ZOILA GALVEZ: LOS CAMINOS DE LA GLORIA
Por Josefina Ortega (La Jiribilla)
En el tercer piso de un edificio sito en San José, entre Lucena y Marqués González, en el muy artístico y habanero barrio de Cayo Hueso, se reunían frecuentemente amigos, músicos y cantantes, y de vez en vez y de modo discreto, también gentes de la organización revolucionaria La Joven Cuba y del primer Partido Comunista Cubano.
La casa pertenecía a una de las cantantes líricas más grandes que ha dado Cuba en todos los tiempos, y entre otras cosas, los presentes iban al lugar —sobre todo— a oír la portentosa voz de su anfitriona, Zoila Gálvez.
Cuentan que en momentos en que el acoso de los esbirros era más terrible, el dirigente revolucionario Antonio Guiteras burlaba la persecución y subrepticiamente se aparecía en casa de la Gálvez y no se iba hasta escuchar embelesado el arte de la famosa cantante. En medio de la ferocidad de los sicarios del gobierno Batista-Caffery-Mendieta, en varias ocasiones, incluso encontró asilo y protección en aquel domicilio.
Zoila Gálvez era una soprano conocida internacionalmente, que había hecho estudio de especialización en Milán, había actuado en varios escenarios importantes de la ópera en el mundo y durante muchos años fue profesora de canto de varias generaciones de líricos cubanos.
Había nacido en el poblado de Guanajay, en la provincia de La Habana, en marzo de 1902.
Cuentan que su padre, el oficial más joven del estado mayor del Lugarteniente General Antonio Maceo, de adolescente y escuchando a una pianista española, se prometió a sí mismo que haría que sus hijos fueran músicos.
Y cuando su hija cumplió los cinco años le regaló un piano; pero a la niña no le gustó mucho el instrumento. Con el tiempo empezó a recibir lecciones y para soportar los ejercicios que le imponían, repetía a viva voz las escalas y los arpegios. Descubrieron entonces que tenía una hermosa voz y que aquella situación haría por estropearla. La salvó gracias a que su profesor, el español José Menéndez Areizaga, quien ejercía en una academia adjunta al conservatorio Hubert de Blanck, le prohibió hacerlo.
Culminó sus estudios de piano con 17 años, pero sin que nadie intercediera se había inscrito también en las clases de canto. Siendo alumna de los maestros italianos Tina Farelli y Arturo Bovi, desarrolló tan hermoso e inigualable tono de soprano de coloratura, que estos insistieron a que se fuera a Italia.
Su voz era en verdad prodigiosa, pero era mal visto que una muchacha se dedicara a cantar profesionalmente; era solo “para adornarse una como mujer, o ejercer el magisterio, y otra era andar por ahí cantando de ciudad en ciudad.” dijo en más de una ocasión.
Pero fue a estudiar, por tres años, nada más y nada menos que a “la meca” del canto lírico mundial, a la ciudad italiana de Milán, acompañada de su madre, claro. Tanta y tan grata impresión causó, que la Asociación de Artistas Romanos la declaró “Ilustre Artista”.
En una nota publicada en 1922, en Il Piccolo, se decía de ella que era “una auténtica gran cantante, de voz extensa y clara, gran agilidad y admirable manera de expresar, que nos hace situarla junto a las más famosas artistas de su cuerda”.
Y por Europa anduvo la cubanita, de escenario en escenario; pero en los años 20 fue del viejo continente a EE.UU. y allí le hicieron una pregunta definitoria: ¿Usted se atrevería a participar en unas pruebas ante los más significativos managers, en la que cantarán unas doscientas intérpretes? El sí de la Gálvez fue rotundo.
La audición fue en Town Hall, uno de los más prestigiosos teatros norteamericanos de la ópera, con una orquesta de cien profesores; se admitía solo una prueba, sin ensayo previo, y estaba prohibido aplaudir al poco público que asistía. Zoila escogería el Vals de las sombras, de la ópera Dinorah de Meryerbeer, cuyo personaje debía además actuar con emoción y expresividad. Al terminar su presentación, la duda. Alguien del jurado le preguntó: ¡Señorita!, ¿usted se atrevería a cantar Las Campanelas? Los rostros de todos eran de asombro. Nunca antes se le había pedido a una concursante una segunda prueba.
Afuera, todos comentaban mirando a las participantes, entre las cuales se destacaba Zoila, la única mujer negra que se había presentado.
La bomba explotaría poco después, cuando uno de los mejores empresarios que había acudido se acercó, y sin delicadeza alguna le espetó a su madre en un inglés que pretendía ser un chiste y más parecía un ladrido: ¡señora! ¿Quién la mandó a tener una hija tan negra, con una voz tan maravillosa?
Zoila Gálvez contó que se fue a casa “hecha un mar de llanto”, pero supo contestarle lo suyo al impertinente. Años después recordaría aquel hecho triste, cuando “me había golpeado la injusticia contra la que tuve que luchar durante años de carrera operativa en Norteamérica y aún en la misma Cuba.
“Llegará un día en que el factor raza no sea un obstáculo para nadie” le respondió a aquel insolente, Y, sin embargo, triunfó en Norteamérica, y uno de sus grandes conciertos lo dio en el famoso Carnegie Hall, el 26 de abril de 1953, junto al húngaro Borislav Bazala al piano.
Con los años y además de su labor pedagógica realizada hasta poco antes de morir ―en noviembre de 1985― colaboró, junto a su esposo en investigaciones sobre la música de origen africano, continuando una labor iniciada por Don Fernando Ortiz.
Su último concierto público lo dio el 12 de octubre de 1966, en el Palacio de Bellas Artes. Entre los asistentes estaba el hoy conocido escritor Miguel Barnet, quien luego escribiría sobre “aquella artista erguida sobre su época, con una voz aún joven y vigorosa y cantando las arias más difíciles y retadoras”.
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