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lunes, abril 23, 2007

Revelan existencia de mural del pintor Carlos Enríquez en casa habanera

Por Mario Cremata Ferrán (Juventud Rebelde)

Aquel imponente mural en la vieja pared me paralizó. Nunca hubiera imaginado tamaña belleza reducida al escaso perímetro de una residencia particular al oeste de la capital. Pero ahí estaba «burlándose» del implacable calendario, aunque este resolvió no permitírselo mucho más.

Quizá para las hermanas Valery y Lilian Rivero, la suya sea una familia cualquiera de la Cuba de hoy, con los mismos conflictos. Lo cierto es que ellas, desde su nacimiento, disfrutan bajo su propio techo de un enorme mural del mismo autor de El rapto de las mulatas, Campesinos felices, Rey de los campos de Cuba y tantas otras magníficas pinturas criollas.

Solo ellas y su corta descendencia tienen esa posibilidad que a tantos amantes del buen arte les está vedada. Ambas manifiestan que a su padre le fascinaba esa pintura, aunque no tenía conocimientos sobre las artes plásticas. Él logró que sus hijos crecieran con la indicación de bajar la escalera (que interrumpe parte de la obra) sin tocar la pared, pues no hay pasamanos.

Lilian explica que su papá conoció a José Luis Galbe Loshuertos — inmigrante español a quien Carlos Enríquez pintó el mural en su casa — en Santiago de Cuba, y ambos se tuvieron mucha estimación: «Por eso desde que se mudó para acá fue muy celoso con el mural y nunca permitió que cuando se celebraban nuestros cumpleaños, ningún muchacho se pegara o tan solo rozara esa pared, tarea bien difícil porque está a la entrada de la sala y resulta muy llamativa».

«Esa tradición que nos inculcó — apunta Valery —, de velar siempre por la conservación del mural, se ha mantenido hasta hoy con las otras dos generaciones de niños que aquí se criaron. Lo único que lamentamos es que continúe deteriorándose y no pueda ser de disfrute colectivo».

Durante la dictadura batistiana, Galbe Loshuertos vendió su casa a un oficial de alto rango y se mudó para el apartamento 124, piso 12, del céntrico edificio que hace esquina en las calles Línea, 15 y L, donde permaneció hasta su muerte, el 14 de enero de 1985.

Al triunfo de la Revolución, el esbirro escapó al extranjero y la vivienda se entregó al capitán del Ejército Rebelde Manuel Rivero Pupo, quien se instaló allí con su esposa. Poco después nacieron sus tres hijos: Valery, Lilian y Tupac, actuales propietarios del inmueble.

Tanto Enrique Moret, hijo del escultor valenciano de igual nombre y vecino de Galbe, como su esposa Aleida Hernández, describen al capitán Rivero como un hombre de gran sensibilidad, que tenía plena conciencia del valor de este mural.

«Por eso mandó a dibujar los cristales del ventanal que está frente al mismo — nos dice Aleida —, para que el sol no afectara directamente la pintura. Cuando hubo que sustituir la madera y esos cristales por un enrejado con nuevos vidrios, compró una cortina que solo retiraba cuando la luz solar no incidía en esa zona de la casa».

OTRO PRECIOSO YA NO EXISTE

Entre las personas que alguna vez trabajaron en la esfera cultural del país, y que aun jubiladas no dejan de preocuparse por todo lo que implique preservar e incrementar nuestro patrimonio, está Germán Amado-Blanco Fernández, hijo del célebre escritor y diplomático español radicado en Cuba, Luis Amado Blanco.

«Desde hace años traté por todos los medios de que hicieran algo por ese mural. Hablé incluso con Marta Arjona y le mostré mi preocupación de que se perdería. También llevé al restaurador Ángel Bello Romero, del Gabinete de Restauración de la Oficina del Historiador de la Ciudad, quien quedó maravillado y me comentó que era muy difícil sacarlo de allí. Luego gestioné con el Museo Nacional de Bellas Artes, pero me dijeron que era mucha la inversión y no tenían presupuesto».

En la actualidad, el veterano especialista Ángel Bello Romero está dedicado solo a la pintura de caballete, pero durante muchos años trabajó en murales. Este profesor de Dibujo y Pintura cursó en la década del 60 una beca de especialización en Conservación y Restauración en la Academia de Bellas Artes de Praga. Tiene en su haber innumerables trabajos de restauración, como los murales de los techos del Teatro Sauto, en Matanzas, el de La Caridad, en Santa Clara, y también en Trinidad. En 1989 la UNESCO lo eligió para acometer labores de rescate en las pinturas murales de la iglesia de Santiago Apóstol, en Santiago de los Caballeros, República Dominicana.

«En esa casa estuve más de una vez — afirma —. Puedo decirle que el mural no está asentado en ningún registro nacional. Es una verdadera joya, pero en la técnica que está hecho es muy complicado sacarlo de ahí. Además, si mal no recuerdo hay una escalera que lo atraviesa.

«Valdría la pena preservarlo para que no le suceda lo que al otro Carlos Enríquez que había en una pared de un local en el Instituto Politécnico Hermanos Gómez, de Lawton. Allí trabajé hace años y la pared interior que tenía el mural la tumbaron para ampliar una de las aulas. Por suerte todavía quedaban vivos otros de Amelia Peláez, Víctor Manuel, Castaño y Romero Arciaga. Pero ese, que era precioso, ya no existe».

EL MURAL DE LA DISCORDIA...

Autorretrato de Carlos Enríquez que se conserva en el Hurón Azul, su residencia en la barriada habanera de Párraga.En busca de algún indicio que mostrara una preocupación institucional por registrar obras como esta en el índice del patrimonio local o nacional, acudimos a Esperanza Maynulet, subdirectora de Extensión Cultural del Museo Nacional de Bellas Artes, quien es también una enamorada de la creación pictórica de Carlos Enríquez. Trabajó 17 años en el Hurón Azul (casa-museo del artista) y llegó a ser su directora.

«Varias veces fui a ver ese mural, donde se utilizó la técnica al fresco, al igual que en el mural del Hurón Azul y el del edificio de la antigua compañía ESSO, en la calle O, del Vedado. En la Delegación Municipal de Monumentos de Playa está inventariada la vivienda por el valor patrimonial de esta pieza».

La coordinadora de Monumentos de Playa, Mercedes Menéndez, quien radica en el Museo de la Marcha del Pueblo Combatiente, corroboró lo antes dicho por la Subdirectora de Bellas Artes.

«Se trata del único mural que tenemos registrado oficialmente en el municipio — refiere —, lo que no quiere decir que no tengamos conocimiento de que existan otros. No tenemos ninguna estrategia de conservación, porque el museo no cuenta con ningún especialista. De necesitarse cualquier trabajo se debe contratar alguno en otra dependencia».

No obstante lo planteado por la Coordinadora municipal, Jorge Moscoso, director Provincial de Patrimonio, explicó que de esa delegación no enviaron el expediente del mural.

«Ni siquiera sabía de su existencia, pero nos interesaría tener noticias del mismo y que nos enviaran algunas fotografías. Sería factible que algún especialista emitiera un dictamen de conservación, y propusiera alguna técnica de restauración para mantenerlo por dos o tres años más, a ver qué podemos hacer. Nuestra premisa es que todo merece ser recuperado».

EN LOS PREDIOS DE UNA REINA

Elisa Serrano González, especialista en pintura mural del Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología (CENCREM) e investigadora y profesora titular de la Cátedra homónima en el Instituto Superior de Arte (ISA), es una de las pocas que en Cuba y en el mundo se dedican al estudio, tratamiento y conservación en la muralística.

De su extenso currículo podría citarse la participación en el rescate de pinturas en instalaciones del Centro Histórico capitalino, o la restauración del mural de Rolando López Dirube en el vestíbulo del hotel Habana Riviera. Restauró además el de mayor tamaño que Celia Sánchez le encargara a René Portocarrero en el Palacio de la Revolución, y laboró varios años en la reconstrucción de las pinturas de la cúpula del Teatro Municipal de Caracas, en Venezuela.

Más recientemente, después de un pormenorizado examen suyo, se pudo determinar el color original de Finca Vigía — residencia habanera de Ernest Hemingway —, donde, debajo de seis capas de pintura, aparecieron anotaciones del mismo escritor.

A pesar de sus muchas ocupaciones, Elisa aceptó acompañar a este redactor para evaluar el estado actual del mural.

Pasó sus dedos por la superficie coloreada, y aseguró con tono de satisfacción no disimulada: «Demoró entre siete y ocho días en terminarlo. Se trata de un auténtico mural al fresco, magistralmente salido del pincel de Carlos Enríquez. Muy pocos artistas cubanos conocían los secretos de esta técnica, por lo que la mayoría marchaba al extranjero a aprenderla.

«De todas, la más resistente es el fresco, pero en algunas zonas bajas la humedad y la salinidad han desprendido la pintura. Este específicamente no requiere de un análisis de laboratorio. Solo necesita una limpieza adecuada y detectar si hay alguna tubería dañada en esa pared. Es meritorio y fácilmente apreciable el esfuerzo de esta familia por preservarlo. Si nos fijamos, todavía se conserva la capa de carbonato de calcio que cubre la pintura».

Interrogada sobre la posibilidad real o la conveniencia de un traslado de la pieza a un lugar más seguro, afirmó: «Aunque todos los murales se pueden sacar de su sitio, existen riesgos. Además, el principio técnico y ético de este tipo de obra es que se conserve donde fue concebida, o sea, in situ. Aún no están creadas las condiciones en otra instalación que pudiera acogerlo».

Elisa Serrano, también profesora adjunta de la Cátedra Regional de la UNESCO de Ciencias de la Conservación Integral de los Bienes Culturales para América Latina y el Caribe, emitirá un dictamen técnico al Consejo Nacional de Patrimonio Cultural.

«Actualmente tengo tres alumnos en el ISA a los que les orienté realizar sus tesis sobre la existencia de pinturas murales en espacios públicos y viviendas de Miramar, el Vedado y el Cerro. El hallazgo de esta joya les ayudará en sus investigaciones».

DEL LIENZO A LA PARED

En la primera mitad del siglo pasado, muchos artistas cubanos, sin desprenderse de su maestría en el uso del pincel, dejaron a un lado el caballete y utilizaron como soporte una pared, una puerta, un muro o un techo.

Esta demostración de su arte quedaría atrapada en espacios del más diverso espectro: lo mismo en un edificio gubernamental, un área de esparcimiento público o en la casa de alguna familia pudiente de entonces.

Resulta prácticamente imposible, a la luz del presente, determinar con certeza los motivos que llevaron a muchos pintores a tal proceder. Pudiéramos suponer alguna relación de amistad fraterna, vínculo espiritual o necesidad monetaria. Mas la verdad, jamás escrita, se la llevaron a la tumba los autores.

La Guerra Civil Española (1936-39) provocó que una gran mayoría de los intelectuales izquierdistas se vieran obligados a marcharse de su tierra y buscaran refugio en otras naciones, entre estas Cuba.

José Luis Galbe Loshuertos era uno de esos exiliados. Nacido en Zaragoza en 1904, fue un joven atacado por el franquismo y encarcelado en dos ocasiones.

Colapsada la República, en 1939 viajó a Francia, donde se le envió a un campo de concentración. Liberado poco después, logró venir a Cuba al año siguiente gracias a gestiones de su amigo íntimo, el hispanista José María Chacón y Calvo.

Aquí se dedicó al periodismo, a la jurisprudencia y a la criminología, contribuyendo con su experiencia también en el campo académico, específicamente en la Universidad de Oriente, adonde llegaron otros intelectuales españoles como Herminio Almendros, Juan Chabás, Julio López Rendueles y Francisco Prat Puig.

En 1946 su amigo Enrique Moret Astruells construyó una casa en el reparto Ampliación de Almendares, en una parcela de los terrenos que antes pertenecieran al Conde Barreto. Galbe decidió comprar el solar del lado izquierdo, y dos años después fabricó la residencia que ocuparían él y su esposa.

Lela Sánchez Echeverría, sobrina de Moret Astruells, es quizá la única testigo viva del nacimiento de la obra: «Galbe y su esposa Rita Berta —una francesa muy atractiva que tenía una peluquería en la calle Línea, entre H e I— gozaban de una posición económica favorable. Ellos encargaron la confección del mural a su amigo Carlos Enríquez, cuando aún la casa no estaba terminada.

«Yo tenía 10 años en ese momento, pero me parece verlo cuando se emborrachaba y se quedaba tendido de madrugada en el portal, y amanecía tapado con periódicos. Esa es la imagen que viene a mi mente. Entonces aprovechaba las mañanas para pintar — y beber —, y por la noche terminaba extenuado, completamente ebrio. Esa situación duró varios días».

La reconocida ensayista y crítica de arte Graziella Pogolotti aseguró que la amistad entre José Luis Galbe y Carlos Enríquez viene desde la llegada del primero a La Habana. Ella los conoció a ambos, porque eran amigos de su padre, el pintor Marcelo Pogolotti.

«Pepe Luis Galbe era de mediana estatura, carácter un poco difícil y poseía un espíritu de contradicción muy fuerte —típico de un aragonés—, pero muy buena persona. En la peluquería de su esposa yo me arreglaba el pelo. Ellos eran visita fija en el Hurón Azul y algunas veces se hacían acompañar, a las tertulias dominicales, de Juan Chabás y su esposa, la cantante cubana Lidia de Rivera».

ÁNGEL PARA UN FINAL

Con un mínimo de esfuerzos y recursos institucionales, esta obra podría ser rescatada para la historia. No sería justo con el abatido y genial Carlos Enríquez posponer eso que lleva tantos años de espera, precisamente ahora que conmemoramos medio siglo de su muerte.

Estamos abogando por soluciones prácticas, para impedir que desaparezcan piezas irrepetibles como esta. ¿No sería más conveniente que este mural engrosara la lista del patrimonio nacional?

La magia de un pincel

No más entramos en la amplia e iluminada sala de la antigua casona, nos topamos con el inmenso mural que, con más de cuatro metros de largo (interrumpido por la puerta de la cocina), es una suerte de recuento de toda la obra de Carlos Enríquez (1900-57).

En la pared enyesada sobresale en primer plano una mulata sensual, de senos prominentes, anchas caderas y una cesta de frutas. La misma también aparece tendida en la hierba. Se trata de Gilberte, la haitiana compañera sentimental del artista.

La carreta, las carreras de cintas, caballos y campesinos con sombreros en una corrida, representan el período que el autor denominó Romancero guajiro.

De las tres bañistas, la que está de frente, de ojos azules y pelo rojizo, es la escritora francesa Eva Fréjaville, segunda esposa de Carlos Enríquez.

El mural está interrumpido por una puerta, junto a esta aparece la esposa del dueño de la casa. En una de las esquinas superiores apreciamos el Hurón Azul.

Las matas de plátano, de coco y de mango, y hasta los helechos, originalmente estaban en el patio de la casa.

El cielo con nubes y las palmas resultan típicas del tratamiento que el artista daba al paisaje campestre cubano.

Por si quedaran dudas de su autenticidad, Carlos Enríquez estampó su firma en la parte inferior de la pieza, acompañada del número 48, que alude al año de realización.

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