LOS VIAJES DE GULLIVER JUNIOR
Por Alexander A. Ricardo
(Tribuna de La Habana)
Gracias a su padre
Gulliver junior viaja bastante seguido. Se le ve de gigante disfrutando en
costas del Mediterráneo, o de enano aventurero sin problema en su vida, en su
visa.
Zarpa a comparar si
el azul de otros cielos es tan intenso como el suyo. Navegar en la flota de
papá es un privilegio hereditario. Mientras transita por mares calmados, allá
en su tierra, otros marineros solo ven pasar las gaviotas. Posee “barcos
fantasmas” poderosos. Muy pocos logran verlos pasar.
Cientos de
pergaminos narran las vivencias del elegido. Noches pausadas en las márgenes
del Aomori. Barriles de vinos abiertos en playas hawaianas. Tardes de pesca en
la bahía de Sidney.
El joven primogénito
tiene libros coleccionando hojas de rutas; y siembra rosas náuticas al culminar
cada travesía.
Una vez en casa no
cuenta nada. Engaña a los coterráneos con anécdotas sobre naufragios. Describe
olas enormes, tormentas interminables, criaturas marinas y las sirenas que
cantan; luego agarra el saco y guarda el botín. Los trabajadores del muelle le
llaman “mar-tirio”.
Quien fabricó su
brújula no conoce nuevos horizontes. Pareciera resignado a seguir un único
rumbo. Las manos de unos tejen las velas de otros.
Vuelve a levar el
ancla, esta vez parte al norte, donde la frialdad del clima lo distanciaba
tiempo atrás. Está bien abrigado y rodeado por secuaces. Abre el mapa y señala
el destino. Mira a las estrellas en busca de buenos augurios, porque cuando
niño nunca aprendió a nadar.
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