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domingo, abril 15, 2007

El afamado pintor Marcelo Pogolotti vuelve desde el recuerdo de su hija

Por Elizabeth Mirabal Llorens y Carlos Velazco Fernández, estudiantes de Periodismo (Juventud Rebelde)

Para Marcelo Pogolotti el arte se trataba, más que de descubrimientos de verdades eternas, de descubrimientos temporales y privativos. Fue el primero en trabajar la abstracción, de la que luego se alejó para dar cauce a su preocupación por los problemas sociohistóricos mediante la figuración. Entre sus principales conquistas plásticas destacan las respuestas formales con que reflejó la dinámica de la sociedad moderna. Su vida fue un ejercicio constante de renovación y experimentación.

De joven, en 1922, había abandonado los estudios de ingeniería en el Rensselaer Polytechnic Institute de Troy, en Nueva York y la posibilidad de un empleo seguro junto a un tío, para perseguir su sueño: la pintura. Existía el riesgo del fracaso, pero fracasar era ya no hacer lo que el espíritu impulsaba.

Casi con 36 años, estando en París, quedó ciego y la carencia cerró dramáticamente el ciclo de su trayectoria pictórica. A su lado estaban su esposa Sonia y su pequeña hija Graziella. Dieciocho años después de muerto, una tarde cualquiera puede ser momento oportuno para evocarlo.

La noche cae y en uno de los altos edificios de la avenida 23, a diez niveles por encima de la calle, en un apartamento donde abundan los libros por todos los rincones, sentada en una butaca, sin gafas, a punto de encender un cigarrillo, la mejor de las semillas que haya podido dejar Marcelo Pogolotti en toda su vida de creación y buenas acciones, Graziella Pogolotti Jacobson, está a punto de responder un cuestionario.

—¿Qué era lo que más disfrutaba cuando estaba junto a él?

—Depende... Salir a pasear a su lado. Conversábamos mucho. Él me preguntaba sobre un tema, sobre lo que yo estaba estudiando, y se dedicaba a hacer lo que se conoce como abogado del diablo, a plantear dudas, cuestionamientos, y eso me obligaba a repensar las cosas, a verlas desde otra perspectiva. Con ese sistema de preguntas contribuyó a desarrollar mi espíritu crítico.

—En Memorias usted cuenta que desde muy temprano tuvo que cuidar de su padre, ser sus ojos, su lazarillo...

—Hice eso durante muchos años, no solamente en nuestras caminatas, también cuando visitábamos librerías y exposiciones. Le describía las obras que estaban expuestas, tratando de caracterizarlas, lo que me obligaba a pensar y a expresar las cosas. Me divertía mucho dándole a veces una imagen humorística de los personajes que nos rodeaban, ya fuera por sus gestos, su comportamiento o su manera de vestir. Trataba de suplir de esa manera sus carencias.

—¿Alguna vez discutieron por concepciones o criterios del arte, o de alguna obra en particular en que no coincidieran?

—Seguramente tuvimos contradicciones en valoraciones específicas, no solamente sobre temas de la cultura, también en valoraciones de otra índole, acerca de las personas, de la manera de enfrentar un problema de la vida práctica. Uno no vive permanentemente en el mundo de la cultura.

—Usted ha dicho que cuando trataba de ejercer la autoridad de padre, a veces provocaba la resistencia pasiva...

—Cuando se acordaba que tenía que desempeñar el papel de padre tendía al autoritarismo, y eso, naturalmente provocaba en mí una reacción de rebeldía. Teníamos choques, a veces bastante fuertes. Entonces mi madre intervenía como negociadora y salvaba la situación antes de que se pusiera muy complicada. En otras circunstancias, teníamos una relación prácticamente de iguales, de diálogo.

—Se habla más de Marcelo como pintor y ensayista, que como narrador.

—Así es y creo que sus contribuciones fundamentales son esas. En su narrativa se interesó, sobre todo, por búsquedas de tipo experimental. Fue una continuidad de la experimentación a través de ese segundo oficio literario. Su novela Estrella Molina es muy experimental y en sus cuentos también se ve esa exploración de distintos caminos y perspectivas en busca de un acercamiento al comportamiento de los seres humanos.

—¿Qué lo motivó a pasar en su pintura de la abstracción a la figuración?

—Sintió que los problemas de la sociedad y de la historia contemporánea eran problemas a los cuales el arte no podía permanecer ajeno. Y en ese sentido, la abstracción iba resultando un camino cerrado. Había que buscar una vía para expresar los conflictos esenciales de la época que se estaba viviendo: los grandes conflictos de la modernidad y de la historia en un período que fue extraordinariamente complejo. Fue la etapa previa al ascenso del fascismo y el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial.

—Como crítico de arte, ¿qué valores aprecia en la pintura de su padre?

—Siempre he tratado de destacar la construcción de la obra, la manera a través de la cual él resuelve en términos estrictamente pictóricos, mediante el empleo de los recursos de la línea, el color y la composición, la plasmación de un concepto, de una idea.

—En la autobiografía de su padre, se aprecia la especial relación que tenía con La Habana...

—Él sentía una pasión por La Habana. Una pasión que venía de sus años de juventud, cuando comenzaba a descubrir valores que aún no eran reconocidos. En aquel entonces, él iniciaba su aprendizaje como artista en La Habana Vieja y tomó muchos apuntes de esa zona de la ciudad. Sintió atracción por sus lugares menos jerarquizados arquitectónicamente, barrios populares donde la vida de la gente y el color le daban un ambiente muy especial. De joven, fue un caminante de La Habana, pero no solo de la ciudad. Había algo muy importante para él que era el mar y también se aventuraba en largos paseos por las playas. La conoció muy bien en una etapa de desarrollo y crecimiento vertiginosos, y la recordaba perfectamente. Muchos años después podía describir algunos lugares con una precisión absoluta.

—¿Cuáles son los recuerdos más nítidos que conserva del ambiente familiar durante su infancia, cuando vivía en el apartamento de la calle Peña Pobre, en La Habana Vieja?

—Recuerdo esa vida familiar muy compartida con los amigos. Y también la relación con el barrio. Las características de aquel vecindario, la atmósfera de ese contexto muy animado por los pregoneros, por la bulla que venía de todas partes, los radios de los vecinos. Había un momento muy importante en la vida familiar: el de las comidas, porque era cuando estábamos juntos y se conversaba en un plano de intimidad.

—Su casa siempre fue punto de reunión de intelectuales y de figuras de la vanguardia.

—En aquella época era costumbre visitar, y mi casa estaba en un lugar, en aquel entonces, bastante céntrico. La gente iba a alguna diligencia por allí y nos frecuentaba. En las noches, venían a la casa o se reunían a tomar el fresco y a conversar en el café La Cabaña —que está todavía allí en la Avenida del Puerto y la calle Peña Pobre. Las visitas eran muy variadas, lo mismo antiguos amigos de infancia, que artistas plásticos como Víctor Manuel y Carlos Enríquez, que escritores como Luis Felipe Rodríguez y Lino Novás Calvo, que otros intelectuales, como Raúl Roa, muy relacionado con los escritores y los artistas de la vanguardia. También nos visitaban personas relacionadas con ciertas zonas de la política, como Leonardo Fernández Sánchez. En aquellas reuniones, yo era más bien una espectadora que se limitaba a escuchar los temas de conversación. Tengo una imagen muy especial de algo un tanto impreciso: un día de reunión en el café La Cabaña, mi padre hizo una demostración en medio de la calle, de su capacidad para bailar la jota con una señora, hija de un ex embajador de Cuba en España. Él era buen bailador, especialmente de jota y de tango.

—¿Cuáles son los valores de una herencia privilegiada como la suya?

—Lo mejor, aparte de lo que pude haber tenido de aprendizaje indirecto por el entorno en el cual crecí, son los valores de orden ético. Es una de las partes más significativas de mi herencia.

—¿Ser la hija de alguien famoso fue un inconveniente al inicio de su vida profesional?

—No solamente cuando empecé mi vida profesional. De estudiante me molestaba. Recuerdo las clases de dibujo en la escuela y la maestra reprochándome que yo dibujara mal. Me decía: «¿Pero cómo es posible si tu padre es pintor?». A mí aquello me irritaba, sentía una especie de sombra pesando sobre mí, en definitiva, él era pintor, pero yo dibujaba muy mal. También en la Universidad me vi precisada a luchar contra esa imagen primera que tenía todo el mundo de la hija de fulano. Era como si me estuvieran quitando espacio para mi propia identidad, mi identidad como persona.

—¿Qué era lo que más detestaba Marcelo Pogolotti?

—La hipocresía y la mezquindad. Que son cosas que yo también detesto profundamente.

—¿Cómo recibía la crítica que le hacían?

—Depende de la intención. Cuando era un señalamiento en el cual podía reconocer algo útil, la aceptaba, cuando percibía un elemento de incomprensión, la rechazaba.

—¿De qué manera asumía la fama y el reconocimiento público?

—En el ambiente europeo la condición de artista era respetada, existía esa tradición, aunque no se conociera mucho al autor. Allí recibió cierto reconocimiento público, sin embargo aquí, en Cuba, no fue así. Lo marginaron en determinado momento y, además, en aquella época los artistas se conocían en un ambiente muy restringido y no existía, en un ámbito más popular, fuera de las élites intelectuales, un respeto por su obra. Cuando le preguntaban a qué se dedicaba y él decía que era pintor o escritor, no le hacían mucho caso, en cambio, si decía que era periodista, se producía una relación de más respeto. Eso le molestaba un poco. Su pintura vino a ser valorada después del triunfo de la Revolución.

—¿Cómo apreciaba Marcelo Pogolotti el conjunto de su obra?

—Valoraba en una gran medida sus trabajos de ensayista. Consideraba que La pintura de dos siglos había sido una contribución importante en su momento. Lo mismo sucedía con los ensayos que recogió en Puntos en el Espacio. Su obra periodística la estimaba como una divulgación de calidad, que no era vulgarización, porque con un lenguaje transparente y asequible, transmitía ideas y conceptos. En Del barro y las voces aparecen sus criterios sobre su pintura y los aspectos de esta que consideraba más logrados.

—¿Le atemorizaba la muerte?

—Se mantenía vivo a partir de una gran curiosidad por lo que sucedía en el mundo, por lo que sucedía a su alrededor. La muerte era un fin, el punto a partir del cual ya no sabía lo que iba a pasar.

—¿Cómo quisiera que se le recordara?

—Como un paradigma de creador siempre insatisfecho, un hombre interesado en los grandes problemas que afectan a la condición humana, un hombre de principios muy firmes, no solo como ciudadano, como intelectual, sino también en lo que se refiere a un sentido de honestidad, de amor a la verdad y de respeto por los demás seres humanos. Y como una persona de muchas lealtades, lealtad a su país y a sus amigos.

—¿Quedó algo por decirle?

—Siempre quedan cosas por decir.

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