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sábado, junio 23, 2007

TV en Cuba

Por Ciro Bianchi Ross (Barraca Habanera)

Aunque soy un poco mayor, la televisión en Cuba y yo tenemos, puede decirse, la misma edad, y crecimos juntos pues en mi casa hubo televisor desde muy temprano. Ahora que el lector Rafael Rodríguez Frías me pide, desde Santiago, que escriba sobre sus orígenes en la Isla me vienen a la mente recuerdos de cuando ella y yo éramos niños.

El primero es el de “La escuelita de Rosendo Rosell”, programa infantil que trasmitía en las tardes el Canal 11, con estudios en el edificio de cúpulas que todavía existe a la salida del puente Almendares, sobre la senda izquierda según se avanza desde el Vedado hacia Marianao. Una televisora que duró lo que un decir amén. Allí en aquella Escuelita obtuve yo el primero de los premios que gané en mi vida: una caja espléndida de lápices de colores. Porque cuando me preguntaron qué quería ser cuando fuera grande, respondí que pintor, y enfaticé: pintor de brocha gorda.

Vinieron después, con los años, las visitas a “Escuela de Televisión”, el espacio nocturno que el avispado Gaspar Pumarejo arrendaba en el Canal 2, propiedad de Amadeo Barletta, dueño además del periódico El Mundo. Tenía sus estudios en Prado, en lo que fuera una sala cinematográfica y cuyo lugar exacto no soy capaz de precisar ahora pese a que acudí allí varias veces. Pero de “Escuela de Televisión” sí recuerdo el chori-pan de Pumarejo, aquellos panes con chorizo que el empresario repartía, siempre frente a la cámara, entre los asistentes al estudio y que por supuesto llegaban solo a las manos de unos pocos. No creo haberme empatado con ninguno.

De las trasmisiones televisivas del boxeo profesional tengo memoria de los enfrentamientos entre Ciro Morasén y Puppy García, rivales en el peso de las 126 libras. La afición seguía sus peleas sin perderse un solo puñetazo. Puppy tenía un punto flojo: las cejas. Parecían de cristal. Y como sus contrarios lo sabían era por ahí por donde más lo castigaban.

En una de esas peleas, Morasén ganó de calle, pero la decisión de los jueces dio el triunfo a Puppy. Entonces Armando Alejandre, manager del boxeador contrario, sacó una pistola. Como el dinero de las apuestas estaba sato en el Coliseo, sus tiros al aire dieron origen a una balacera que metía miedo y obligó a ambos púgiles, a pesar de sus diferencias en la lona, a buscar refugio bajo el ring. Allí, con pies ligeros, fue a hacerles compañía el narrador Fernandito Menéndez. En un combate posterior, Puppy derrotó a Morasén. Y esa vez fue de verdad. Le centró un puñetazo en el pecho que lo hizo caer hacia atrás más tieso que un palo. Parecía haber muerto. No, no lo estaba, pero había visto la muerte cerca. Esa misma noche Morasén anunció su retirada del deporte de los puños.

LOS MARCIANOS LLEGARON YA

Pero de esos años iniciales de la televisión cubana, ningún recuerdo es para mi tan vívido e impactante como el de la llegada de los marcianos. Ni más ni menos. Un platillo volador, de los que tanto se hablaba en aquellos días, vino a La Habana a visitarnos.

Debió haber sido un sábado porque no había clases. O un día de vacaciones, aquellas del verano que parecían eternas. La noticia corría de boca en boca y pronto se supo que la televisión, en vivo y en detalle, trasmitía el acontecimiento que llenaba de temor al país entero. Tan pronto había empezado a clarear, un OVNI había sido detectado en los terrenos de lo que es hoy la Ciudad Deportiva.

Poco a poco se amontaban los curiosos y huían despavoridos cada vez que de aquel objeto extraño y circular salía un chirrido espeluznante que daba paso a otro no menos pavoroso. La Policía, al fin, acordonó el sitio y sus efectivos, provistos muchos de ellos de ametralladoras de trípode, tomaron posesión del lugar. La batalla podía comenzar en cualquier momento pues se hablaba de cañonear el objeto no identificado. Pero nadie se ponía de acuerdo hasta que el Ejército, que también se hizo presente, anunció la determinación de asaltar la nave.

Y ahí mismo se destapó el gallo porque de aquel platillo volador salió, con su meneíto, Marta Véliz, la escultural y curvilínea modelo exclusiva de la cerveza Cristal, con una botella en la mano. Dentro estaban también, entre otros, Rosa Fornés y Armando Bianchi, vestidos todos de Flash Gordon. Era una idea del director Joaquín M. Condall y con ella la Cristal se anotaba el palo publicitario del año. Lo único que cuando Marta Véliz, ya fuera del OVNI, fue a decir “Tome Cristal”, le pusieron una capucha en la cabeza y la empujaron hacia uno de los automóviles del Servicio de Inteligencia Militar aparcado cerca.

Hacia las perseguidoras fueron empujados asimismo Rosita y Armando. Rosa gritó: “¡Esto es un atropello! ¡Una barbaridad! Estamos haciendo un programa de televisión y además es una inocentada… ¡Me voy a quejar!”. Pero no le hicieron el menor caso, si bien no le pusieron la capucha. Obligaron a caminar a los artistas entre dos filas de uniformados y debieron hacerlo rápido porque sobre ellos caía alguna que otra piedra que lanzaban los curiosos.

Cierto es que, en los años 30, Orson Welles aterró a Nueva York con su versión radial de La guerra de los mundos. El cubano Condall quiso hacer lo mismo. Construyó la supuesta nave interplanetaria con un material que parecía venido de otra galaxia, le dio un color extraño, coló dentro, junto con los artistas, a un operador de sonido y su correspondiente cabina, y se situó, en una unidad móvil, a poco más de 200 metros, a fin de trasmitir desde allí, por teléfono, las órdenes oportunas.

La gente, por momentos, parecía perder el miedo y se acercaba al platillo. Se dejaba escuchar entonces un ruido como de una sierra que imponía respeto a los curiosos, pero que no les hacía alejarse del lugar. Cuando el sonido era como de hormigas que devoraban lo que encontraban a su paso, la gente no lo resistía y ponía pies en polvorosa.

Con el transcurrir de los años cada vez me resulta más difícil imaginar que el público, tanto el que estaba en el lugar como el que lo seguía por televisión, pudiera tragarse aquello. Que nadie hubiera visto cómo de madrugada emplazaban en un lugar público aquel artefacto donde cabían varias personas. Que la Policía no supiese nada…

Lo cierto es que Rosa, Armando, Marta y otros implicados en la inocentada pasaron el día, retenidos, en las oficinas del Servicio de Inteligencia Militar. Logró sacarlos de allí, ya en la noche, Julito Blanco Herrera, el dueño de la cervecería Cristal.

DOS FIGURAS

En 1949 Goar Mestre, propietario del Circuito CMQ anunció que en un plazo de tres años su empresa comenzaría a operar la televisión en Cuba. Pero al año siguiente otras dos figuras del medio radial tenían el mismo propósito: Gaspar Pumarejo, de Unión Radio, y Amado Trinidad, de la RHC Cadena Azul, que hablaba ya de traer la TV en colores. Trinidad, caído su ánimo y muy enflaquecida su bolsa, quedó en definitiva al campo, y entre los otros contendientes ocurrió lo inexplicable: Pumarejo le cogió la delantera a Mestre. El 12 de octubre de 1950, en sus estudios de Mazón y San Miguel hizo la primera prueba en circuito cerrado. El 16 hizo otra prueba y el 24 el presidente Prío, desde el Palacio Presidencial, dejaba inaugurada oficialmente la televisión en Cuba. Había surgido la primera de las televisoras con que contó la Isla: Unión Radio Televisión Canal 4. Mestre, que pensaba en lanzarse el 12 de marzo de 1951 se vio obligado a anticipar sus planes, y el 18 de diciembre abría el Canal 6.

Pumarejo era un empresario audaz y arriesgado. Dicen los que lo trataron que tenía pocas ideas propias, pero era capaz de apropiarse de la iniciativa ajena y hacerla mejor. Tenía defectos en su contra: era poco constante y carecía casi por completo de sentido de la organización. Además, disponía de poco dinero. No tardaría mucho en deshacerse de Unión Radio. Pero resurgió al arrendar espacios en el Canal 2: la ya mencionada “Escuela de Televisión”, en horas de la noche, y, por las tardes, “Hogar Club”, “una modalidad de banco de capitalización y ahorro en forma de agencia de sorteos”, que llegó a contar con 102 000 socias que pagan la cuota mensual de un peso.

Se empeñó en traer a la Isla la televisión en colores y en 1957 inauguró en efecto el Canal 12, del que aparecía como dueño cuando el verdadero propietario era Fulgencio Batista, a quien Pumarejo vendió también sus acciones en la Cadena Azul de radio.

Goar Mestre era, sin embargo, el orden mismo. Propietario de 26 empresas, su capital era infinitamente mayor y contaba con el respaldo de grandes intereses norteamericanos. Un detalle curioso: Goar y sus hermanos Abel y Luis Augusto nunca viajaban en el mismo avión ni siquiera en el mismo automóvil por temor a un accidente que los borrara a todos. Pensaban que si uno de ellos moría, otro quedaría al frente de los negocios familiares. Goar y Abel vivían frente por frente en la barriada del Country Club y el otro tenía su casa al doblar de la esquina. Esa forma de asumir la vida la llevaron hasta el final de su camino en Cuba. Cuando Goar y Abel salieron del país, para no volver, en 1960, Luis Augusto quedó al frente de los intereses de la familia, que no fueron intervenidos sino seis meses después, y al cuidado de lo que quedaba de ellos permaneció aquí hasta su muerte.

Goar intentó recuperarse en el extranjero. Llegó a la Argentina, donde la televisión estaba todavía en pañales, y organizó una productora televisiva y compró lo que sería en Canal 13. Pero durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón le pasaron la misma película que había visto en La Habana: le intervinieron el Canal.

HISTORIA DE TRES HERMANAS

Recuerdo haber visto de niño la primera telenovela que se pasó en Cuba: Historia de tres hermanas. Se ubicaba en la Cuba colonial, tenía como protagonista a Enrique Santiesteban y se trasmitía solo los domingos. Recuerdo además las producciones fastuosas de Jueves de Partagás, conducido por Santiesteban, y de El cabaret Regalías, con Rolando Ochoa, patrocinados ambos por dos poderosas firmas cigarreras. También de El guateque de Apolonio, antecedente de Palmas y cañas, y el montón de enlatados norteamericanos que consumí, desde Las aventuras de Rin Tin Tin hasta Patrulla de caminos, sin olvidar La ley del revólver, donde el médico del pueblo, armado solo de una simple cuchilla y sobre el mostrador de la taberna, terminaba siempre por extraer la bala que había ido a alojarse en el cuerpo de uno de los protagonistas. Sin anestesia. Y nos creíamos aquello sin saber que los que estábamos siendo anestesiados éramos nosotros.

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