¿CONOCIÓ USTED A LUIS CARBONELL?
Por Reynaldo González (Cubadebate)
Maniática recurrencia generacional el “borrón y cuenta
nueva”, más si en la vida ocurren hechos tan definitivos como un revolcón de
las costumbres y del régimen social. La Revolución nos dio ese removión de
padre y muy señor mío. Replanteamos todo —y cuando escribo “todo” pienso todo—,
incluidas viejas eficacias en el enfoque, disfrute y análisis del
entretenimiento, ese inefable “matar el tiempo” (¿alguien se preguntó por qué?)
traducido en una acción-inacción-sublimación consumística, en bien y en mal, que
embelesa y distrae pero no siempre deja huellas. Cuando accediendo a ciertos
reclamos pensamos en ese acompañante involuntario pero persistente que es el
entretenimiento —cuántos crímenes en tu nombre—, desarrollamos la manía de
negarle todo aporte, ignorando cuanto de él va con nosotros. Nos dejamos
arrastrar por sus artilugios ilusionistas. Formamos filas entre los
apocalípticos y los integrados, analizados bien y a tiempo.
El mundo del espectáculo, donde “tener o no tener pista” es
la cuestión, de la pequeña a la gran pantalla, con sus inmensos ecos en la
conciencia colectiva, cuanto puede resultar insípido o suculento, según los
ingredientes, es algo que casi no atendemos porque fluye con mecánica propia.
Creemos conducirlo pero nos conduce, seleccionarlo pero nos selecciona. Es de
lo que no escapamos y le hacemos mil inadvertidas concesiones, hasta que
termina conformando criterios, roles y, sobre todo, el gusto. En fin, esa
pesadilla gentil que ya acumula frondosos estantes de literatura semicientífica,
semidocta, proverbialmente desatendida por quienes merecerían asomarse a sus
laberintos, esos “realizadores” que insisten en las fórmulas fatigadas y sus
vicios inherentes, consumidores habituados (¿adictos?) a sus estridencias, la
tan promocionada idiosincrasia que dicen representar y en nombre de la cual
cometen innúmeros delitos.
Pero cuando abordamos el arte de alguien que surgió en ese
medio, debemos verlo en él y desde él, y en su individualidad, casi a
contracorriente. Es lo indicado al observar a Luis
Mariano Carbonell. Él se debió a esos sospechosos vehículos, en ellos
ocurrió su “lanzamiento” (palabra que evoca el cosmos ancho y ajeno). A ellos
agradece el arraigo que hoy tiene en el público de nuestro hemisferio. Fue
designado “acuarelista de la poesía antillana” con similar alevosía que
esplendidos locutores debieron arrastrar títulos como “la voz de oro”, “la voz
de plata”, “la voz de cristal”, incluso una nadería, “voz de voces”, ya
agotados los yacimientos metalúrgicos, la fauna y la flora, terrestres y
marinas. Era una de las recetas publicitarias de la época, el momento en que
los medios de difusión comercial alcanzaban su mayor auge en Cuba y desde ella,
la prodigiosa década de los cincuenta. Avalado por un augural triunfo newyorkino,
aterrizaba en su Isla —nadie es profeta desde su Isla— ese mulato santiaguero
dispuesto a conquistar un público que por lógica le pertenecía.
A Carbonell lo “lanzaba” la empresa que resultó hegemónica
luego de una enconada polémica que incluyó robo de cerebros, ruina empresarial,
un suicidio y la omnipresente injerencia extranjera, con su modus operandi
disfrazado de modernidad, de sociedad anónima. Al frente, un cubano como
fachada, Goar Mestre, llamado a ser el zar de la radiotelevisión latinoamericana.
Era el gran momento del Circuito CMQ, la Radio City habanera, cuerpo y
presencia en el majestuoso cine Wagner, emporio de hormigón armado, Xanadú de
la radiomanía tropical: Radiocentro. El edificio semejaba la ballena blanca, su
dentadura voraz asomada a la calle L del Vedado, con sus tragaderas retadoras,
y el cuerpo constituido de oficinas, estudios y una ambición monopólica. Desde
esa torre refrigerada Goar Mestre vio pasar el cadáver de su adversario, Amado
Trinidad Velasco, empresario arruinado de la rival RHC-Cadena Azul. Le obsequió
un sonoro minuto de silencio mirando el reloj con ansiedad calculadora, y movió
los hilos de su flamante negocio.
En el staff quedaba incluido un declamador estrella, que ya
lo era en verdad, Luis Carbonell. En tan arremolinada circunstancia debutaba
con una expresión artística ya depurada, paradoja que sólo explican su enorme
talento y su autoexigencia. Tenía por delante un camino colmado de obstáculos.
Por La Habana y por otras capitales latinoamericanas habían pasado Berta
Singerman y su ejército de imitadores. De la recitación hicieron algo
electrificado, tremante —un mal de Parkinson de la voz—, con ínfulas de
tragedia griega, tiaras, cortinas movidas por vientos de tormenta en foro
romano. Todo aquello aplicado como prótesis escénica a textos criollos y
españoles, cargados de ritmo, retruécanos y grandilocuencias. El verso, el
pobre verso quedaba en puro efectismo. Si alguien escuchaba el anuncio del
“declamador”, se erizaba de pies a cabeza, pues en aluvión le caerían “La
marcha triunfal”, “El duelo”, “La lágrima infinita”, los más apasionados
ripios, o buena poesía reducida a sonoridad de ultratumba y gestos marmóreos.
En la programación rutinaria dominaban los sollozos y desgarramientos de la
siempre borrascosa pareja sentimental, las radionovelas. Las ondas hertzianas
estaban dominadas por los arquetipos machomacho y hembrahembra, con violines y
atabales frenéticos para los momentos clímax, que eran todos.
En esos predios entraba Luis Carbonell, con gracia no de
dios sino de persona, no de augur sino de mulato de la calle, cargado de
picardías espontáneas. Tenían buen decir, extraordinaria dicción y una rigurosa
disfrute di selección de textos que representaban lo contrario del repertorio a
que estaba acostumbrado el respetable. Iba de rompeolas, de equilibrista sin
malla protectora. Varios elementos lo diferenciaban al recién llegado. El
primero: un sentido del ritmo, totalmente nuestro, caribeño y antillano,
contagioso para multitudes del patio y seductor para quienes asimilaban las
noches cubanas como aventuras de las sensaciones De ahí su “colorismo”. Pero
entre la sonora fauna radiotelevisiva integrada por incontables “novias de
América”, damitas y galanes —con un inexplicado “el galán de los galanes”—,
Carbonell estaba destinado a sobresalir porque lo suyo era auténtico, tan
popular como riguroso. Representaba una cultura real, palpitante, no el
manierismo de sus tópicos. Sin quedarse en el pintoresquismo facilista, su arte
también constituía un filón exportable. Era Cultura con mayúscula y
Autenticidad ídem.
Crecido en una familia de músicos y recitadores, con un
innato sentido de la escena que ampliaba el tesón del estudio, Luis Carbonell
podía burlar las zancadillas de un medio viciado en la realización y en la
fruición. Sus manos adquirían una novedosa expresividad al recitar, pero
también ganaban la resonancia del piano con una ligereza y un oficio insólitos.
Su acendrado paladeo de la música ayudaba a sus presentaciones. Traía en la voz
algo de bongosero tradicional, decantado por un refinamiento criollo, la
flexibilidad de lo vivido y asumido. Sonaba distinto. Era inimitable. Sentaba
plaza única, que no alcanzarían sus imitadores, pues al remedarlo sin sus
atributos, se imponía un trasunto de vulgaridad inexistente en él.
En algunas presentaciones unió su esfuerzo al de genuinos
talentos musicales. Pero no era el guarachero burdo, ni se resignaba al
sonsonete “para turistas”. Sabía sacar a todo un brillo peculiar, que le venía
de la música misma. Pronto fue conocido como alguien que “sabe de música”. Su
nombre se asoció al de cantantes y arreglistas hasta el punto en que más de un
movimiento expresivo musical cubano de los últimos cincuenta arios le debe el
éxito a su orientación. Daba clases y ayudaba a quienes deseaban adquirir un
oficio que resultaba atractivo y eficaz. Conjuntos vocales recurrieron a su
experiencia. Devino promotor de discos de novedad innegable, incluso en predios
norteamericanos, tenidos como Meca de la discografía, como paso con uno de
Esther Borja, donde, además de arreglar y acompañar al piano, logró la
multiplicación de la voz por primera vez, recurso ahora muy socorrido. Y
continuaba siendo “el acuarelista de la poesía antillana”, lo que ejercía con
jubilosa creatividad.
Entre las figuras representativas de un arte autóctono latinoamericano,
sin lugar a dudas señorea Luis Carbonell. Sus grabaciones rompen record de
venta en las casas especializadas de los barrios “hispanos” de Nueva York,
Filadelfia, Chicago o Los Ángeles, sin contar en La Florida , en rediciones
piratas que reiteran un período del desarrollo de Carbonell, nunca negado pero
si superado por el artista. En Puerto Rico, Colombia, Venezuela, México, Santo
Domingo y otros países es un símbolo de la escena caribeña, junto al movimiento
de la salsa. Se ha integrado a una cubanidad exportada y explotada con gran
éxito comercial. En su Cuba natal ha sido presencia permanente del teatro, la
televisión, la radio, el cabaret que vio nacer sus “estampas”. Sus giras
desbordaron el ámbito latinoamericano con donaire insólito, en escenarios del
mundo impuso sus negros bembones, sus mulatas arribistas o conquistadas por la
furia rumbera, sus chéveres del litoral habanero, pero también un signo de
distinción que sorprende con arte mayor donde esperaban solo el género popular.
Para cierto público representa la fijeza de una fruición que
otros consideran vencida. Los exigentes se sorprenden con la maestría de un
arte cada vez más raro. Cuando me pidieron una definición de su presencia
escénica, lo califiqué como el primero y el último de una estirpe. Provoca la
imitación, pero quien lo imita fracasa. Él soslayó el obstáculo de la
grandilocuencia y el engolamiento que lamentablemente tipificaba lo recitativo,
quizás un fatum adquirido con la palabra “declamación”. Lo recuerdo deshaciendo
prejuicios en la Casa de las Américas, en La Habana, diciendo como nadie
cuentos de Armando Leyva, Antón Chejov, Virgilio Pinera; poemas de Mello, Palés
Matos, César López, Nazoa, Korsi, Ballagas, Guillen. Un público ansioso pero no
tan avisado, se sorprendió con otro Luis Carbonell, alejado del esquema
publicitario, sin que por ello desdiga de sus estampas, dichas como nadie.
Los medios masivos no siempre reciben la labor más ambiciosa
y seria de este creador y recurren a sus éxitos más viejos. Por eso, aquella
noche, junto al gesto preciso, la entonación exacta y una presencia que
mantiene su calidad hasta devenir consustancial, Carbonell mostró otros caminos
de su quehacer histriónico. Fue del piano al proscenio. Ejecutó obras de
castigada autoridad y elevó la voz para recrear piezas que no son oratorias o
recitativas. Con idéntico rigor que en sus pasos anteriores, Carbonell ha
incluido en su repertorio cuentos dichos como fueron escritos. Soslayan la
temática del afrocubanismo, amplían sus posibilidades para llegar a un público
más exigente. A ese otro Luis Carbonell me referí antes (Granma, La Habana, 16
de junio de 1984), para advertir a los espectadores sobre un rigor no previsto.
Es el que incluye en su repertorio obras de Asimov, Poe, Jodorowsky, Jorge
Cardoso, Pita Rodríguez, Lydia Cabrera, Pinera. Quien “monta” Decadencia y
caída de casi todo el mundo, de Cuppy, los Apócrifos de Karel Capek, con la
magia de la voz y el gesto, recursos propios de la escena. En un espectáculo
donde se unen la creación artística y un culteranismo de buen gusto, se sienta
al piano para que escuchemos la criollísima Danza de los tres golpes y un
Preludio de Rachmaninov. O se une a Los Papines, con “Mamita, quiero arrollar”,
“La negra Fuló”, “El teléfono”, “Cundió brujería mala” y otros grandes momentos
de poesía popular. En todo deja la impronta de un creador inquieto, pero
también la huella de una cultura que no es sólo popular o erudita, sino
mezclada, sabia en su decantación.
Luis Carbonell ha sabido burlar el estatismo inherente al
“masaje” radiotelevisivo y, también, a quienes quisieran verlo adscrito a la
industrialización de la nostalgia, sublimación que promueve la “onda retro” y
se recrea en sucesivos revivals de cualquier tiempo pretérito. Los ambiciosos
proyectos de Carbonell trascendieron la reiteración autocomplaciente y
narcótica de los medios. Se negó a ser solamente símbolo de una sensibilidad
superada y de una etapa que la realidad ha dejado atrás con saludable regocijo.
No se resignó a ser la desfasada vedette con retoques, entre elogios
condescendientes e inevitables bostezos.
Ante la presencia de Luis Carbonell en la escena, el disco,
la televisión, Luis Carbonell se rebeló contra la astracanada y la papilla
predigerida, de lo sublime a lo ridículo. No acudió a la tendencia casi
masoquista de sobrevalorar el pasado, su llegada a la escena siempre ha sido
presente. Su autenticidad se ha basado en la inconformidad del verdadero
artista. Por eso no pertenece a la nostalgia.
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