cumbres de la música cubana, y un filme que marca un buen paso en los rumbos de nuestro cine.

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