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viernes, octubre 09, 2009

EL FECUNDO ANCKERMAN

Por Josefina Ortega (La Jiribilla)

Sobrado de nariz, falto de pelo,
de erguido porte y sonreir irónico,
en su hablar tan mordaz, como lacónico,
esgrime sin piedad el escalpelo.

Con estos endecasílabos retrataba un conocido autor de sainetes ―llamado Agustín Rodríguez― a quien fuera uno de los compositores cubanos más fecundos de todos los tiempos.

Dicen, sin embargo, que no tuvo suerte con los intérpretes. Muchos coinciden en que no pudo tener siempre voces competentes para de asumir con rigor sus creaciones.

El viejo Eduardo Robreño acostumbraba a decir ―con gracia e ironías muy suyas― que la mayoría de las veces tuvo cantantes de primera fila porque no eran capaces de hacerse escuchar ya en la segunda.

Pero a Jorge Anckerman Rafart, autor de unas tres mil doscientas piezas, le sobró talento para hacerse de un lugar en la historia de la música cubana, y el talento le venía desde niño cuando en la orquesta de la familia tocaba un violonchelo como si fuera un contrabajo.

Se dice que los “genes” musicales le venían del abuelo Jorge Ankerman, alemán nacido en Hamburgo, y la formación cultural del padre ― de nombre Carlos―, nacido en Mallorca, España.

Segundo de siete hermanos, Jorge Anckerman ―nacido en La Habana el 22 de marzo de 1877, en el populoso barrio de Santo Ángel―, con solo 17 años llegó a componer la música de “La Gran Rumba”, una parodia de la famosa obra española “La Gran Vía”, que los “bufos” de Gonzalo Hernández llevarían al teatro Tacón.

Toda la partitura fue, según Robreño, la primera que se escribiera totalmente con música cubana para el teatro bufo.

Más la fortuna no llegaría con la misma velocidad que el triunfo artístico, y aún peor, el mismo triunfo artístico no le abriría todas las puertas de golpe.

En búsqueda de mejores horizontes, Anckerman pasó largos períodos en México, a donde llevó incluso la excelencia del danzón, género que se hiciera popular en tierra azteca, también por contribución suya.

En Cuba, los teatros Albisu y Alhambra tenían ya sus titulares en la nómina como directores de orquestas, y Ankerman, entre viajes y viajes, tenía que trabajar, dirigiendo una pequeña orquesta para animar la proyección del cine silente.

Y he aquí que entonces un día el afamado director Manuel Mauri, titular del Alhambra, tuvo discrepancias con los empresarios del teatro y renunció a su cargo. La directiva del teatro, para salvar una temporada que estaba pronta a iniciarse, corrió a buscar a Jorge Anckerman.

Desde el 11 de septiembre de 1911, fecha en que empezó en ese teatro, hasta el 18 de febrero de 1935, el amor entre Anckerman y el Alhambra fue fiel, y compartido con Federico Villoch, libretista y escritor de obras bufas y con quien estrenó grandes temporadas. Y fue interrumpido porque ese día ―18 de febrero― se desplomaron varias partes del teatro.

Inmediatamente clausurada la instalación.

La vida del compositor continuó activa por el resto de sus días, y la idea de fundar los llamados Conciertos Típicos Cubanos fue aplaudida por todos, en tiempos en que se apreciaba una avalancha de ritmos norteamericanos.

Los conciertos se daban cuatro o cinco veces al año y se recordó uno en particular, porque al piano estuvo nada más y nada menos que la ya sorprendente Rita Montaner. Y como si eso no bastara, junto a ella cantó, con “bien timbrada voz de barítono…” Alejandro García Caturla.

Dice que en su modestia Anckerman solía decir: “Cuando yo quiero escuchar tocar bien el piano, me voy a casa de Ernesto (Lecuona).

Cuando murió, su viuda entregaría todas las partituras compuestas por el maestro a lo que entonces era el Seminario de Música Popular que dirigía el maestro Odilio Urfé.

Aunque tuvo reconocimiento en vida, nunca fue un hombre rico. Medio en broma, medio en serio, el sainetero autor de los endecasílabos que encabezan estas memorias, terminaba su soneto con este terceto:

Pero he aquí que tan mal se paga el arte.
De este maestro insigne juraría
que tiene más canciones que pesetas.

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